POEMAS ESCRITOS EN LA ALHAMBRA
En
el mundo nazarí, tanto en los objetos de prestigio como muchos de los que se
empleaban para uso cotidiano, solían adornarse con epígrafes de alabanza a Dios
así como composiciones poéticas que contribuía a ensalzar la belleza de los
mismos.
También era
frecuente su utilización epigráfica en su arquitectura. Paredes,
hornacinas, arcos y fuentes de la Alhambra, sobre todo en el área palaciega, nos
ofrecen miles de ejemplos de incuestionable singularidad. Además de la frase "Solo Dios es
vencedor" que dijera el fundador de la dinastía Zawi ben Zirí cuando
conquistó la ciudad de Granada, hallamos en escritura cursiva y cúfica poemas
de Ibn al Yayyab (1274-1349), Ibn al-Jatib (1313-1375) o Ibn Zamrak (1333-1393)
Dejamos aquí
algunos ejemplos:
ÍNDICE
DE POEMAS ESCRITOS EN LA ALHAMBRA
Poema de la taza de la
fuente de los leones
Tercer poema en la Torre de la Cautiva
Poema de la Puerta de Comares
Poema de la fuente del jardín de Daraxa
Poema del arco de entrada al mirador de Daraxa
Poema del arco de entrada al
mirador de Daraxa
Poema de la sala de Dos Hermanas
Poema de la hornacina derecha en el pórtico norte del
Generalife
Poema en la taza de la Fuente del
Patio de los Leones
Poema de la hornacina derecha del
pórtico norte del Generalife
POEMA EN LA
TAZA DE LA FUENTE DEL PATIO DE LOS LEONES
Bendito sea Aquél que otorgó al imán Mohamed
las bellas ideas para engalanar sus mansiones.
Pues, ¿acaso no hay en este jardín maravillas
que Dios ha hecho incomparables en su hermosura,
y una escultura de perlas de transparente claridad,
cuyos bordes se decoran con orla de aljófar?
Plata fundida corre entre las perlas,
a las que semeja belleza alba y pura.
En apariencia, agua y mármol parecen confundirse,
sin que sepamos cuál de ambos se desliza.
¿No ves cómo el agua se derrama en la taza,
pero sus caños la esconden enseguida?
Es un amante cuyos párpados rebosan de lágrimas,
lágrimas que esconde por miedo a un delator.
¿No es, en realidad, cual blanca nube
que vierte en los leones sus acequias
y parece la mano del califa, que, de mañana,
prodiga a los leones de la guerra sus favores?
Quien contempla los leones en actitud amenazante,
(sabe que) sólo el respeto (al Emir) contiene su enojo.
¡Oh descendiente de los Ansares, y no por línea indirecta,
herencia de nobleza, que a los fatuos desestima:
Que la paz de Dios sea contigo y pervivas incólume
renovando tus festines y afligiendo a tus enemigos!»
A tan diáfano tazón,
tallada perla,
por orlas el aljófar remansado,
y va entre margaritas el argento,
fluido y también hecho blanco y puro.
Tan afín es lo duro y lo fluyente
que es difícil saber cuál de ellos fluye
TERCER POEMA EN LA TORRE DE LA
CAUTIVA
Cuenta una leyenda de la
Alhambra que Doña Isabel de Solís, hija del comendador Sancho
Jiménez de Solís, fue hecha prisionera por los servidores de rey Muley Hacén (del que toma nombre el pico Mulhacén, en Sierra Nevada)
y llevada a esta torre, en la que estuvo presa. Era tal su belleza,
que el sultán se enamoró de ella convirtiéndola en su esposa
principal.
La sultana Aixa, hasta entonces la
primera dama de la Corte, presa de
celos, enemistó al rey con su hijo Boabdil, que le arrebató el trono
a su padre. La Torre de la Cautiva, toma el nombre de este
acontecimiento.
|
Esta obra ha venido a
engalanar la Alhambra;
es morada para los pacíficos y para los guerreros;
Calahorra que contiene un palacio.
¡Di que es una fortaleza y a la vez una mansión para la alegría!
Es un palacio en el cual el esplendor está repartido
entre su techo, su suelo y sus cuatro paredes;
en el estuco y en los azulejos hay maravillas,
pero las labradas maderas de su techo aún son más extraordinarias;
fueron reunidas y su unión dio lugar a la más perfecta
construcción donde ya había la más elevada mansión;
parecen imágenes poéticas, paranomasias y trasposiciones,
los enramados e incrustaciones.
Aparece ante nosotros el rostro de Yusúf como una señal
es donde se han reunido todas las perfecciones.
Es de la gloriosa tribu de Jazray cuyas obras en pro de la religión
son como las aurora cuya luz aparece en el horizonte.
POEMA DE LA PUERTA DE COMARES
Soy corona en la frente de mi
puerta: envidia al Occidente en mí el Oriente.
Al-Gani billah mándame que aprisa paso dé a la victoria apenas llame.
Siempre estoy esperando ver el rostro del rey, alba que muestra el horizonte.
¡A sus obras Dios haga tan hermosas!
POEMA DE LA FUENTE DEL JARDÍN DE DARAXA
Yo soy un orbe de agua que se
muestra a las criaturas diáfano y transparente una gran Océano cuyas riberas son labores selectas de mármol escogido y cuyas aguas, en forma de perlas, corren sobre un inmenso hielo
primorosamente labrado.
