Federico García Lorca
ARTÍCULOS
UNA VIDA BREVE
por Christopher Mauer
Fundación Federico García Lorca
INTRODUCCIÓN
Federico García Lorca, uno de los poetas
más insignes de nuestra época, nació en Fuente Vaqueros, un pueblo
andaluz de la vega granadina, el 5 de junio de 1898—el año en que
España perdió sus colonias. Su madre, Vicenta Lorca Romero, había
sido durante un tiempo maestra de escuela, y su padre, Federico
García Rodríguez, poseía terrenos en la vega, donde se cultivaba
remolacha y tabaco. En 1909, cuando Federico tenía once años, toda
la familia—sus padres, su hermano Francisco, él mismo, sus hermanas
Conchita e Isabel—se estableció en la ciudad de Granada, aunque
seguiría pasando los veranos en el campo, en Asquerosa (hoy,
Valderrubio), donde Federico escribió gran parte de su obra.
Más tarde, aun después de haber viajado mucho y haber vivido durante
largos períodos en Madrid, Federico recordaría cómo afectaba a su
obra el ambiente rural de la vega: “Amo a la tierra. Me siento
ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de
niño tienen sabor de tierra. Los bichos de la tierra, los animales,
las gentes campesinas, tienen sugestiones que llegan a muy pocos. Yo
las capto ahora con el mismo espíritu de mis años infantiles. De lo
contrario, no hubiera podido escribir Bodas de sangre.”
En sus poemas y en sus dramas se revela como agudo observador del
habla, de la música y de las costumbres de la sociedad rural
española. Una de las peculiaridades de su obra es cómo ese ambiente,
descrito con exactitud, llega a convertirse en un espacio imaginario
donde se da expresión a todas las inquietudes más profundas del
corazón humano: el deseo, el amor y la muerte, el misterio de la
identidad y el milagro de la creación artística
PRIMEROS PASOS: FUENTE VAQUEROS
El traslado de la familia del campo a la
ciudad afectó profundamente a Federico. En 1916 o 1917, cuando
empezaba a interesarse por la literatura, redactó un largo ensayo
autobiográfico en el que evocaba Fuente Vaqueros, “aquel pueblecito
muy callado y oloroso” de la vega de Granada. “El pueblo está
rodeado de chopos que se ríen, cantan y son palacios de pájaros y de
sus sauces y zarzales que en el verano dan frutos dulces y
peligrosos de coger. Al aproximarse hay gran olor de hinojos y apio
silvestre que vive en las acequias besando al agua. En verano el
olor es de paja que en las noches, con la luna, las estrellas, y los
rosales en flor, forma una esencia divina que hace pensar en el
espíritu que la formó”.
En estas páginas autobiográficas intentó captar sus experiencias en
la escuela, los juegos con los amigos, el ambiente de su casa y su
asombro ante las desigualdades sociales; como recordó en una
entrevista: “Mi infancia es aprender letras y música con mi madre,
ser un niño rico en el pueblo, un mandón”. Como resultado de su
nueva vida en Granada experimentó una sensación de ruptura con aquel
pasado en el campo y, desde el umbral de la adolescencia, exclamó:
“Hoy de niño campesino me he convertido en señorito de ciudad [...]
Los niños de mi escuela son hoy trabajadores del campo y cuando me
ven casi no se atreven a tocarme con sus manazas sucias y de piedra
por el trabajo. ¿Por qué no corréis a estrechar mi mano con fuerza?
¿Creéis que la ciudad me ha cambiado? No... Vuestras manos son más
sanas que las mías. Vuestros corazones son más puros que el mío.
Vuestras almas de sufrimiento y de trabajo son más altas que mi
alma. Yo soy el que debiera estar cohibido ante vuestra grandeza y
humildad. Estrechad, estrechad mi mano pecadora para que se
santifique entre las vuestras de trabajo y castidad”.
LOS VIAJES DE ESTUDIOS
Durante su adolescencia, Federico García
Lorca sintió más afinidad por la música que por la literatura. De
niño le fascinó el teatro, pero estudió también piano, tomando
clases con Antonio Segura Mesa, ferviente admirador de Verdi. Su
primer asombro artístico surgió no de sus lecturas sino del
repertorio para piano de Beethoven, Chopin, Debussy y otros. Como
músico, no como escritor novel, lo conocían sus compañeros de la
Universidad de Granada, donde se matriculó, en el otoño de 1914, en
un curso de acceso a las carreras de Filosofía y Letras y de
Derecho.
El ambiente intelectual que rodeaba al joven estudiante era de una
riqueza sorprendente para una ciudad provinciana. En la tertulia
llamada “El Rinconcillo”, del animado café Alameda, García Lorca se
reunía con frecuencia con un grupo de jóvenes de talento que
llegarían a ocupar puestos importantes en el mundo de las artes, la
diplomacia, la educación y la cultura. En la Universidad, dos
profesores le abrieron camino: Fernando de los Ríos, profesor de
Derecho Político Comparado y futuro adalid del socialismo español, y
Martín Domínguez Berrueta, titular de Teoría de la Literatura y de
las Artes.
Con Domínguez Berrueta hicieron Federico y sus compañeros una serie
de viajes de estudios a Baeza, Úbeda, Córdoba y Ronda (junio de
1916); a Castilla, León y Galicia (otoño del mismo año); otra vez a
Baeza (primavera de 1917); y un último viaje a Burgos (verano y
otoño de 1917). Estos viajes pusieron a Federico en contacto con
otras regiones de España y ayudaron a despertar su vocación como
escritor. Fruto de ello sería su primer libro de prosa, Impresiones
y paisajes, publicado en 1918 en edición no venal costeada por el
padre del poeta. No se trata de un simple diario de sus excursiones,
sino de una pequeña antología de sus mejores páginas en prosa. El
joven poeta discurre sobre temas políticos – la decadencia y el
porvenir de España, sus inquietudes religiosas, la vida monacal—y
sus intereses estéticos, como eran el canto gregoriano, la escultura
renacentista y barroca, los jardines o la canción popular.
