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-Me hacen Vds. reír con su
sencilla ignorancia respecto al hombre más grande y
más poderoso que ha existido en el mundo. ¡Si sabré
yo quién es Napoleón!, yo que le he visto, que le he
hablado, que le he servido, que tengo aquí en el
brazo derecho la señal de las herraduras de su
caballo, cuando... Fue en la batalla de Austerlitz:
él subía a todo escape la loma de Pratzen, después
de haber mandado destruir a cañonazos el hielo de
los pantanos donde perecieron ahogados más de cuatro
mil rusos. Yo que estaba en el 17 de línea, de la
división de Vandamme, yacía en tierra gravemente
herido en la cabeza. De veras creí que había llegado
mi última hora. Pues como digo, al pasar él con todo
su estado mayor y la infantería de la guardia, las
patas de su caballo me magullaron el brazoen tales
términos que todavía me duele. Sin embargo, tan
grande era nuestro entusiasmo en aquel célebre día
que incorporándome como pude, grité: «¡Viva el
Emperador!».
Decía estas palabras un hombre
para mí desconocido, como de cuarenta años, no
malcarado, antes bien con rasgos y expresión de
cierta hermosura ajada aunque no destruida por la
fatiga o los vicios; alto de cuerpo, de mirada viva
y sonrisa entre melancólica y truhanesca, como la de
persona muy corrida en las cosas del mundo y
especialmente en las luchas de ese vivir al par
holgazán y trabajoso, a que conducen juntamente la
sobra de imaginación y la falta de dinero; persona
de ademanes francos y desenvueltos, de hablar
facilísimo, lo mismo en las bromas que en las veras;
individuo cuya personalidad tenía acabado
complemento en el desaliño casi elegante de su
traje, más viejo que nuevo, y no menos descosido que
roto, aunque todo esto se echaba poco de ver,
gracias a la disimuladora aguja que había corregido
así las rozaduras del chupetín como la ortografía de
las medias.
Estas eran, si mal no recuerdo,
negras, y el pantalón de color de clavo pasado.
Llevaba corto el pelo, con dos mechoncitos sobre
ambas sienes, sin polvo alguno, como no fuera el del
camino: su casaca oscura y de un corte no muy usual
entre nosotros, su chaleco ombliguero, forma un poco
extranjera también, y su corbata informemente
escarolada, le hacían pasar como nacido fuera de
España aunque era español. Mas por otra
circunstancia distinta de las singularidades de su
vestir, causaba sorpresa la persona de quien me
ocupo, y este es un capitalísimo punto que no debo
pasar en silencio. Aquel hombre tenía bigote. Esto
fue, ¿a qué negarlo?, lo que más que otra cosa
alguna, llamó mi atención cuando le vi inclinado
sobre la mesa, comiendo ávidamente en descomunal
escudilla unas al modo de sopas, puches o no sé qué
endemoniado manjar, mientras amenizaba la cena,
contando entre cucharada y cucharada las proezas de
Napoleón I. Dos personas, ambas de edad avanzada y
de distinto sexo, componían su auditorio: el varón,
que desde luego me pareció un viejo militar retirado
del servicio, oía con fruncido ceño y taciturnamente
los encomios del invasor de España; pero la señora
anciana, más despabilada y locuaz que su consorte,
contestaba e interrumpía al panegirista con cierto
desenfado tan chistoso como impertinente.