Me llega a inundar el agua, pero yo, de tiempo en tiempo, voy desprendiéndome del transparente velo con que me cubre. Entonces yo y aquella parte del agua que se desprende desde los bordes
de la fuente, aparecemos como un trozo de hielo, del cual parte
se liquida y parte no se liquida.
Pero, cuando mana con mucha abundancia, somos sólo comparables a un
cielo tachonado
de estrellas. Yo también soy una concha y la reunión de las perlas son las gotas, semejantes a las joyas de la diestra mano que un artífice colocó en la corona de Ibn Nasr del que, con solicitud, prodigó para mí los
tesoros de su erario.
Viva con doble felicidad que hasta el día el solicito varón de la
estirpe de Galib, de los hijos de la prosperidad, de los venturosos, estrellas resplandecientes de la bondad, mansión deliciosa de la
nobleza.
De los hijos de la cabila de los Jazray, de aquellos que proclamaron la
verdad y ampararon al Profeta.
El ha sido nuevo Sa'd que, con sus amonestaciones, ha disipado y
convertido en luz todas las tinieblas y constituyendo a las comarcas en una paz estable ha hecho prosperar a
sus vasallos.
Puso la elevación del trono en garantía de seguridad a la religión y a
los creyentes.
Y a mí me ha concedido el más alto grado de belleza, causando mi forma
admiración a los sabios.
Pues nunca se ha visto cosa mayor que yo, en Oriente ni en Occidente ni en ningún tiempo alcanzó cosa semejante a mí, rey alguno, en el extranjero ni en la Arabia.
POEMA DEL ARCO DE LA ENTRADA AL MIRADOR DE
DARAXA
Cada una de las artes me he
enriquecido con su especial belleza
y dotado de su esplendor y
perfecciones.
Aquel que me ve juzgue por mi hermosura
de la esposa que se dirige a
este vaso y le pide sus favores.
Cuando el que me mira contempla atentamente mi hermosura
se engaña la
mirada de sus ojos con una apariencia.
Pues al mirar a mi espléndido fondo cree que la luna llena tiene aquí
fija su morada habiendo abandonado sus mansiones por las mías.
No estoy sola, pues desde aquí contemplo un jardín admirable.
No vieron los ojos cosa semejante a él.
Este es el palacio de cristal; sin embargo, ha habido quien al verlo
le ha juzgado un océano proceloso
y conmovido.
Todo esto lo construyó el Imán Ibn Nasr*; sea Dios guardián para los demás reyes de su grandeza.
Sus ascendientes en la antigüedad alcanzaron mayor elevación pues ellos hospedaron al Profeta y sus deudos.
(*)El Imán Ibn Nasr es
Mohamed V.
POEMA DE LA SALA DE LAS DOS HERMANAS
Jardín yo soy que la belleza
adorna:
sabrá mi ser si mi hermosura miras.
Por Mohamed, mi rey, a par me pongo
de lo más noble que será y ha sido.
Obra sublime, la fortuna quiere
que a todo momento sobrepase.
¡Cuanto recreo aquí para los ojos!
Sus anhelos el noble aquí renueva.
Las Pléyades les sirven de amuleto;
la brisa la defiende con su magia.
Sin par luce una cúpula brillante,
de hermosuras patente y escondidas.
Rendido de Géminis la mano;
viene con ella a conversar la Luna.
Incrustarse los astros allí quieren,
sin más girar en la celeste rueda,
y en ambos patios aguardar sumisos,
y servirle a porfía como esclavas:
No es maravilla que los astros yerren
y el señalado límite traspasen,
para servir a mi señor dispuestas,
que quien sirve al glorioso gloria alcanza.
El pórtico es tan bello, que el palacio
con la celeste bóveda compite.
Con tan bello tisú lo aderezaste,
que olvido pones del telar del Yemen.
¡Cuántos arcos se elevan en su cima,
sobre las columnas por la luz ornadas,
como esferas celestes que voltean
sobre el pilar luciente de la aurora!
Las columnas en todo son tan bellas,
que en lenguas, corredora, anda su fama:
lanza el mármol su clara luz, que invade
la negra esquina que tiznó la sombra;
irisan sus reflejos, y dirías
son, a pesar de su tamaño, perlas.
Jamás vimos jardín más floreciente,
de cosecha más dulce y más aroma.
Por permiso del juez de la hermosura
paga, doble, el impuesto en alcázar más excelso,
de contornos más claros y espaciosos.
Jamás dos monedas,
pues si, al alba, del céfiro en las manos
deja dracmas de luz, que bastarían,
tira luego en lo espeso, entre los troncos,
dobles de oro de sol, que lo engalanan.
Le enlaza el parentesco a la victoria:
Sólo el Rey este linaje cede.
POEMA DE LA HORNACINA DERECHA DEL PÓRTICO NORTE DEL
GENERALIFE
En las construcciones árabes
existían unas hornacinas o nichos, a forma de alacenas, en las que se
depositaban objetos como el corán o jarras con agua en su interior. Un poema
escrito en el alfiz de una de ellas en los jardines del Generalife, dice:
Taca en la puerta del salón más
feliz
para servir a Su Alteza en el mirador.
Por Dios, qué bella es alzada
a la diestra del rey incomparable!
Cuando en ella aparecen los vasos de agua,
son como doncellas subidas a lo alto.
Regocíjate con Ismail, por quien
Dios te ha honrado y hecho feliz.
¡Subsista por él el Islam con fortaleza
tan poderosa, que sea la defensa del trono!
(*)Al-Gani billah: El vencedor por Dios,
sobrenombre tomado por Mohamed V tras
la victoria de Algeciras en 1369.