Con la publicación de Impresiones y paisajes y la muerte de su
profesor de música al año siguiente, el aprendiz de músico entró, en
palabras suyas, “en el reino de la Poesía y acabé de ungirme de amor
hacia todas las cosas”. En el otoño de 1918 confesaría: “Me siento
lleno de poesía, poesía fuerte, llana, fantástica, religiosa, mala,
honda, canalla, mística. ¡Todo, todo! ¡Quiero ser todas las cosas!”
MADRID
Primavera de 1919. Varios miembros de
“El Rinconcillo” se habían trasladado ya a la capital y, en marzo de
ese mismo año, José Mora Guarnido escribía a Federico desde Madrid:
“Debías venir aquí; dile a tu padre en mi nombre que te haría,
mandándote aquí, más favor que con haberte traído al mundo”.
Fue Fernando de los Ríos quien, al fin, tuvo que convencer a los
padres del poeta para que le dejaran salir de Granada y seguir con
sus estudios en la Residencia de Estudiantes de Madrid, dirigida por
Alberto Jiménez Fraud. Así pasó Federico a formar parte de una
institución que pretendía ser, en palabras de su director, un “hogar
espiritual donde se fragüe y depure, en corazones jóvenes, el
sentimiento profundo de amor a la España que se está haciendo, a la
que dentro de poco tendremos que hacer con nuestras manos”.
Fundada a semejanza de los colleges de Oxford y Cambridge, la
Residencia de Estudiantes representaba, en aquel entonces, un punto
de contacto importantísimo entre las culturas española y extranjera.
Aquel hervidero intelectual supuso un excelente caldo de cultivo
para el desarrollo del poeta. Su vida en “la Colina de los Chopos”
le dio una nueva visión de la responsabilidad del artista frente a
la sociedad y reforzó su amor por la cultura, desde la clásica a la
popular española. Así, entre 1919 y 1926, Federico conoció a muchos
de los más importantes escritores e intelectuales del país. En la
Residencia se hizo amigo de Luis Buñuel, de Rafael Alberti o de
Salvador Dalí. Además, gracias a la muy activa política cultural de
Jiménez Fraud, pasaron por allí numerosos conferenciantes,
científicos, músicos y escritores extranjeros: Claudel, Valéry,
Cendrars, Max Jacob, Marinetti, Madame Curie, H.G. Wells, Le
Corbusier, Chesterton, Wanda Landowska, Ravel, Milhaud, Poulenc...
Los dos primeros años de Federico en la capital (1919-1921)
constituyeron una época de intenso trabajo. Sus caminatas por la
ciudad, sus visitas a Toledo con Pepín Bello, Buñuel y Dalí, sus
encuentros con directores teatrales – como Eduardo Marquina o
Gregorio Martínez Sierra—y con la vanguardia – los ultraístas, Ramón
Gómez de la Serna o el creacionista Vicente Huidobro--, aún le
dejaron tiempo para terminar y publicar su Libro de poemas, componer
las primeras Suites, estrenar El maleficio de la mariposa – que fue
un fenomenal fracaso—y elaborar otras piezas teatrales. No perdió
tampoco la oportunidad de conocer a Juan Ramón Jiménez, a quien
acudió con una carta de presentación de Fernando de los Ríos en
1919: “Ahí va ese muchacho lleno de anhelos románticos: recíbalo
usted con amor, que lo merece; es uno de los jóvenes en que hemos
puesto más esperanzas”—y a la que respondió Juan Ramón de esta
manera: “Su poeta vino y me hizo una excelentísima impresión. Me
parece que tiene un gran temperamento y la virtud esencial, a mi
juicio, en arte: entusiasmo”.
Con aquella visita se inició una amistad duradera, y la
correspondencia de Lorca deja claro que Juan Ramón – generoso mentor
de todos los poetas jóvenes de aquel entonces—tuvo una influencia
decisiva en su visión del quehacer poético. Durante los siguientes
dos años ayudó a Federico a publicar algunos de sus versos en
revistas de prestigio, como España, La Pluma o Índice, y le
convenció para que editara su Libro de poemas en la imprenta de
Gabriel García Maroto, en vez de hacerlo en una editora comercial
más grande, para que Federico tuviera la oportunidad de cuidar, él
mismo, de todos los aspectos de la edición.
Libro de poemas contiene versos seleccionados, con la ayuda de su
hermano Francisco, de todo lo que había escrito desde 1918. Algunos
de ellos giran alrededor de la fe religiosa, tema al que había
dedicado cientos de páginas en prosa y en verso. Otros tratan del
anhelo del poeta de unirse con la naturaleza o de recuperar una
infancia perdida. En versos que recuerdan al primer Juan Ramón
Jiménez, a Rubén Darío y a poetas menores del modernismo hispánico,
el poeta lamenta que la razón y la retórica hayan reemplazado la fe
poética que poseía como niño.
Cuando se publicó este libro, en mayo de 1921, Federico ya se había
entregado a otros proyectos y volvió a Granada ilusionado con la
composición de sus Suites. El entusiasmo señalado por Juan Ramón le
llevaba hacia el estudio del folclore: títeres, cante jondo, la
canción popular. Estaba a punto de conocer a Manuel de Falla
GRANADA Y MANUEL DE FALLA
Falla se había trasladado a Granada a
mediados de septiembre de 1920, y en el verano de 1921 se instaló en
el carmen de Santa Engracia, próximo a la Alhambra, donde Federico
le visitó con frecuencia. El poeta se sintió pronto íntimamente
ligado al compositor al compartir con él su amor por la música, los
títeres, el cante jondo...
Entre los primeros en dar al compositor la bienvenida a Granada
en1920 estuvo el grupo de jóvenes amigos que se reunía en el café
Alameda de la plaza del Campillo, y que formaba la ya citada
tertulia de “El Rinconcillo”. José Mora Guarnido explicaba así el
nombre dado a la tertulia: “En el fondo del café Alameda, detrás del
tabladillo en donde actuaba un permanente quinteto de piano e
instrumentos de cuerda, había un amplio rincón donde cabían dos o
tres mesas con confortables divanes contra la pared, y en aquel
rincón [...] plantaron su sede nocturna” un grupo de intelectuales
granadinos: los dos hermanos Lorca, los periodistas Melchor
Fernández Almagro, José Mora Guarnido y Constantino Ruiz Carnero,
los futuros poetas o críticos José Fernández Montesinos, Miguel
Pizarro y José Navarro Pardo, y los pintores Manuel Ángeles Ortiz,
Ismael González de la Serna o Hermenegildo Lanz, entre otros.