-Por Dios, Sr. de Santorcaz
-decía la vieja-, no grite Vd. ni hable tales cosas
donde le puedan oír. Mi marido y yo, que ya le
conocemos de antes, no nos espantamos de sus
extravagancias; pero ¡ay!, la vecindad de esta casa
es muy entrometida, muy enredadora, y toda ella no
se ocupa más que de chismes y trampantojos. Como que
ayer las niñas de la bordadora en fino, que vive en
el cuarto núm. 8, llegaron pasito a pasito a nuestra
puerta para oír lo que Vd. decía cuando nos contaba
con desaforados gritos lo que pasó allá en las
Asturias en la batalla de Pirrinclum, o no sé qué...
pues esos enrevesados nombres no se han hecho para
mi lengua... Esta mañana, cuando Vd. entró de la
calle, la comadre del núm. 3 y la mujer del lañador,
dijeron: «Ahí va el pícaro flamasón que está
en casa del Gran Capitán. Apuesto a que es espía de
la canalla, para ver lo que se dice en esta
casa y contarlo a sus mercedes». El mejor día nos
van a dar que sentir, porque como dice Vd. esas
cosas y tiene esos modos, y hace ascos de la comida
cuando tiene azafrán, y siempre saca lo que ha visto
en las tierras de allá, le traen entre ojos, y sabe
Dios... Como aquí están tan rabiosos con lo del día
2...
-Ya se aplacarán los humos de
esta buena gente -dijo Santorcaz, apartando de sí
escudilla y cuchara-. Cuando se organicen bien los
cuerpos de ejército y venga el Emperador en persona
a dirigir la guerra, España no podrá menos de
someterse, y esto que es la pura verdad lo digo aquí
para entre los tres, de modo que no lo oigan
nuestras camisas.
-España no se somete, no señor,
no se somete -exclamó de improviso el anciano
quebrantando el voto de su antes silenciosa
prudencia, y levantándose de la silla para expresar
con frases y gestos más desembarazados los
sentimientos de su alma patriota-. España no se
somete, Sr. D. Luis de Santorcaz, porque aquí no
somos como esos cobardes prusianos y austriacos de
que Vd. nos habla. España echará a los franceses,
aunque los manden todos los emperadores nacidos y
por nacer, porque si Francia tiene a Napoleón,
España tiene a Santiago, que es además de general un
santo del cielo. ¿Cree Vd. que no entiendo de
batallas? Pues sí: soy perro viejo, y callos tengo
en los oídos de tanto escuchar el redoblar de los
tambores y los tiros de cañón.
-No te sofoques, Santiago -dijo
apaciblemente la anciana-, que ya andas en los tres
duros y medio y aunque yo creo como tú que España no
bajará la cabeza, no es cosa de que te dé el reuma
en la cara por lo que hable este mala cabeza de
Santorcaz.
-Pues lo digo y lo repito
-añadió el viejo soldado-. Venir a hablarme a mí de
cuerpos de ejército, y de brigadas de caballería y
de cuadros...
-¿En qué batallas se ha
encontrado Vd.? -preguntó con sonrisa burlona
Santorcaz.
-¡Que en qué batallas me
encontré! -exclamó D. Santiago Fernández cuadrándose
ante su interpelante y mirándole con el desprecio
propio de los grandes genios al ver puesta en duda
su superioridad-. ¿Pues no sabe todo el mundo que
fui asistente del señor marqués de Sarriá el año
1762 cuando aquella famosa campaña de Portugal, que
fue la más terrible y hábil y estratégica que ha
habido en el mundo, así como también digo que
después de Alejandro el Macedonio no ha nacido otro
marqués de Sarriá?... ¡Quécosas tiene este
caballerito! ¡Preguntar en qué acciones me he
encontrado! Aquella fue una gran campaña, sí señor;
entramos en Portugal, y aunque al poco tiempo
tuvimos que volvernos, porque el inglés se nos puso
por delante, se dieron unas batallas... ¡qué
batallitas, mi Dios! Yo era asistente del señor
marqués, y todas las mañanas le hacía los rizos y le
empolvaba la peluca, de tal modo que la cabeza de
nuestro general parecía un sol. Él me decía:
«Santiago, ten cuidado de que los rizos vayan
parejos, y que uno de otro no discrepen ni el canto
de un duro, porque no hay nada que aterre tanto al
enemigo como la conveniencia y buen parecer de
nuestras personas». ¡Y cuánto le querían los
soldados! Como que en toda aquella guerra apenas
murieron tres o cuatro.