UN ASCETA EN LA CORTE NAZARÍ
José Miguel Puerta Vílchez
Los siete misterios de los
sentidos, la imaginación y la creatividad
Versión española del
original árabe presentado
en Damasco el 22 de abril de 2001
Durante
la agotadora ascensión a la Sabika, Ibn Yaafar al-Qunyi se encontraba
inmerso en un profundo estado de estupor del que no se había desprendido
desde su regreso, la noche anterior, del viaje a Oriente que estuvo a punto
de arrancarlo de su lugar de origen para siempre.
Sólo había podido
descansar un par de horas en un pequeño catre del funduq situado en el zoco
de la medina. El mayordomo de nuestro señor el sultán se presentó al
amanecer para despertar al peregrino retornado y conducirle ante el Príncipe
de los Creyentes. Después de más de tres décadas de ausencia, al-Qunyi ya no
era aquel joven que un día abandonó Iqlím Garnata (el Valle de Lecrín) para
buscar la Fuente del Sol y el Esplendor, o quizás huyendo de la necedad y
arbitrariedades de algunos potentados. Ahora, ahí montado en la acémila del
mayordomo del sultán en dirección a la Sabika, siente que el mundo enderedor
es mucho más extraño que nunca.
¿De qué sirve regresar a
una ciudad que se ha transformado en una gran urbe en cuyos angostos barrios
amurallados bullen ingentes bandadas de almas llegadas de todos los rincones
del mundo habitado huyendo de la maldita epidemia de peste que acaba de
extenderse incluso hasta el reducto de los Banú Nasr, según fue informado
al-Qunyi en Ifriqiyya cuando se disponía a embarcarse rumbo a al-Andalus?
¡Qué desgraciado es quien no se libera de la perpetua nostalgia del origen y
las raíces!
El alocado ajetreo que había en
su antigua ciudad lo tenía desconcertado, ya que, junto con las idas y
venidas de la gente por los zocos y el correr de hombres, mujeres y niños
trasladando enfermos a hospitales y casas, dentro del estado de movilización
general decretado en el reino, para combatir la epidemia, se movían por
todos los rincones de Granada grupos no habituales de soldados y hombres
armados. Le sorprendieron, de igual modo, los trabajos de construcción
extendidos por doquier, principalmente en la colina de la Sabika, de la que
sólo conocía en su juventud las murallas y algunas torres de la Alcazaba,
más unas pocas y modestas edificaciones contiguas. En esta fría mañana, Ibn
Yaafar se quedó impresionado por el cúmulo de elevadas torres que
despuntaban sobre aquel límpido cielo.
Y le
asaltó una contradictoria sensación de temor y orgullo ante la grandeza que
adquiría su pequeña ciudad, tantas veces desangrada en el lodazal de la
guerra civil. La acémila se detuvo para recuperar el aliento bajo la Puerta
de la Xaria (de la Justicia). Su anciano viajero lanzó una mirada de
perplejidad y asombro frente a tamaña construcción.
El
mayordomo de su majestad abrió por primera vez la boca para indicar: “Nos
apuramos en concluir la gran puerta con el fin de honrar nuestro glorioso
credo coincidiendo con la inminente efemérides de la Natividad del Profeta
–Dios le bendiga y salve-“. Al-Qunyi se demoró leyendo la inscripción
grabada con una elegante y esbelta caligrafía árabe sobre tres anchas lozas
de mármol, mientras que tres obreros se aplicaban en dejarla bien fijada en
el arco de entrada junto a los símbolos de la mano y la llave protectores
del lugar:
Ordenó
construir esta puerta, llamada Bab al-Xari`a -¡Dios haga
venturosa con ella la Ley del Islam y en motivo de gloria
permanente a través de los tiempos la convierta!-, nuestro señor
el Príncipe de los Musulmanes, el sultán justo y combatiente Abu
l-Hayyay Yusuf, hijo de nuestro señor el sultán venerado y
combatiente Ibn al-Walid b. Nasr -¡Dios recompense en el Islam
sus obras virtuosas y acepte sus esforzadas hazañas [por la
causa de Dios]!-. Y esto pudo concluirse en el mes del excelso
Nacimiento del año 749 [30 de mayo-28 de junio de 1348]. ¡Que
Dios en dispositivo protector la transforme y entre las eternas
obras pías la consigne! |
Nada más reanudar Ibn
Yaafar la marcha a lomos de la montura del mayordomo de palacio para
penetrar por la Puerta de la Justicia, su mirada se encontró con la de un
hombre de baja estatura, igual que él, y de semejante edad y facciones, que
dejó en el acto de impartir indicaciones a los obreros que colocaban la
inscripción para lanzarse, con lágrimas en los ojos, a besar los pies del
peregrino retornado:
– ¿Eres tú en verdad?
¿Eres tú, Abú `Abd Allah Ibn Yaafar, asceta de Cónchar del Valle de Lecrín?
¡Ay, mi querido hermano errante, había perdido cualquier esperanza de volver
a verte antes de abandonar este mundo!
Ibn Yaafar estrechó
en sus brazos a aquel hombre, y ambos marcharon a pie en dirección a
palacio. Recuerdos de una infancia y adolescencia comunes en la escuela
coránica, en el campo y en las callejuelas del Albaycín bullían en sus
corazones. Al-Qunyi contó a su entrañable par, Ridwán el geómetra, con una
economía de palabras desacostumbrada en él cuando eran jóvenes, que el
Todopoderoso le había permitido cumplir con el deber de la peregrinación y
que el destino le había deparado una tranquila y fructífera estancia en
tierras del Xám y Egipto, donde siguió las enseñanzas de los más eminentes
maestros de la época, como Tay al-Din Ibn Ata’ Allah de Alejandría, y que se
hizo hortelano para ganarse el pan de una esposa y una hija y para adorar al
Creador contemplando las maravillas de su creación.