La vida granadina de Federico a partir de 1920 o 1921 giró, pues,
alrededor de esos dos focos culturales: Falla y los integrantes de
“El Rinconcillo”. Estos últimos intentaban dar nuevo brío a la vida
cultural de la ciudad, defendiendo aquella parte del patrimonio
artístico que pudiera orientar a las nuevas generaciones en su
rebelión contra el “costumbrismo” y el “color local”, y asustando a
la “Beocia burguesa”, en palabras de Mora. Algunos de los proyectos
apenas transcendieron el ámbito local, como, por ejemplo, la
colocación de azulejos conmemorativos en honor a los “viajeros
europeos ilustres” que habían contribuido al conocimiento de Granada
en el extranjero. Otros, sin embargo, tuvieron repercusión en el
resto de España y Europa, especialmente el Primer Concurso de Cante
Jondo, celebrado en junio de 1922.
Promovido por Falla, Lorca e Ignacio Zuloaga, y apoyado por el
Ayuntamiento de Granada, aquel concurso tenía varios objetivos:
marcar la diferencia entre el cante jondo – de orígenes
antiquísimos, según Lorca y Falla—y el cante flamenco – creación,
según ellos, más reciente--; ganar respeto para el cante jondo como
arte; preservarlo de la adulteración musical y de la amenaza de los
cafés cantantes y la ópera flamenca; premiar a los cantaores no
profesionales, y demostrar la influencia que habían tenido el cante,
el baile y el toque jondos no sólo en la música española, sino
también en la francesa y la rusa. El concurso fue un atrevido
intento de conectar el arte musical de Andalucía con el arte
“universal”. La fórmula estética de Falla – “de lo local a lo
universal”—iba a fijarse para siempre en el corazón de su joven
discípulo.
Meses antes del concurso Federico pronunció, para educar al público
granadino, una de las conferencias que más revelan sobre su propios
principios estéticos “Importancia histórica y artística del
primitivo canto andaluz llamado cante jondo”; texto que revisaría
años después al leerla en Argentina, Uruguay y en varias ciudades
españolas.
Otro fruto de su interés por el cante jondo fue su segundo libro de
versos, Poema del cante jondo, escrito en 1921 y publicado una
década más tarde. En este libro, como en sus Suites, Lorca explora
las posibilidades de la secuencia de poemas cortos. Sin llegar al
pastiche, se inspira en la brevedad, intensidad y concentración
temática de las coplas del cante jondo, que habían sido para él toda
una revelación artística: “Causa extrañeza y maravilla cómo el
anónimo poeta del pueblo extracta en tres o cuatro versos toda la
rara complejidad de los más altos momentos sentimentales en la vida
del hombre”.
El poeta acariciaba la idea de crear con el compositor gaditano un
teatro ambulante, Los Títeres de Cachiporra, que sería comparable,
en su tratamiento estilizado del folclore, a los Ballets Russes de
Diaghilev, con los que Falla había colaborado. En casa del poeta
ofrecieron ambos, a sus familiares y amigos, un espectáculo
inolvidable de títeres en la festividad de los Reyes Magos de 1923,
en el que, con Falla al piano, estrenó Federico La niña que riega la
albahaca y el príncipe preguntón y se interpretó – “por primera vez
en España”, según Federico— La historia del soldado de Igor
Stravinski. Fiesta en que se reunían, pues, lo tradicional (La
niña... se basaba en un viejo cuento andaluz) y las corrientes
musicales más modernas.
La amistad de Falla seguiría orientando a Federico García Lorca a la
hora de reconciliar las nuevas corrientes estéticas con las formas
populares. En 1923, Falla y Lorca estaban colaborando en una opereta
lírica, Lola, la comedianta, nunca terminada, y al año siguiente el
compositor ayudó a Federico a dar la bienvenida al poeta Juan Ramón
Jiménez, quien visitó a la familia García Lorca durante el mes de
julio de 1924
CADAQUÉS Y SALVADOR DALÍ
En abril de 1925, desde la Residencia de
Estudiantes, Federico anunció a sus padres que había recibido una
invitación para pasar la Semana Santa en Cadaqués con su amigo
Salvador Dalí: “Dalí me invita espléndidamente. He recibido una
carta de su padre, notario de Figueras, y de su hermana (una
muchacha de esas que ya es volverse loco de guapas) invitándome
también, porque a mí me daba vergüenza de presentarme de huésped en
su casa. Pero son una clase de familia distinta a lo general y
acostumbrada a vida social, pues esto de invitar gente a su casa se
hace en todo el mundo menos en España. Dalí tiene empeño en que
trabaje esta semana santa en su casa de Cadaqués y lo conseguirá,
pues me hace ilusión salir unos días a pleno mar y trabajar y ya
sabéis vosotros cómo el campo y el silencio dan a mi cabeza todas
las ideas que tengo”.
Fue el primer viaje de Federico a Cataluña, y aquella visita y una
segunda estancia más larga, entre mayo y julio de 1927, dejaron una
huella profunda en la vida y obra de ambos.
Dalí había ingresado en 1922 en la Real Academia de Bellas Artes de
San Fernando y vivía en la Residencia, donde había trabado amistad
con el poeta granadino. Durante cinco años, desde 1923 hasta 1928,
los mundos artísticos de Dalí y de Federico se compenetraron hasta
tal punto que Mario Hernández ha hablado, con razón, de un período
daliniano e n la obra del poeta, y Santos Torroella, de una época
lorquiana en la del pintor. Fruto de esta amistad, que se convirtió
en pasión amorosa, fue la “Oda a Salvador Dalí”, que Federico
publicó en abril de 1926 en Revista de Occidente, poema “didáctico”
– así lo llama—en que canta “...un pensamiento / que nos une en las
horas oscuras y doradas”.