Santorcaz al oír esto se
desternillaba de risa, haciendo subir de punto con
sus irreverentes manifestaciones el enfado de D.
Santiago Fernández, el cual, dando una fuerte puñada
en la mesa, continuó así:
-¿Qué valen todos los generales
de hoy, ni los emperadores todos, comparados con el
marqués de Sarriá? El marqués de Sarriá era
partidario de la táctica prusiana, que consiste en
estarse quieto esperando a que venga el enemigo muy
desaforadamente, con lo cual este se cansa pronto y
se le remata luego en un dos por tres. En la primera
batalla que dimos con los aldeanos portugueses,
todos echaron a correr en cuanto nos vieron, y el
general mandó a la caballería quese apoderara de un
hato de carneros, lo cual se verificó sin efusión de
sangre.
-No, no ha habido en el mundo
batallas como esas, Sr. D. Santiago -dijo Santorcaz
moderando su risa-; y si Vd. me las cuenta todas,
confesaré que las que yo he visto son juegos de
chicos. Y como desde aquella fecha ha conservado Vd.
los hábitos de campaña, y gusta tanto de conversar
sobre el tema de la guerra, los vecinos le llaman el
Gran Capitán.
-Ese es un mote, y a mí no me
gustan motes -dijo doña Gregoria, que así se llamaba
la mujer del valiente expedicionario de Portugal-.
Cuando nos mudamos aquí, y dieron los vecinos en
llamarte Gran Capitán, bien te dije que alzaras la
mano y regalaras un bofetón al primero que en tus
propias barbas te dijera tal insolencia; pero tú con
tu santa pachorra, en vez de llenarte de coraje se
te caía la baba siempre que los chicos te saludaban
con el apodo, y ahora Gran Capitán eres y Gran
Capitán serás por los siglos de los siglos.
-Yo no me paro en pequeñeces
-dijo D. Santiago Fernández-, y aunque tolero un
apodo honroso, no consiento que nadie se burle de
mí. A fe, a fe, que cuando uno ha servido en las
milicias del Rey por espacio de veinte años, cuando
uno ha estado en la campaña de Portugal, cuando uno
ha tenido también el honor de encontrarse en la
expedición de Argel que mandó el Sr. D. Alejandro
O'Reilly en 1774; cuandodespués de tan gloriosas
jornadas se le han podrido a uno las nalgas sentado
en la portería de la oficina del Detall y cuenta y
razón del arma de artillería, viendo entrar y salir
a los señores oficiales, y haciéndoles un recadito
hoy y otro mañana, bien se puede alzar la cabeza y
decir una palabra sobre cosas militares.
-Eso mismo digo yo -indicó doña
Gregoria-. Bien saben todos que tú no eres ningún
rana, y que has escupido en corro con guardias de
Corps y walonas y generales de aquellos que había
antes, tan valientes que sólo con mirar al enemigo
le hacían correr.
-Y no se trate -prosiguió el
Gran Capitán- de embobarnos con cuentos de brujas
como los que desembucha el Sr. de Santorcaz. A las
niñas del lañador y a doña Melchora, la que borda en
fino, les puede trastornar el seso este caballero
contándoles esas batallas fabulosas de prusianos y
rusos, con lo de que si el Emperador fue por aquí o
vino por allí. Hombres como yo no se tragan bolas
tan terribles, ni ha estado uno veinte años
mordiendo el cartucho y peinando los rizos del señor
marqués de Sarriá, para dar crédito a tales novelas
de caballerías. Conque ¿cómo fue aquello? -añadió en
tono de mofa y sentándose junto a Santorcaz-. Dijo
Vd. que cuatro mil franceses atacaron a la bayoneta
a diez mil rusos y los hicieron caer en un pantano
donde se ahogaron la mitad. Pues ¡y lo de que
rompieron el hielo a cañonazos para que se hundieran
los enemigos que estaban encima!... ¡Bonito modo de
hacer la guerra! Pero hombre de Dios, si andaban por
sobre el hielo se resbalarían y... pobres nalgas del
Emperador... digo, de los tres emperadores, pues ahí
dice Vd. que eran tres nada menos. ¿Sabes, Gregoria,
que es aprovechada la familia?