El mayordomo despidió
al asceta de Cónchar ante una pequeña entrada con arco por la que un
instante antes había desaparecido el geómetra Ridwán agachándose levemente.
“Volveré después de la oración de mediodía para que comparezcas ante nuestro
señor el sultán, a quien Dios dé la Victoria”, dijo el enviado del rey a su
anciano huésped. Al-Qunyi movió la cabeza en señal de aprobación y
despedida, y entró en la casa del geómetra situada entre la medina que había
crecido en la Sabika y el palacio real en construcción. Al entrar, Ibn
Yaafar se quedó asombrado con el espectáculo: cientos de bocetos y dibujos
geométricos de todas las formas y tamaños cubrían las paredes y una larga
tarima dispuesta en el centro de una amplia habitación iluminada por
delicadas celosías cenitales
– ¿Todavía sigues, mi
pobre amigo, perdido en esos juegos de figuras y colores?
Exclamó al-Qunyi con
cariño, mientras volvía a contemplar, después de toda una vida, aquel brillo
que emanaba de los ojos de su amigo Ridwán en los instantes de dicha y
creación. El geómetra se apresuró a mostrarle al amigo errante sus últimos
diseños: una variada serie de estrellas geométricas pensadas para
representar los siete cielos mencionados en el Libro Sagrado y construir la
gran cúpula de madera del Salón del Trono de nuestro señor Abú l-Hayyay
Yúsuf, Príncipe de los Creyentes. Ridwán estaba realmente obsesionado con la
idea. Fue extendiendo hoja tras hoja ante los ojos de Ibn Yaafar y, sin
dejar que el compañero recuperado terminase de relatar su periplo a Oriente,
se lanzó a explicar:
– ¡Mi querido amigo
asceta y peregrino! Bien sabes que durante toda la vida me he esforzado en
extraer las más bellas formas ocultas en la creación del Todopoderoso. Pero,
hoy, hoy mismo, puedo anunciarte que por fin he alcanzado la meta con que
tanto soñé. El Altísimo se ha apiadado de mí con las sutiles ideas de su
inspiración. ¡Fíjate! Primero, concebí las figuras geométricas de todas las
estrellas del cielo. La tarea ha estado a punto de acabar conmigo. Nuestros
maestros tenían una aquilatada experiencia en el arte de la geometría y no
es en absoluto sencillo descubrir nuevas composiciones equilibradas,
armoniosas y bellas. Observa, mi querido hermano: ¡por primera vez me he
atrevido a diseñar una obra geométrica completa utilizando tipos de
estrellas de distinto número de ángulos
He dibujado estrellas
de dieciséis con diversa traza junto con estrellas de ocho, igualmente de
diferente traza, para representar los siete niveles de estrellas dentro de
un conjunto celeste uno e integrado. Por lo que yo sé, ningún geómetra lo
había realizado con anterioridad. Y lo que es más importante aún, comprueba
cómo he transformado el orden geométrico requerido matemáticamente en los
cuatro vértices de la cúpula, con la intención de dar forma al Árbol del
Universo
Sobre el que nuestro
maestro Abú Muhammad al-Rundi nos hablaba al comentar las palabras del
Altísimo: "¿No has visto cómo ha propuesto Dios como símil una buena
palabra, semejante a un árbol bueno, de raíz firme y copa que se eleva en el
aire, que da fruto en toda estación, con permiso de su Señor?" (Corán 14,
24-25). Es un hallazgo mío, quiero decir que he realizado un supremo
esfuerzo para insertar el Árbol del Universo en perfecta armonía formal y
cromática con la totalidad de estrellas del Salón del Trono.
Ibn Yaafar recordó
con nostalgia aquellos remotos días en la escuela, al tiempo que se le venía
a la mente la imagen
de un
manuscrito que vio en posesión de un asceta persa con el que se encontró en
Damasco antes de que el ansia de retorno a lo que todavía quedaba de
al-Andalus se apoderase definitivamente de su alma. Pero sin dar opción a
que su amigo Ibn Yaafar le preguntase si había tenido noticia de dicha
imagen dibujada del Árbol del Universo u otra similar, se apresuró el
geómetra a añadir:
– Lo
importante, entrañable hermano, es que nuestro señor Abú l-Hayyáy Yúsuf es
un imán piadoso y ha solicitado de mí que siga los textos de los Santos
Doctores (awliya’) para construir su gran qubba cual majestuosa
representación de la sagrada azora al-Mulk (del Dominio divino). Él es el
dueño de la idea, de la misma manera que es el dueño de nuestras vidas. Su
majestad me aconsejó asimismo culminar su cielo de madera con un cupulín que
resumiese las figuras y el colorido de la gran cúpula del Salón. Y así lo
hicimos. Ven, mira el resultado.
El
geómetra condujo a su antiguo amigo a una pieza contigua, donde Ibn Yaafar
no pudo reprimir una exclamación de asombro al contemplar un modelo
tridimensional de la cúpula, de menos de un metro cuadrado y en papel
dispuesto, con toda su belleza, sobre una mesa junto a la que se veía un
gastado camastro tirado en el suelo.