En sus discusiones en Madrid y Cadaqués, y en un riquísimo
epistolario que se ha conservado sólo en parte, los dos amigos
abordaban cuestiones estéticas de hondo interés para ambos. Juntos
exploraron la pintura y la poesía contemporáneas y el arte del
pasado. Cuando Federico preparaba su tragedia Mariana Pineda, en la
que intentaba captar la historia de la heroína granadina en bellas
“estampas” románticas, le pidió a Dalí que diseñara el decorado para
su estreno en Barcelona (1927). Otros proyectos se quedaron en pura
conversación, como el Libro de los putrefactos, una serie de dibujos
satíricos de Dalí que iba a incluir un prólogo, jamás escrito, de
Federico.
Dalí alentó al granadino en su esfuerzo por comprender la pintura
moderna (véase su conferencia “Sketch de la nueva pintura”) y lo
animó como dibujante, reseñando su primera exposición, en el verano
de 1927, en las Galeries Dalmau de Barcelona.; Y fue Federico, sin
duda, quien más animó a Dalí como escritor. En 1928, la granadina
Gallo —revista literaria impulsada por Lorca y dirigida por su
hermano Francisco— publicó las traducciones al español del “San
Sebastián” de Dalí —un ensayo, en forma de narración, en que expone
su estética de la “santa objetividad”― y del “Manifiesto
antiartístico catalán”, firmado por Dalí, Sebastià Gasch y Lluis
Montanyà.
La estética de Dalí le sirvió a Federico como estímulo cuando
empezaba a cultivar, a partir de 1927, una poesía de “evasión”, en
la que se daba menos importancia a la metáfora que a lo que Federico
llamó –sirviéndose de la expresión de Dalí– el “hecho poético”: la
imagen que pretende “evadirse” de cualquier explicación racional
(véase su conferencia “Imaginación, inspiración, evasión”).
De la mano de Dalí pudo adquirir Federico un conocimiento más
profundo del arte popular y culto de Cataluña, región por la que
sentiría siempre gran afecto. Si el ingreso en la Residencia de
Estudiantes le había permitido trascender las limitaciones del medio
granadino, los viajes a Cataluña le revelaron las limitaciones del
mundo cultural de Madrid
VIAJE A LUÍS DE GÓNGORA
Mientras Federico descubría el mundo
cultural de Cataluña, los poetas españoles estaban a punto de
rescatar y celebrar a un poeta barroco cuya estética –originalidad
de la metáfora, esplendor sintáctico y léxico—les impresionaba
hondamente. Luis de Góngora y Argote (1561-1627) dejó huella en la
poesía de García Lorca –por ejemplo, en ”La sirena y el carabinero”
y en algunos de los romances gitanos–, y la celebración de su
tricentenario sirvió para aunar a los poetas españoles en lo que
algunos de ellos empezaron a llamar una “generación”. Los amigos de
Lorca—Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Pedro Salinas, Jorge
Guillén, Dámaso Alonso, Emilio Prados, Gerardo Diego, Luis Cernuda,
Manuel Altolaguirre—se conocen hoy en día como integrantes de
aquella Generación del 27.
El cri de guerre inicial lo lanzó Gerardo Diego en un ensayo
titulado “Escorzo de Góngora”. Desde Valladolid, en febrero de 1924,
Jorge Guillén acusa recibo de ese ensayo y de este nuevo
“contemporáneo”: “Aunque esto de las generaciones es casi un mito, y
casi una tontería, sin embargo, siento cada día más vivamente la
convivencia con mis verdaderos contemporáneos. Sí, creo en la
contemporaneidad de los espíritus. Leyendo, atisbando su Góngora, me
siento tan aludido que ¿cómo no expresarlo, cómo no sacar esta
alusión a evidencia amistosa? [Correspondencia. Pedro Salinas,
Gerardo Diego, Jorge Guillén (1920-1983), ed. José Luis Bernal, pp.
47-48.]
Dos años más tarde, Lorca envió a Guillén las primicias de un
hermoso ensayo suyo leído como conferencia en febrero de 1926: “La
imagen poética de don Luis de Góngora”, donde expresaba la
imponderable grandeza del poeta cordobés. Según Lorca, Góngora
armonizaba mundos diversos gracias a su uso de la mitología, dominó
como nadie el mecanismo de la metáfora y de la inspiración, y su
lenguaje cayó sobre la lengua española como un rocío vivificador.
Otros poetas amigos, desde Rafael Alberti hasta Gerardo Diego,
Guillén o Dámaso Alonso, pusieron en marcha una campaña de homenaje
y divulgación en torno a la figura y obra de Góngora, campaña que,
en efecto, marca un fenómeno “generacional” (se abstienen Machado,
Unamuno, Juan Ramón Jiménez...) y que culmina con el viaje de sus
promotores a Sevilla.
En diciembre de 1927, en el Ateneo de aquella ciudad, el grupo
formado por el propio Lorca, Alberti, Cernuda, José Bergamín, Juan
Chabás, Gerardo Diego, Dámaso Alonso y Mauricio Bacarisse, comunicó
a un público entusiasta una nueva visión no sólo de Góngora sino de
su propio arte frente al de las generaciones anteriores. En la más
sustanciosa y sabia de esas intervenciones, Dámaso Alonso pidió una
“completa revisión de los valores de la literatura pretérita”.
Expuso un nuevo enfoque de la literatura española, arguyendo que al
lado del realismo y del “vulgarismo” asociados habitualmente con las
letras españolas había una corriente de aristocrático idealismo
ejemplificado por la obra de don Luis y por la de los poetas
modernos que se agrupaban en torno a él.
El viaje en tren de Madrid a Sevilla fue narrado graciosamente por
Jorge Guillén en una serie de cartas a su mujer, Germaine Cahen
(editadas por Biruté Ciplijauskaité): “Es absurdo –escribe Guillén–.
Ni antes, ni después de ahora volveré a contemplar todo un
departamento de un vagón, lleno de estos animales llamados poetas.
Los actos oficiales —dos veladas literarias y un banquete en la
venta de Antequera— fueron conmemorados en la prensa sevillana de
aquel entonces. Años después, Dámaso Alonso, Luis Cernuda y Rafael
Alberti recordarían con nostalgia otros pormenores de la
celebración: una juerga en Pino Montano —el cortijo del torero
Ignacio Sánchez Mejías, que había costeado la excursión―, la
travesía nocturna del Guadalquivir, el primer encuentro de Cernuda y
García Lorca...