El Gran Capitán hizo reír a su
digna esposa con estos chistes, hijos de su
inexperta fatuidad, y ambos celebraron
recíprocamente sus ocurrencias.
-Si es novela de caballerías lo
que he contado -dijo Santorcaz-, pronto lo hemos de
ver en España, porque pasan de cien mil los
Esplandianes que andan desparramados por ahí
esperando que su amo y señor les mande empezar la
función.
-¡Los asesinos de Madrid!
-exclamó el Gran Capitán inflamándose en patriótico
ardor-. ¿Y cree Vd. que les tenemos miedo? ¡Santa
María de la Cabeza! Ya veo que están fortificando el
Retiro, y que no permiten que vuele una mosca
alrededor de sus señorías; pero ya hablaremos. Esto
es ahora, porque estamos sin tropa; pero ¿sabe Vd.
lo que se va a formar en Andalucía?, un ejército. ¿Y
en Valencia?, otro ejército. Y en Galicia y en
Castilla, otro y otro ejército. ¿Cuántos españoles
hay en España, Sr. de Santorcaz? Pues ponga Vd. en
el tablero tantos soldados como hombres somos aquí,
y veremos. ¿A que no sabe Vd. lo que me ha dicho hoy
el portero de la secretaría dela Guerra? Pues me ha
dicho que mi pueblo ha declarado la guerra a
Napoleón. ¿Qué tal?
-¿Cuál es el pueblo de Vd.?
-Valdesogo de Abajo. Y no es
cualquier cosa, pues bien se pueden juntar allí
hasta cien hombres como castillos, no como esos
rusos de alfeñique de que Vd. habla, sino tan
fieros, que despacharán un regimiento francés como
quien sorbe un huevo.
-Pues una mujer que ha venido
hoy de la sierra -dijo doña Gregoria-, me ha contado
que también mi pueblo va a declarar la guerra a ese
ladrón de caminos, sí, Sr. de Santorcaz, mi pueblo,
Navalagamella. Y allí no se andarán con juegos, sino
al bulto derechitos. Si esos pueblos que Vd. nombra,
las Austrias y las Prusias fueran como Navalagamella,
la canalla no los hubiera vencido, y se
conoce que todos los austriacos y prusiacos son
gente de mucha facha y nada más.
-No se dice prusiacos, sino
prusianos -indicó enfáticamente a su esposa el Gran
Capitán.
-Bien, hombre; los rusos y los
prusos, lo mismo da. Lo que digo es que si Valdesogo
de Abajo y Navalagamella, que son dos pueblos como
dos lentejas comparados con la grandeza de todo el
Reino, se ponen en ese pie, los demás lugares y
ciudades harán lo mismo, y entonces, áteme esa mosca
el Sr. de Santorcaz. No, no quedará un francés para
contarlo, y la que hicieron aquí a primeros del mes,
la pagarán muy cara. ¿Hase visto alguna vez
bribonada semejante? ¡Fusilar en cuadrilla a tantos
pobrecitos, sin perdonar a sacerdotes ancianos, a
inocentes doncellas y a infelices muchachos como el
que está en esa cama! ¡Ay! Vd. no vio aquello, Sr.
de Santorcaz, porque llegó a Madrid tres días
después; ¡pero si Vd. lo hubiera visto! Por esta
calle del Barquillo pasaron esas fieras, y como les
arrojaron algunos ladrillos desde los andamios de la
casa que se está fabricando en la esquina, mataron a
una pobre mujer que pasaba con un niño en brazos. Al
ver esto, todas las vecinas de la casa que estábamos
en los balcones, empezamos a tirarles cuanto
teníamos. Una les echaba una cazuela de agua
hirviendo, otra la sartén con el aceite frito; yo
cogí el puchero que había empezado a cocer, y sin
pensarlo dije allá va, y aunque aquel día nos
quedamos sin comer, no me pesó, no señor. Después
entre Juanita la leñadora, las niñas de al lado y
yo, cogimos una cómoda y echándola a la calle
aplastamos a uno. Querían subir a matarnos; pero ¡quia!