– Cada
color tiene su secreto celeste y lumínico –prosiguió aclarando el geómetra
Ridwán con entusiasmo-. Elegí, elegimos, el blanco, el rojo y el verde, en
sus diferentes tonalidades de más a menos luminosa, de acuerdo con las
descripciones que los Santos Doctores nos han transmitido a propósito del
paraíso celestial y la ascensión del Profeta. Como sabes, y como puedes ver,
la luz divina se propaga por el Universo iluminando y dando vida a todas las
criaturas. Empleé, empleamos, el blanco más puro y luminoso únicamente en el
centro y reservamos el blanco de nuez para los centros de las estrellas del
segundo nivel, bajo la cumbre del trono celeste, simbolizando el reflejo de
la luz divina en perpetua emanación. Los centros de las estrellas
secundarias representan la morada de los Bienaventurados, por lo que son
menos luminosas y radiantes que la que ocupa el Altísimo, alabado y
ensalzado sea. Los zafates del resto de las estrellas los pintamos con tres
tonalidades de rojo y otras tantas tonalidades de verde, interpretando las
enseñanzas de los Sabios Teósofos (al-muta’llihin) acerca de la naturaleza y
forma del Paraíso Celestial. El Creador, el Sublime, ha otorgado
generosamente a estos materiales preciosos las virtudes de la luz, la
perfección, el bien y la eternidad. Tú sabes mejor que yo que aquellos
Sabios abundaron en la comparación de las moradas y estancias del paraíso
celeste con las piedras preciosas, sobre todo con el rubí, el topacio y la
esmeralda. El resultado es impresionante, ¿no crees? ¡Y si vieses el techo
de verdad a punto de ser concluido...! ¡Figúrate, los lados de la base
cuadrada de la cúpula erigida en madera miden 11,30 metros y su altura
alcanza los 18,20! Es más, ¡el diámetro de las estrellas mayores del techo
es de 2,50 metros y se han empleado para construir la cúpula un total de
8.017 piezas, ni una más ni una menos! ¿Todo este diseño geométrico, con la
sublime y noble gama de conceptos que atesora, no es digno de decorar el
Salón del Trono de nuestro señor, el Príncipe de los Creyentes, en el seno
de la más prominente y célebre torre de nuestro tiempo que se eleva a más de
45 metros de altura?
Ibn
Yaafar esbozó una sonrisa sin pronunciar palabra alguna mientras que una
cascada de ideas contrapuestas se precipitaba en su interior y devastaba su
cuerpo añoso y encorvado. Recordó sus febriles lecturas de los capítulos
dedicados al Árbol del Universo, el Paraíso y la Ascensión Nocturna del
Profeta en todos aquellos tomos que había ido reuniendo con tesón durante su
segunda juventud en Damasco. Se había acostumbrado, entonces, a serenar su
espíritu y a gozar contemplando los astros en la inmensidad e infinitud del
firmamento divino, por lo que, a pesar de gustarle aquellos sugestivos
diseños que se afanaban por idear geómetras y artesanos, no podía sino
considerarlos una triste y pálida metáfora de los cielos creados por el
Todopoderoso. Durante sus tranquilas contemplaciones nocturnas en su huerto
damasceno, lo sorprendía a veces un poderoso deseo de expresarse con poemas,
o cantar y bailar, pero siempre domeñaba su pasión y se conformaba con su
íntima e intransferible experiencia contemplativa.
En ese
instante apareció el mayordomo, que con un ostensible gesto de su mano puso
fin a las cavilaciones de al-Qunyi apremiándole para dirigirse de inmediato
a palacio. Tras cruzar dos plazas, el mayordomo y el asceta peregrino
atravesaron la Calle Real y se adentraron en un laberinto de estrechos y
tortuosos pasillos separados entre sí por puertas sometidas a férrea
vigilancia. Los dos hombres llegaron a lo que debía de ser, a ojos de
al-Qunyi, un amplísimo patio en vías de construcción. Una vez que lo
hubieron recorrido, Ibn Yaafar se encontró en una sala de dimensiones,
elevación y solemnidad jamás vistas por él en su ya dilatada existencia. En
el interior se apaciguó el ruido de los albañiles, cuyos trabajos se
extendían por todos los rincones del palacio y de la Sabika, pero podía aún
distinguir el tropel de la soldadesca y lejanos gritos de espanto, que
al-Qunyi atribuyó a la amenaza de la plaga negra que se expandía hasta el
recinto de la propia residencia real. Enseguida apareció el rey sobre su
estrado en el centro del testero norte del Salón del Trono y
se quedó mirando detenidamente al rostro de Ibn Yaafar al-Qunyi. Luego, le
brindó el saludo y manifestó a su huésped el interés que sentía por las
cuestiones espirituales, interés que arreciaba en su corazón en aquellas
circunstancias extremadamente crudas que el destino había prescrito para
al-Andalus. Su majestad invitó a nuestro asceta a relatar las maravillas
conocidas durante su prolongado viaje, y no olvidó informar a al-Qunyi sobre
la presencia en tierras de Granada de un grupo de ascetas provenientes de
Jorasán, del país de los persas, y que el Glorioso y Majestuoso había tenido
a bien que la piedad, la ascesis y la mística se propagaran por su reino.