Entre 1924 y 1927, pues, puede decirse que Federico García Lorca
llegó a su madurez como poeta, atento al arte del pasado y formando
parte de uno de los grupos poéticos, en palabras suyas, “más
importantes de Europa, por no decir el más importante de todos”
UN POETA EN NUEVA YORK
El
éxito crítico de Canciones (1927) y el éxito popular de Primer
romancero gitano, publicado en julio de 1928, dejó descontento a
Federico García Lorca, que, en cartas a sus amigos en el verano de
1928, confesaba estar atravesando una gran crisis sentimental, “una
de las crisis más hondas de mi vida”. [Cartas a Sebastià Gasch y a
José Antonio Rubio Sacristán, agosto de 1928]. “Estoy convaleciente
de una gran batalla y necesito poner en orden mi corazón. Ahora sólo
siento una grandísima inquietud. Es una inquietud de vivir, que
parece que mañana me van a quitar la vida” [A Rafael Martínez Nadal,
agosto de 1928].
Esta crisis debió de agravarse en septiembre, cuando el poeta
recibió en Granada una durísima carta de Dalí sobre el Romancero
gitano, en la que argüía el pintor catalán que gran parte de la obra
estaba “ligada en absoluto a las normas de la poesía antigua,
incapaz de emocionarnos”, y que el libro pecaba de “costumbrismo” y
“moviéndose dentro de la ilustración y de los lugares comunes más
estereotipados y más conformistas”.
La crisis de García Lorca había sido provocada por varias
circunstancias vitales. Por una parte, con el éxito popular del
Romancero surgió la imagen pública –que pervive todavía en algunas
partes– de un Lorca costumbrista, cantor de los gitanos, ligado
temáticamente al folclore andaluz. El mismo poeta se había quejado
de esa imagen antes de que saliera el Romancero, e incluso antes de
la publicación de Canciones, en una carta a Jorge Guillén de
principios de enero de 1927: “Me va molestando un poco mi mito de
gitanería. Los gitanos son un tema. Y nada más. Yo podía ser lo
mismo poeta de agujas de coser o de paisajes hidráulicos. Además, el
gitanismo me da un tono de incultura, de falta de educación y de
poeta salvaje que tú sabes bien no soy. No quiero que me encasillen.
Siento que me va echando cadenas”.
Por otra parte, mientras Dalí y Luis Buñuel criticaban duramente su
obra, Lorca se separó de Emilio Aladrén, un joven escultor con el
que había mantenido una fuerte relación afectiva.
A pesar de sus preocupaciones y de un “horrible verano de
sentimientos”, el poeta no dejó de trabajar intensamente, y se
entregó a proyectos nuevos muy distintos al Romancero. En Granada se
rodeaba de un grupo de amigos jóvenes y editó los dos únicos números
de la citada revista Gallo. Envió al crítico de arte Sebastià Gasch
algunos de sus mejores dibujos y dos poemas en prosa ―“Nadadora
sumergida...” y “Suicidio en Alejandría”— que respondían a su “nueva
manera espiritualista: emoción pura descarnada, desligada del
control lógico”. Exploró en una de sus mejores conferencias el mundo
de las nanas infantiles, y explicó su nueva teoría de la “evasión”
poética. Durante el invierno de 1928 se propuso estrenar su “aleluya
erótica” Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, intento
frustrado por los censores del régimen de Primo de Rivera.
Aun en medio de estos proyectos, debió de quedar claro para Lorca
que necesitaba desvincularse durante cierto tiempo del ambiente
andaluz y de su círculo madrileño de amigos. En la primavera de
1929, Fernando de los Ríos, antiguo maestro de Federico y amigo de
su familia, propuso que el joven poeta le acompañara a Nueva York,
donde tendría la oportunidad de aprender inglés, de vivir por
primera vez en el extranjero y, quizás, de renovar su obra. Se
embarcaron en el Olympic –buque hermano del Titanic– y arribaron el
26 de junio.
La estancia en Nueva York fue, en palabras del propio poeta, “una de
las experiencias más útiles de mi vida”. Los nueve meses que pasó
―entre junio de 1929 y marzo de 1930— en Nueva York y Vermont y
luego en Cuba hasta junio de ese año cambiaron su visión de sí mismo
y de su arte.
Fue ésta su primera visita al extranjero; su primer encuentro con la
diversidad religiosa y racial; su primer contacto con las grandes
masas urbanas y con un mundo mecanizado. Casi podría decirse que su
viaje a Nueva York representó su descubrimiento de la modernidad.
Allí exploró el teatro en lengua inglesa, paseó por el barrio de
Harlem con la novelista negra Nella Larsen, escuchó jazz y blues,
conoció el cine sonoro, leyó a Walt Whitman y a T. S. Eliot, y se
dedicó a escribir uno de sus libros más importantes, el que se
publicó, cuatro años después de su muerte, con el título de Poeta en
Nueva York.
Pocos críticos y biógrafos han escrito sobre la vida de Lorca en
Nueva York sin insistir en que allí se sintió deprimido y aislado.
Tal es, desde luego, el sentimiento que desprenden sus poemas. Pero
existe también una serie de cartas encantadoras a su familia donde
presentaba una imagen muy diferente. Estas cartas, con su visión más
risueña de la “ciudad más atrevida y más moderna del mundo”, hacen
imposible una lectura autobiográfica de Poeta en Nueva York y nos
recuerdan que uno de los logros más admirables de esta obra consiste
en la creación de un protagonista trágico, la “voz” de los poemas,
que tiene propiedades, como dijo un crítico, de “Prometeo, profeta y
sacerdote”. Sin duda, ese protagonista se relaciona con la “persona”
creada por Walt Whitman, a quien dedicó Lorca una “Oda” en su libro.
Una tercera visión de la ciudad ―aparte de la epistolar y la
poética— la ofreció Lorca al volver a España, en una
conferencia-recital titulada “Un poeta en Nueva York”.
Del conjunto de estos tres textos —conferencia, cartas, y, sobre
todo, el libro de poemas— surge una visión penetrante y memorable no
sólo de la civilización norteamericana, sino de la soledad y la
angustia del hombre moderno
LA HABANA
En marzo de 1930, Lorca salió de Nueva
York en tren con rumbo a Miami, donde se embarcó para Cuba. Antes de
su llegada, su visión de la isla era, según él mismo reconoció,
puramente pintoresca; al pensar en el paisaje cubano y en el tono
poético de la isla, recordaba las deliciosas litografías de las
cajas de habanos que había visto de niño.