Todo facha, nada más que facha. Más de cuarenta
mujeres nos apostamos en la escalera, unas con
tenedores, otras con tenacillas, estas con asadores,
aquella con un berbiquí, estotra con una vara de
apalear lana. Si llegan a subir les hacemos pedazos.
Mi marido tomó aquella lanza vieja que tiene allí
desde las tan famosas guerras, y poniéndose delante
de nosotras en la escalera nos arengó, y dispuso
cómo nos habíamos de colocar. ¡Ah, si llegan a subir
esos perros! Yo era la más vieja de todas, y la más
valiente aunque me esté mal el decirlo. Mi marido
quería salir a la calle al frente de todas nosotras;
pero le convencimos de que esto era una locura. Con
su carga de setenta a la espalda, él hubiera partido
de un lanzazo a cuantos mamelucos encontrara en la
calle. ¡Ay qué día! Cuando nos retiramos cada una a
nuestro cuarto, en toda la casa no se oía más que
«¡viva el Gran Capitán!».
-¡Qué día! -exclamó
melancólicamente Fernández, disimulando el legítimo
orgullo que el recuerdo de sus proezas le causara-.
A eso de las ocho de la mañana vi salir de la
oficina al capitán D. Luis Daoíz. El día anterior me
había mandado por unas botas a la zapatería de la
calle del Lobo, y desde allí se las llevé a su casa
en la calle de la Ternera, y cuando volví después de
hacer el mandado, viendo que había cumplido con la
puntualidad y el esmero que son en mí peculiar, me
dio dos reales, que guardo en este pañuelo como
memoria de hombre tan valiente.
Diciendo esto, trajo un pañuelo
y desdoblando una de las puntas despaciosamente, y
como si se tratara de la más vulnerable y santa
reliquia, sacó una moneda de plata que puso ante la
vista de Santorcaz sin permitirle que la tocara.
-Esto me dio -añadió enjugando
con el mismísimo pañuelo las lágrimas que de
improviso corrieron de sus ojos-; esto me dio con
sus propias manos aquel que vivirá en la memoria de
los españoles mientras haya españoles en el mundo.
Yo estaba barriendo la oficina cuando entró D. Pedro
Velarde buscándole y le dije: «Mi capitán, hace un
rato que salió con D. Jacinto Ruiz». Después D.
Pedro entró y estuvo disputando con el coronel: al
cabo de un cuarto de hora volvió a pasar por delante
de mí. Quién me había de decir...
El Gran Capitán no pudo
continuar, porque la pena ahogaba su voz; doña
Gregoria se llevó también la punta del delantal
sucesivamente a sus dos ojos, y Santorcaz más serio
y grave que antes respetaba el dolor de sus dos
amigos.
-Me han asegurado -dijo después
de una pausa-, que ese D. Pedro Velarde iba a comer
todos los días en casa de Murat. ¿Es que simpatizaba
con los franceses?
-No, no; y quien lo dijere
miente -exclamó don Santiago, dejando caer de plano
sobre la mesa sus dos pesadísimas manos-. D. Pedro
Velarde pasaba por un oficial muy entendido en el
arma, y como fue de los que el Rey envió a
Somosierra a recibir al melenudo, este le
trató, supo conocer sus buenas dotes y quiso
atraérselo. ¡Bonito genio tenía D. Pedro Velarde
para andarse con mieles! Le convidaban a comer,
obsequiábanle mucho; pero bien sabían todos que si
nuestro capitán pisaba las alfombras de aquel
palacio era para conocer más de cerca a la
canalla, como él mismo decía.