Al-Qunyi
había sido invitado en más de una ocasión a visitar ésta o aquélla corte en
Oriente y Occidente, y en semejantes circunstancias siempre se apoderaba de
él un oscuro sentimiento de prevención, cuidado y temor, y en su espíritu se
instalaba un hondo deseo de retornar a su pequeño huerto de la Campiña de
Damasco. Tras un corto silencio, Ibn Yaafar al-Qunyi satisfizo la petición
de Abú l-Hayyáy Yúsuf con su acostumbrada humildad y reverencia, y con
parquedad. Nada más terminar Ibn Yaafar su exposición, se adelantó el doble
visir Ibn al-Yayyáb, que era diez años menor que al-Qunyi y había logrado
congeniar sus ocupaciones políticas con sus viajes a Málaga en calidad de
activo seguidor del santón Abú Abd Allah al-Sáhili, y pidió permiso al
sultán para recitar la casida que él mismo había compuesto para ser grabada
en el Salón del Trono e ilustrar así al asceta de Cónchar retornado sobre
los nobles fines del Príncipe de los Creyentes. El sultán aplaudió la
iniciativa de su poeta oficial y ministro, quien comenzó acto seguido a
entonar:
Ella es la
Suprema Cúpula y nosotras somos sus hijas,
aunque el
favor y la gloria es a mí a quien pertenecen,
al ser yo,
sin duda, el corazón y ellas los miembros,
y en el
corazón es donde la fuerza del espíritu y el alma resplandece.
Si mis
hermanas son constelaciones en su cielo [de la Cúpula]
en mí, y no
en ellas, recae el honor de tener el sol.
Mi señor
Yúsuf, por Dios sustentado, me vistió
con ropas de
dignidad e indudable distinción,
convirtiéndome en trono del reino, cuya grandeza
se sustenta
gracias a la Luz, el Asiento y el Trono [divinos].
|
Mientras
escuchaba la voz algo estridente y ruda de Ibn al-Yayyáb, al-Qunyi elevó la
vista hacia la alta cúpula y se sintió intensamente sobrecogido por la
majestuosidad del lugar. Su mirada se detuvo ante un artesano que pintaba de
color blanco unos grandes caracteres labrados en la base de madera de la
cúpula y comenzó a leerlos, aunque enseguida balbuceó de memoria las santas
aleyas allí transcritas:
"¡Bendito sea Aquél en cuya mano está el dominio! Es
omnipotente. Es Quien ha creado la muerte y la vida para
probaros, para ver quién de vosotros es el que mejor se porta.
Es el Poderoso, el Indulgente. Es Quien ha creado los siete
cielos superpuestos. No ves ninguna contradicción en la creación
del Compasivo. ¡Mira otra vez! ¿Adviertes alguna falla? Luego,
mira otras dos veces: tu mirada volverá a ti cansada, agotada.
Hemos engalanado el cielo más bajo con luminares, de los que
hemos hecho proyectiles contra los demonios y hemos preparado
para ellos el castigo del fuego de la gehena".
|
En ese
momento se le reprodujeron a Ibn Yaafar ante sus ojos los luminosos y
maravillosos trazados geométricos de su amigo Ridwán, mezclándose en su
imaginación con la elevadísima cúpula de madera, que aguardaba aún la
esmerada y ardua tarea de pintura
Entonces,
sonrió Ibn Yaafar para sí comprendiendo a la perfección hasta qué punto se
habían materializado los sueños artísticos de su amigo Ridwán, transformado
ahora en comentarista geómetra del Libro Sagrado poseído por la fiebre del
arte. Ibn Yaafar dirigió la mirada, con un mínimo movimiento de cabeza,
hacia la parte superior del Salón y se encontró frente a frente con el
emblema de los Banú Nasr “Wa-lá gáliba illa Allah” (No hay vencedor sino
Dios), caligrafiado con monumentales letreros de yeso. No veía esta
inscripción desde su más remota juventud, pero jamás logró borrar los
dolorosos recuerdos que guardaba a ella vinculados. Después, bajó
ligeramente la vista y sus ojos se toparon con otras leyendas regias, de
espléndida apariencia pero de exagerada pretensión para el alma de nuestro
puntilloso faquir: “El socorro, el soporte divino y una clara victoria,
son de nuestro señor Abú l-Hayyáy, Príncipe de los Musulmanes”, “Gloria
a nuestro señor el sultán, el rey combatiente Abú l-Hayyáy, glorificado sea
su triunfo”, e inclinó completamente su cuerpo hacia el suelo, sin mirar
al rostro del sultán, aposentado frente a él sobre su trono. Segundos
después, Abú l-Hayyáy Yúsuf se percató de las ostensibles muestras de fatiga
de su anciano huésped y ordenó a su mayordomo hacerle obsequio de una copia
del tratado en verso sobre agricultura
– Nos
beneficiaremos, asimismo, de los carismas derivados de tu noble ascesis y de
tu sabio verbo, -añadió el rey mientras su mayordomo ayudaba a Ibn Yaafar a
ponerse en pie y abandonar el Salón del Trono.
A la
caída del sol de aquella preciosa tarde granadina, Ibn Yaafar decidió
proseguir su camino hacia la alquería de Cónchar de Iqlím Garnata y envió
una misiva de excusa al sultán Abú l-Hayyáy. Al-Qunyi temía que el
cansancio, la edad, la enfermedad y la ferocidad de la epidemia le
impidieran cumplir con el nebuloso propósito de su retorno: contemplar el
huerto de su juventud y purificar su alma antes de exhalar su último
suspiro.