En La Habana, Lorca experimentó una sensación de libertad y de
alivio. Dejando atrás la ciudad de los rascacielos —“Nueva York de
cieno. / Nueva York de alambre y muerte”― llegó a “la América con
raíces, la América de Dios, la América española”, como la llamaría
en una conferencia. Después del período neoyorquino, tuvo en La
Habana su primer contacto con un país extranjero de habla española.
Entre el 7 de marzo y el 12 de junio de 1930 (fechas de su estancia
en Cuba) vivió unos días intensos y alegres. Dio una serie de
conferencias, con enorme éxito, en la Institución Hispano-Cubana de
Cultura. Exploró la cultura y la música afrocubanas y compuso un son
basado en los ritmos de los negros. Conversó sobre la música y el
folclore con el matrimonio Antonio Quevedo y María Muñoz —amigos de
Manuel de Falla, editores de la revista Musicalia, y fundadores del
Conservatorio de Música Bach―. Trabajó en su drama homoerótico El
público y gozó de amistades nuevas y antiguas. Coincidió en La
Habana con los españoles Adolfo Salazar y Gabriel García Maroto, y
se reunió de nuevo con otro amigo entrañable de sus primeros años
madrileños: el escritor y diplomático José María Chacón y Calvo.
Paseó por las calles de La Habana con el guatemalteco Luis Cardoza y
Aragón y juntos visitaron el famoso Teatro Alhambra, donde se
representaban espectáculos satíricos: escenario “vivo, esperpento de
la sensualidad habanera saturada de alegría y de humor, de
indignación popular”. Conoció también a los hermanos Loynaz —Dulce
María, Flor, Enrique y Carlos Manuel— en su “casa encantada” del
barrio del Vedado.
Período sensual, risueño, pues, en la vida de Federico, quien
escribió a sus padres: “Esta isla es un paraíso. Cuba. Si yo me
pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba”.
Volvió a España en el Manuel Arnús, sintiéndose renovado, hablando
de la reforma del teatro español y listo para participar en
proyectos culturales como La Barraca
ITINERARIO CULTURAL DE LA
REPÚBLICA. "LA BARRACA"
Con la proclamación de la II República
en abril de 1931, Federico García Lorca empezó a colaborar con
entusiasmo en varios proyectos culturales que pretendían fomentar un
mayor intercambio entre la cultura de las ciudades y la de los
pueblos.
Bajo los auspicios de los comités de cooperación intelectual,
fundados por Arturo de Soria y Espinosa, Federico García Lorca dio
una serie de conferencias en distintas partes del país. En Sevilla,
Salamanca o Santiago de Compostela habló del cante jondo y leyó los
poemas que había escrito en Nueva York. “Se trataba ―escribe Ian
Gibson— de fundar comités en todas las grandes ciudades; promover el
intercambio de ideas; invitar a destacados conferenciantes; procurar
unir a todos aquellos jóvenes intelectuales que compartiesen el amor
a los principios de libertad y de progreso social; fomentar la
solidaridad” [Federico García Lorca, vol. II, p. 172]. Y para Lorca,
la conferencia o la lectura de sus poemas era una manera de forjar
lo que él llamaba “una maravillosa cadena de solidaridad
espiritual”.
La aportación más importante de Federico García Lorca a la política
cultural de la República fue, sin duda, la organización del teatro
universitario La Barraca, grupo que dirigió junto con Eduardo Ugarte
y que, a partir del verano de 1932, representó obras del teatro
clásico español en diversos pueblos de España. Durante su estancia
en Nueva York, mientras vivió en la Universidad de Columbia,
Federico había tenido la oportunidad de observar una vigorosa
tradición de teatro no profesional; de ahí, quizás, proviene la idea
de dar un nuevo impulso al teatro universitario que había florecido
en España siglos antes.
La historia comienza en noviembre de 1931, según su amigo, el
diplomático Carlos Morla Lynch: “Muy entrada la noche irrumpe
Federico en la tertulia con impetuosidades de ventarrón... Se trata
de una idea nueva que ha surgido, con la violencia de una erupción,
en su espíritu en constante efervescencia. Concepción seductora de
vastas proporciones: construir una barraca —con capacidad para 400
personas―, con el fin de ‘salvar al teatro español’ y de ponerlo al
alcance del pueblo. Se darán, en el galpón, obras de Calderón de la
Barca, de Lope de Vega, comedias de Cervantes... Resurrección de la
farándula ambulante de los tiempos pasados... Aquí Federico se
encumbra a las nubes. –Llevaremos –dice– La Barraca a todas las
regiones de España; iremos a París, a América..., al Japón...” [En
España con Federico García Lorca, pp. 12-128]
Dos aspectos de la experiencia de Federico García Lorca con La
Barraca fueron decisivos para su carrera como dramaturgo: le
permitió aprender el oficio de director de escena y le expuso a un
público nuevo, ajeno a la “burguesía frívola y materializada” de
Madrid. En sus viajes por el campo soñó con representar el teatro
clásico ante “el pueblo más pueblo”, un público “con camisa de
esparto frente a Hamlet, frente a las obras de Esquilo, frente a
todo lo grande”. Estaba convencido de que “lo burgués está acabando
con lo dramático del teatro español... está echando abajo uno de los
dos grandes bloques que hay en la literatura dramática de todos los
pueblos: el teatro español”. Esta nueva visión del público debió de
afectar profundamente el alcance que intentó dar a su propio teatro
durante los últimos años de su vida
BUENOS AIRES Y MONTEVIDEO
En el verano de 1933, mientras Federico
hacía una gira con La Barraca, la compañía de Lola Membrives estrenó
en Buenos Aires Bodas de sangre. Tal fue el éxito de la tragedia
lorquiana que Membrives y su marido, el empresario Juan Reforzo, le
invitaron a Buenos Aires, donde dirigió una nueva producción y leyó
una serie de conferencias sobre el arte español en la sociedad
Amigos del Arte.