-Él y sus compañeros de
Monteleón -dijo Santorcaz-, demostraron un valor
tanto más admirable, cuanto que es completamente
inútil. Aquí están ciegos y locos. Creen que es
posible luchar ventajosamente contra las tropas más
aguerridas del mundo, sin otros elementos que un
ejército escaso, mal instruido, y esas nubes de
paisanos que quieren armarse en todos los pueblos.
La obstinación ridícula de esta gente hará que sean
más dolorosos los sacrificios, y el número de
víctimas mucho más grande, sin que puedan
vanagloriarse al morir de haber comprado con su
sangre la independencia de la patria. España
sucumbirá, como han sucumbido Austria y Prusia,
Naciones poderosas que contaban con buenos ejércitos
y Reyes muy valientes.
-¡Esos países no tienen
vergüenza! -exclamó con furor D. Santiago Fernández,
levantándose otra vez de su asiento-. En Austria y
Prusia habrá lo que Vd. quiera; pero no hay un
Valdesogo de Abajo, ni un Navalagamella.
Discretísimo lector: no te rías
de esta presuntuosa afirmación del Gran Capitán,
porque bajo su aparente simpleza encierra una
profunda verdad histórica.
Santorcaz soltó de nuevo la
risa al ver el acaloramiento de su amigo, cuyas
patrióticas opiniones apoyó de nuevo su esposa,
hablando así:
-Aquí somos de otra manera, Sr.
de Santorcaz. Usted viviendo por allá tanto tiempo,
se ha hecho ya muy extranjero y no comprende cómo se
toman aquí las cosas.
-Por lo mismo que he estado
fuera tanto tiempo, tengo motivos para saber lo que
digo. He servido algunos años en el ejército
francés; conozco lo que es Napoleón para la guerra,
y lo que son capaces de hacer sus soldados y sus
generales. Cien mil de aquellos han entrado en
España al mando de los jefes más queridos del
Emperador. ¿Saben Vds. quién es Lefebvre? Pues es el
vencedor de Dantzig. ¿Saben Vds. quién es Pedro
Dupont de l'Etang? Pues es el héroe de Friedland.
¿Conocen Vds. al duque de Istria? Pues es quien
principalmente decidió la victoria de Rívoli. ¿Y qué
me dicen de Joaquín Murat? Pues es el gran soldado
de las Pirámides, y el que mandó la caballería en
Marengo...
-No, no le nombre Vd. -dijo
doña Gregoria-, porque si todos los demás son como
ese de las melenas, buena gavilla de perdidos
ha metido Napoleón en España.
-Sr. de Santorcaz -añadió con
grave comedimiento el Gran Capitán-, ya sabe Vd. que
un hombre como yo, testigo de cien combates, no se
traga ruedas de molino, y todas esas heroicidades
del general Pitos y del general Flautas las vamos a
ver de manifiesto ahora, sí señor. Y supongo que Vd.
habrá venido para ponerse de parte de ellos, pues
quien tanto les alaba y admira, es natural que les
ayude.
-No -repuso Santorcaz-; yo he
vuelto a España para un asunto de intereses, y
dentro de unos días partiré para Andalucía. Cuando
arregle mi negocio, me volveré a Francia.
-¡Qué mal hombre es Vd.!
-exclamó doña Gregoria-. Y su pobre padre, y toda la
familia llorando su ausencia, y muertos de pena sin
poder traer al buen camino a este calaverilla que
durante quince años y desde aquella famosa
aventura... Pero chitón -añadió volviendo la cara
hacia mí-; me parece que el chico se ha despertado y
nos está oyendo.