El
geómetra Ridwán y el maestro Abú l-Barakát al-Balafiqui, de quien al-Qunyi
había tomado lecciones durante su corta estancia en Almería antes de partir
para el exilio, se unieron a la comitiva de Ibn Yaafar hacia el Valle de
Lecrín. Al-Qunyi acunaba en su interior un amor especial para ambos amigos,
cuya compañía alegró su penoso traslado a aquella antigua casa de piedra,
rodeada de limoneros y naranjos junto al río, que abandonase desde hacía una
eternidad. Al llegar la comitiva a Cónchar al amanecer, las gentes del lugar
recibieron calurosamente al peregrino y sus amigos, y los acompañaron a la
huerta de Ibn Yaafar. El descanso, los árboles del jardín todavía vivos en
su memoria, la sonora cadencia del agua del río, el sol, la pureza azul de
aquel cielo, devolvieron al asceta del Valle de Lecrín parte de su energía
natural perdida y se entregó a una desenfadada y apasionada conversación con
sus amigos durante el paseo que emprendieron por los campos de los
alrededores. Al-Qunyi observó que la aldea se había expandido un poco hacia
un empinado y rocoso barranco volcado sobre el río, y que la atalaya de
Cónchar y el fuerte de Dúrcal habían sido reconstruidos
Tomaron
asiento a la sombra de la modesta atalaya frente a las más maravillosas
vistas del Valle, que aparecía bajo ellos adornado de sembrados, colinas
verdes y diminutas aldeas blancas recostadas a los pies de la sierra, cuyas
cumbres ascendían hacia el cielo envueltas en su permanente y brillante
manto de nieve. Tras la contemplación, y recuperado el aliento, Ibn Yaafar
reanudó su encendida polémica con Ridwán:
– ... los
auténticos seguidores de la senda espiritual hacen de la
escritura una experiencia vital... Para ellos, la música (samá`)
es una vía unitiva y, cuando practican la poesía, lo hacen para
recrear el lenguaje y hallar nuevos caminos de expresión del ser
y su extinción en lo absoluto, – dijo el asceta.
– ¿Acaso
no sucede lo mismo con las artes de la geometría, la pintura o
la caligrafía? ¿Es que nosotros no hacemos también más bello el
mundo? –preguntó el geómetra.
– ¡Por
supuesto! El lenguaje de las formas visuales es un espejo capaz
de reflejar todas las ideas. Tú lo sabes mejor que yo. Pero lo
que no complace a mi corazón es el virtuosismo en artes creadas
para ensalzar a los reyes del mundo.
– El
artesano –objetó Ridwán– trabaja en beneficio de la fe. La
fuerza de nuestro señor el Príncipe de los Creyentes, es la
fuerza del Islam. En este preciso momento son muchos los
enemigos que acechan, y tú los sabes mejor que yo.
– Todos
los momentos son fugaces, efímeros –advirtió al-Qunyi–. Por
desgracia no existe en nuestro tiempo ni un solo monarca que
merezca considerarse Príncipe de los Creyentes.
– Nuestro
señor Abú l-Hayyáy Yúsuf es piadoso, es incluso un sabio
iniciado (`árif ), –repuso Ridwán–.
– Puede
que sea más piadoso y más sabio que sus antepasados, pero es
mortal y es en este mundo donde gobierna, por lo que se ve
abocado al error, a la injusticia. ¿Acaso no hay criaturas que
sufren en las cárceles de su palacio?
– La
propia Ley Revelada establece el castigo –respondió Ridwán–. Mi
señor es justo y el Islam entero se enorgullece de sus
edificaciones.
– Por muy
maravillosas y bellas que sean sus edificaciones –insistió
al-Qunyi– el sultán se empeña en estampar su nombre y el de su
familia por todas partes: arriba, abajo, a derecha, a izquierda,
al norte, al sur. Es tedioso, molesto, atenta contra la pureza
de espíritu, entorpece la contemplación. Quien libera el
sentimiento, su poesía, en su largo camino hacia la luz,
purifica su ser, lo pule, y es posible que se eleve hasta el
saber. Mas quien graba poemas en las paredes de los reyes no
busca más que la fama en este mundo, sea para él, para su señor,
o para ambos a la vez.
– Tú nunca
te atreviste a consagrar la vida a la poesía, la música, la
pintura... –observó el geómetra–.
– Es
cierto –dijo el faquir–. Cada uno tenemos nuestra debilidad. No
me siento capaz de afrontar ese reto... Pero eso sí, siempre
evité ofrecer mis pensamientos y mi palabra al servicio de quien
ejerce la tiranía o embauca a los débiles.
– Nuestro
señor el sultán no quiere ni pretende la mentira –concluyó
Ridwán–. Sólo desea enaltecer al Islam y guiar a los creyentes.
|
La noche
se cernió sobre el Valle de Lecrín. Al-Qunyi y sus dos compañeros volvieron
a casa, en silencio, bajo un sobrecogedor festival de estrellas destellando
en la cúpula celeste.
Ya
en su antigua cama, nuestro asceta se vio invadido de nuevo por un intenso
agotamiento hasta hundirse en un estado de inconsciencia del que no se
despertó al día siguiente. El faquir retornado se transformó en pura
Imaginación. En un aluvión de visiones más allá del tiempo y del espacio. El
asesinato de nuestro señor Abú l-Hayyáy Yúsuf durante la oración a manos de
un supuesto demente. Intensivos trabajos de construcción en la Sabika en los
que participaba el propio sucesor de Abú l-Hayyáy, el sultán Muhammad
al-Ganí bi-llah. Erección del Nuevo Mexuar, del Jardín Feliz, de los
Alixares, de cúpulas, de torres, de murallas.