Durante los seis meses que pasó en Buenos Aires y Montevideo (entre
octubre de 1933 y marzo de 1934), Lorca dirigió no sólo Bodas de
sangre, sino también Mariana Pineda, La zapatera prodigiosa, el
Retablillo de don Cristóbal y, aprovechando su experiencia con La
Barraca, una adaptación de La dama boba , de Lope de Vega. En cartas
a su familia, expresó su asombro por el éxito de estas obras y por
su creciente popularidad entre el público bonaerense: “Buenos Aires
tiene tres millones de habitantes pero tantas, tantas fotografías
han salido en estos grandes diarios que soy popular y me conocen por
las calles”.
Un periodista de aquella época aludió a lo mismo: “García Lorca en
la terraza. García Lorca en el piano. García Lorca entre telones.
García Lorca en una peña. García Lorca recitando. García Lorca
poniéndose la corbata. García Lorca aprendiendo a cebar mate. García
Lorca firmando una foto. Y a todo esto, en medio de todo esto, como
consecuencia fisiológica de todo esto, García Lorca mirándose las
manos, golpeándose la frente, escondiéndose por aquí, huyendo por
allá, sin saber el pobre muchacho qué hacer ni dónde meterse para
esquivar los golpes del asalto del periodista, del fotógrafo, del
dibujante, del empresario, del admirador”.
En enero de 1934, el mismo periodista bonaerense había seguido a
Federico a Montevideo, con la esperanza de entrevistarle. Éste se
sentía “secuestrado”, primero por la sociedad porteña y luego por
Lola Membrives, que le había encerrado en un cuarto de hotel de
aquella ciudad para que a marchas forzadas terminara Yerma, la obra
que le había prometido para la siguiente temporada. Al final, el
periodista lo encontró, con paso “leve, fugaz”, intentando esquivar
a otras personas, en un túnel debajo del hotel donde se alojaba:
“―¡Por favor…! No me pida usted que cante.
―No, señor.
―No me pida que recite.
―No, señor.
―No me pida que toque el piano
―No, señor.
―No me pida que le lea los dos actos que creo que he terminado de mi
nuevo drama Yerma.
―No, señor.
―Ni un trocito de mi camiseta de marinero.
―No, señor.
―Y sobre todo, ¡por lo que más quiera!, no me pida que le escriba un
pensamiento…”
Su estancia triunfal en Buenos Aires y Montevideo constituyó una
revelación: el joven dramaturgo se dio cuenta de que su obra podía
interesar a un vasto público fuera de España; de que podía hacer
carrera en el teatro, y de que, como dramaturgo, no se quedaría
nunca a merced de los empresarios madrileños. Bodas de sangre
alcanzó más de ciento cincuenta representaciones en Buenos Aires.
Gracias a ello, Federico García Lorca logró, por fin, su
independencia económica. Como el viaje a Cuba en 1930, el viaje a
Argentina le deparó una serie de amistades nuevas, entre ellas: los
poetas Pablo Neruda, Juana de Ibarbourou y Ricardo Molinari; el
escritor mexicano Salvador Novo, y el crítico Pablo Suero
ÚLTIMOS AÑOS
Cuando Federico García Lorca volvió de
Buenos Aires, en abril de 1934, contaba 36 años y le quedaban poco
más de dos de vida. Vivió ese tiempo de manera intensísima: terminó
nuevas obras (Yerma, Doña Rosita la Soltera, La casa de Bernarda
Alba y Llanto por Ignacio Sánchez Mejías); revisó libros ya escritos
(Poeta en Nueva York, Diván del Tamarit y Suites); hizo una larga
visita a Barcelona para dirigir sus obras, leer sus poemas y dar
alguna conferencia, y meditó con ilusión sobre proyectos futuros,
que iban desde una versión musicalizada de sus Títeres de Cachiporra
a dramas sobre temas sexuales, sociales y religiosos.
Entre 1934 y 1936 dirigió sus esfuerzos, en gran medida, a la
renovación del teatro español, con su propia obra y a través de La
Barraca y de la organización de clubes teatrales —como el Anfistora,
fundado por Pura Maortua de Ucelay— y agrupaciones que debían
estrenar obras, clásicas o modernas, que hubieran sido ignoradas por
el teatro comercial. Con gran vehemencia reclamó una “vuelta a la
tragedia” y al teatro de contenidos sociales candentes.
En sus entrevistas y declaraciones de 1934 a 1936, insistió Lorca,
más que nunca, en la responsabilidad social del artista,
especialmente en la del dramaturgo, pues éste podía “poner en
evidencia morales viejas o equivocadas”. Se entregó, como siempre, a
la creación poética, pero su poesía “se levanta de la página” y,
desde el escenario, llega a un público más amplio. En una velada en
el Teatro Español, en que Margarita Xirgu ofreció a los actores de
Madrid una representación especial de Yerma, salió al escenario
Federico para defender su visión del teatro de “acción social”: “Yo
no hablo esta noche como autor ni como poeta, ni como estudiante
sencillo del rico panorama de la vida del hombre, sino como ardiente
apasionado del teatro y de su acción social. El teatro es uno de los
más expresivos y útiles instrumentos para la educación de un país y
el barómetro que marca su grandeza o su descenso. Un teatro sensible
y bien orientado en todas sus ramas, desde la tragedia al vodevil,
puede cambiar en pocos años la sensibilidad de un pueblo; y un
teatro destrozado, donde las pezuñas sustituyen a las alas, puede
achabacanar a una nación entera. El teatro es una escuela de llanto
y de risa y una tribuna libre donde los hombres pueden poner en
evidencia morales viejas o equivocadas y explicar con ejemplos vivos
normas eternas del corazón y el sentimiento del hombre”.
Mientras pronunciaba Federico estas palabras, Yerma era atacada por
la prensa de derechas como obra “inmoral” y “pornográfica”. No se
apocó Lorca. Insistió en la autoridad oral y estética que debían
compartir el dramaturgo y los actores y esperaba “luchar para seguir
conservando la independencia que me salva... Para calumnias,
horrores y sambenitos que empiecen a colgar sobre mi cuerpo, tengo
una lluvia de risas de campesino para mi uso particular”.