2
Los tres me miraron y yo
observé claramente cuanto me rodeaba, pudiendo
apreciarlo todo sin mezcla de vagas imágenes, ni
mentirosas visiones. Hallábame en una cama, de cuyo
durísimo colchón daban fe las mortificaciones de mis
huesos y la instintiva tendencia de mi cuerpo a
arrojarse fuera de ella, mientras uno de mis brazos,
fuertemente vendado se negaba a prestarme apoyo, tan
inmóvil y rígido como si no me perteneciera.
Asimismo rodeaba mi cabeza complicado turbante de
trapos que olían a ungüentos y vinagre, y mi débil y
extenuado cuerpo sentía por aquí y por allí
terribles picazones. El lecho en que yacía tan
incómodamente ocupaba el rincón del cuarto, el cual
era de ordinarias dimensiones, con blancos muros y
suelo de ladrillos, mal cubiertos por una vieja y
acribillada estera de esparto. Algunas láminas de
santos, a quienes el artista grabador había dado
nuevo martirio en sus impíos troqueles, adornaban la
desnuda pared, en uno de cuyos testeros ostentaba su
temerosa longitud la lanza del Gran Capitán. En el
centro de la pieza hallábase la mesa, que sostenía
un candil de cuatro mecheros, y junto a ella
sentados en sendas sillas de cuero, que
lastimosamente gemían al menor movimiento, estaban
los tres personajes cuya conversación hirió mis
oídos cuando volví de un largo paroxismo.
Todos fijaron en mí la
atención, y doña Gregoria, acercándose maternalmente
a mi cama, me habló así:
-¿Estás despierto, niño? ¿Ves y
entiendes? ¿Puedes hablar? Pobrecito: ya se te ha
quitado la terrible calentura, y el Santo Ángel de
tu Guarda ha conseguido del Padre Eterno que te
otorgue el seguir viviendo. ¿Cómo estás? ¿Nos ves a
los que estamos aquí? ¿Nos conoces? ¿Entiendes lo
que decimos? Debes de estar bien, porque ya no dices
desatinos, ni quieres echarte de la cama, ni nos
insultas, ni dices que nos vas a matar, ni llamas a
D. Celestino ni a la doña Inés, que te traían
trastornado el juicio. Estás bien,ya estás fuera de
peligro, y vivirás, pobre niño; pero ¿has perdido la
razón, o Dios quiere que te veamos en tu ser
natural, sano y completo y cuerdo, tal y como
estabas, antes de que aquellos caribes...?
-Y en verdad, no sé cómo ha
escapado el infeliz -dijo Fernández a Santorcaz-.
Tres balazos tenía en su cuerpecito: uno en la
cabeza el cual no es más que una rozadura, otro en
el brazo izquierdo, que no le dejará manco, y el
tercero en un costado, y en parte sensible, tanto
que si no le hubieran sacado la bala, no le veríamos
ahora tan despiertillo.
Aquellas bondadosas personas me
instaron para que hablase, mostrándoles que mi
razón, como mi cuerpo, se había repuesto de la
tremenda crisis a que estuviera sujeta. También
acudió con cariñosa solicitud a darme alimento la
ejemplar doña Gregoria, y tomado aquel ávidamente
por mí, me sentí muy bien. ¿Había resucitado o había
nacido en aquella noche?
-Ahora, chiquillo, estate
tranquilo -continuó doña Gregoria sentándose a mi
lado-. ¡Cuánto se va a alegrar el Sr. Juan de Dios
cuando te vea!
-¡Cómo! -exclamé con la mayor
sorpresa-. ¿Juan de Dios vive aquí? ¿Pues en dónde
estoy? ¿Y ustedes quiénes son? ¿Qué ha sido de Inés?
-¡Otra vez Inés! Este joven no
está todavía bueno. Dejémonos de Ineses y a
descansar.
Santorcaz se llegó a mí, y
mostrándome algún interés, me dijo:
-¡Pobrecito!, ¡con que te
fusilaron! El gran duque de Berg es hombre terrible
y sabe sentar la mano. Dicen que mataste más de
veinte franceses. Ya me contarás tus hazañas,
picarón. Y di, ¿tienes ánimos de volver a hacer de
las tuyas? Me parece que no... porque habrás visto
que esa gente gasta unas bromas un poco pesadas.