Derrumbamiento
de los Alixares, de cúpulas, de torres, de murallas. El fantasma de las
multitudes por los palacios. Ascensión de la estrella del doble ministro Ibn
Zumrak, alumno y, más tarde, perseguidor de Ibn al-Jatíb. Edicto de al-Ganí
bi-llah contra los sufíes para erradicarlos de al-Andalus. Juicio en
rebeldía contra el doble ministro Lisán al-Din Ibn al-Jatíb bajo la
acusación de defender la idea de la unión hipostática en su Jardín del
conocimiento del amor supremo. Asimilación por parte de la Imaginación de
al-Qunyi, en su barzaj (limbo), del contenido de esta obra en un abrir y
cerrar de ojos.
Desconcierto de Ibn Yaafar ante la visión del doble ministro
Lisán al-Din enredado en todas las tareas políticas, diplomáticas y bélicas
del reino, en todos los asuntos graves o nimios del estado, y al mismo
tiempo componer un extenso tratado de `irfán. Tratado que aturde a al-Qunyi
por su abrumadora erudición y su carencia de calado existencial. Presencia
del gran sabio Ibn Jaldún junto a su amigo Ibn al-Jatíb en la Alhambra
durante la redacción del Jardín del conocimiento.
Retorno de su habitual y
luminosa sonrisa al rostro de nuestro faquir granadino y damasceno al
vislumbrar el espectro de Lisán al-Din corriendo en pos del dinero y
empeñado en construirse sus propios palacios. Sonrisa mezcla de ironía y
compasión de quien se ve a sí mismo en el barzaj por encima de todo lo
mediano y parcial. Estallido del más alto grado de estupefacción en el
corazón de al-Qunyi frente a los ciegos y salvajes rincones del alma humana
al contemplar al doble visir de Loja transformado en el doblemente asesinado
tras su ajusticiamiento, primero, en su exilio magrebí y la exhumación de su
cadáver, después, por parte de una embajada del sultán al-Ganí billah para
aplicarle la sentencia de muerte. Ante semejante escena, la repugnancia
vence a la Imaginación de nuestro asceta de Cónchar y se traslada, feliz, al
jardín del mundo superior.
Por la
tarde, Ridwán el geómetra, regresó a Granada para cumplir con sus deberes
decorativos, mientras que Abú l-Barakát al-Balafiqi retrasó unos días más su
vuelta a la corte, adonde llegó con los libros de al-Qunyi y con los papeles
que nunca le abandonaron desde que comenzó a escribir en ellos en su huerta
de Damasco. Abú l-Baraqát entregó a Lisán al-Dín Ibn al-Jatíb un puñado de
pliegos y los siete versos que él mismo compuso en honor a su amigo Ibn
Yaafar durante su primer encuentro en el puerto de Almería en vísperas de
partir:
1 A ti con corazón
que no gobierno me lamento,
corazón que sigue
un caprichoso sendero
2 y de continuo
varía su deseo:
esto lo inquieta,
esto lo toma, y luego deja aquello.
3 Lo que ahora lo
tranquiliza, lo amedrenta luego,
lo que a veces le
da confianza, la duda le siembra en otro momento.
4 Ora en soledad se
encuentra por aquello, ora en compañía se siente con esto,
unas veces no sé
qué lo serena, otras, se desasosiega por eso.
5 ¡Quien los Siete
Cielos superpuestos sostiene
que de la mano, oh
revelador de las luces, te tome!
6 Enfermedad a
causa del mundo y sus oropeles padece,
mas todo lo bueno
que sobre él diga le pertenece.
7 Aquel a quien el
hermoso recato corresponde,
y que durante tanto
tiempo protegió, ojalá que nunca se desmorone.
(Ibn la-Jatíb,
al-Ihata, III, p. 236). |
Después, el doblemente asesinado, Ibn al-Jatíb,
revisó los folios de al-Qunyi, de los que tomó algunas notas para componer
su Jardín, y le rindió homenaje mencionando sus hechos más notables y
recordando el título del compendio que un día reuniese las ideas emanadas de
su mano y de su corazón: Luces de alocuciones y misterios
El Collar
de la
Paloma
Por ti tengo celos hasta
de que te alcance mi mirada,
y temo que hasta el
tacto de mi mano te disuelva.
Por guardarme de esto,
evito encontrarme y
me propongo unirme
contigo mientras duermo.
Así, mi espíritu, si
sueño, está contigo,
separado de los miembros
corporales,
escondido y oculto, pues
para unirse contigo,
la unión de las almas es
mejor mil veces
que la unión de los
cuerpos.
Quisiera rajar mi
corazón con un cuchillo,
meterme dentro de él y
luego volver a cerrar mi
pecho,
para que estuvieras en
él y
no habitaras en otro,
hasta el día de la
resurrección y del juicio;
para que moraras en él
durante mi vida y, a mi muerte,
ocuparas las entretelas
de mi corazón en la tiniebla del sepulcro.
Me concediste un amor
que antes me negabas,
y me lo diste a manos
llenas.
Pero en ese instante ya
no tenía necesidad de él,
cuando, de dármelo
antes,
hubiera llegado a las
entretelas del corazón.
De nada sirve la
medicina
cuando se está a la
muerte,
y, en cambio, es útil
quien da un remedio
antes de la agonía.
Si mira, el que está
vivo muere por su mirada.
si habla, dirías que se
ablandan las piedras.
Es el amor como un
huésped
que hizo alto en mi
espíritu:
mi carne es su
alimento;
mi sangre, su bebida.
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