El ambiente de Madrid, en estos dos años, se había vuelto cada vez
más intolerante y violento: España parecía irremediablemente abocada
a una guerra civil
LA MUERTE
En mayo de 1936 un periódico madrileño
publicaba una brevísima nota sobre los proyectos de Federico García
Lorca. El poeta estaba a punto de cumplir 38 años. Casi había
terminado su “drama de la sexualidad andaluza”, La casa de Bernarda
Alba. Llevaba “muy adelantada” una comedia sobre temas políticos –la
llamada Comedia sin título o El sueño de la vida– y estaba
trabajando en una obra nueva titulada Los sueños de mi prima
Aurelia, elegía de su niñez en la vega de Granada. Planeaba otro
viaje a América, esta vez a México, donde esperaba reunirse con
Margarita Xirgu. Estaba, pues, rebosante de proyectos, con la
sensación de que en el teatro no era más que un “novel”: “Yo no he
alcanzado un plano de madurez aún... Me considero todavía un
auténtico novel. Estoy aprendiendo a manejarme en mi oficio… Hay que
ascender por peldaños... Lo contrario es pedir a mi naturaleza y a
mi desarrollo espiritual y mental lo que ningún autor da hasta mucho
más tarde... Mi obra apenas está comenzada”.
La situación política en Madrid, y en toda España, se había vuelto
insostenible. Se hablaba de la posibilidad de un golpe miliar y en
las calles de la capital se vivieron numerosos actos de violencia,
desde la quema de iglesias hasta los asesinatos políticos.
Aunque Federico García Lorca detestaba la política partidaria y
resistió la presión de sus amigos para que se hiciera miembro del
Partido Comunista, era conocido como liberal y sufrió con frecuencia
las arremetidas de los conservadores por su amistad con Margarita
Xirgu o con el ministro socialista Fernando de los Ríos. La
popularidad de Lorca y sus numerosas declaraciones a la prensa sobre
la injusticia social, le convirtieron en un personaje antipático e
incómodo para la derecha: “El mundo está detenido ante el hambre que
asola a los pueblos. Mientras haya desequilibrio económico, el mundo
no piensa. Yo lo tengo visto. Van dos hombres por la orilla de un
río. Uno es rico, otro es pobre. Uno lleva la barriga llena, y el
otro pone sucio el aire con sus bostezos. Y el rico dice: ‘¡Oh, qué
barca más linda se ve por el agua! Mire, mire usted el lirio que
florece en la orilla’. Y el pobre reza: ‘Tengo hambre, no veo nada.
Tengo hambre, mucha hambre’. Natural. El día que el hambre
desaparezca, va a producirse en el mundo la explosión espiritual más
grande que jamás conoció la humanidad. Nunca jamás se podrán figurar
los hombres la alegría que estallará el día de la gran revolución.
¿Verdad que te estoy hablando en socialista puro?” [Entrevista en La
Voz, Madrid, 7 de abril de 1936].
Intuyendo que el país estaba al borde de la guerra, Lorca decidió
marcharse a Granada para reunirse con su familia. El día 14 de julio
llegó a la Huerta de San Vicente y cuatro días más tarde celebró con
ellos la festividad de San Federico.
El 17 de julio estalló en Marruecos la sublevación militar contra la
República, y desde Canarias, Francisco Franco proclamó el Alzamiento
Nacional. Para el día 20, el centro de Granada estaba en manos de
las fuerzas falangistas. Durante la revuelta, el cuñado de Federico,
Manuel Fernández-Montesinos, marido de su hermana Concha y alcalde
de la ciudad, fue arrestado en su despacho del Ayuntamiento; al cabo
de un mes fue fusilado a mano de los rebeldes.
Dándose cuenta de que sería peligroso quedarse en la Huerta de San
Vicente, Federico sopesó, con su familia, varias alternativas:
intentar llegar a la zona republicana; instalarse en casa de su
amigo Manuel de Falla, cuyo renombre internacional parecía ofrecerle
protección, o alojarse en casa de la familia Rosales, en el centro
de la ciudad. Esta última opción fue la que escogió Lorca, pues
tenía una relación de confianza con dos de los hermanos del poeta
Luis Rosales, que eran destacados falangistas.
La tarde del 16 de agosto de 1936, Lorca fue detenido en casa de los
Rosales por Ramón Ruiz Alonso, un ex diputado de la CEDA, derechista
fanático, que sentía un profundo odio por Fernando de los Ríos y por
el poeta mismo. Según Ian Gibson, biógrafo de Federico, se sabe que
esta detención “fue una operación de envergadura. Se rodeó de
guardias y policías la manzana donde estaba ubicada la casa de los
Rosales, y hasta se apostaron hombres armados en los tejados
colindantes para impedir que por aquella vía tan inverosímil pudiera
escaparse la víctima [Federico García Lorca, vol. II, p. 469]
Lorca fue trasladado al Gobierno Civil de Granada, donde quedó bajo
la custodia del gobernador, el comandante José Valdés Guzmán. Entre
los cargos contra el poeta –según una supuesta denuncia, hoy perdida
y firmada por Ruiz Alonso– figuraban el “ser espía de los rusos,
estar en contacto con éstos por radio, haber sido secretario de
Fernando de los Ríos y ser homosexual [Federico García Lorca, vol.
II, p. 476]. Fueron infructuosos los varios intentos de salvar al
poeta por parte de los Rosales y, más tarde, por Manuel de Falla.
Según Gibson, “hay indicios de que, antes de dar la orden de matar a
Lorca, Valdés se puso en contacto con el general Queipo de Llano,
jefe supremo de los sublevados de Andalucía”.
Sea como fuere, el poeta fue llevado al pueblo de Víznar junto con
otros detenidos. Después de pasar la noche en una cárcel
improvisada, lo trasladaron en un camión hasta un lugar en la
carretera entre Víznar y Alfacar, donde lo fusilaron antes del
amanecer.
Aunque no se ha podido fijar con certeza la fecha de su muerte,
Gibson supone que ocurrió en la madrugada del 18 de agosto de 1936.
En documentos oficiales expedidos en Granada puede leerse que
Federico García Lorca “falleció en el mes de agosto de 1936 a
consecuencia de heridas producidas por hecho de guerra”.
Publicado en
http://www.garcia-lorca.org/Federico/Biografia.aspx
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