Dicho esto, Santorcaz, tomando
su capa, se marchó.
La sensación que yo
experimentaba al verme allí, tornado nuevamente y de
improviso, según mi entender, a la vida; en
presencia de personas desconocidas y volviendo sin
cesar al pasado mi pensamiento recién salido de una
sombra profunda; las impresiones de mi alma, a quien
el repentino despertar después de un largo
entumecimiento había dado cierta actividad ansiosa,
fueron causa de que no pudiera estar tranquilo como
me rogaban el Gran Capitán y su mujer. Hacíales mil
preguntas diversas, con la curiosidad del que
volviendo al mundo después de un siglo de muerte
real, deseara conocer en un instante cuanto ha
pasado en el planeta durante su ausencia. A todo
contestaban que me estuviese quieto y sin cuidarme
de nada, para que no me repitiesen los accesos de
fiebre; pero no pude conseguir este objeto, y si
descansé un poco, procurando poner a un lado mis
terribles recuerdos y apartar de la vista las
siniestras figuras que se habían hecho compañeras
inseparables de mi espíritu, poco después, cuando,
ya avanzada la noche, llegó Juan de Dios, me sentí
tan vivamente inquieto al verle, que a no
impedírmelo mi debilidad, habría saltado del lecho
para correr hacia él, arrastrado por un odio
terrible y una curiosidad más fuerte aún que el
odio. El antiguo mancebo de D. Mauro Requejo estaba
tan demacrado, tan excesivamente amarillo y mustio,
que parecía haber vivido diez años de penas en el
transcurso de algunos días. Sus ojos encendidos
conservaban huellas de recientes lágrimas, y su
desmadejado cuerpo se movía con pesadez, como si le
fatigara su propio peso. Arrojose en una silla junto
a mi cama, cuando los dos ancianos se retiraban a su
aposento, y me habló así:
-Gabriel, ¿ya estás bueno? ¿Has
recobrado el juicio? ¿Entiendes lo que se te dice?
-¿Dónde está Inés? -le pregunté
con ansiedad.
-¡Oh, desgraciado de mí!
-exclamó ocultando el rostro entre las manos-. Tú
estás enfermo todavía, y si te doy la noticia...
¿Que dónde está Inés? Espántate, Gabriel, porque no
lo sé. Yo estoy loco, yo estoy imbécil. Llevo quince
días de dolores que a nada son comparables. Las
lágrimas que he derramado podrían agujerar una peña.
Ahora mismo... ¿de dónde crees que vengo? Pues vengo
de la bóveda de San Ginés, adonde voy todas las
noches a mortificarme el cuerpo con disciplinazos,
por ver si Dios se apiada de mí y me devuelve lo que
me quitó, sin duda en castigo de mis grandes
pecados.
Después de enjugar sus lágrimas
y sonarse con estrépito, continuó así:
-Yo saqué a Inés de la huerta
del Príncipe Pío. ¡Ay!, si no te salvaste también
tú, fue porque no pude, que bien lo intenté; te juro
que lo intenté. Inés se desmayó, y no pudiendo
traerla aquí, por ser esto muy lejos, Lobo me indujo
a llevarla a casa de unas que él llamaba
honradísimas señoras, donde permanecería hasta tanto
que fuera posible traerla aquí para casarme con
ella... ¡Oh, infame legista, miserable enredador,
tramposo y falsario! Inés me abofeteó, Gabriel, al
verse en aquella casa, y me clavó en las mejillas
sus deditos. No puedes formarte idea de las palabras
tiernas que le dije para que se calmara, pero nada
podía consolarla de que no os hubierais salvado
también tú y el buen sacerdote. En vano le dije que
sería mi mujer; en vano le dije que la adoraba con
profundísimo amor; también le mostré mi dinero,
prometiéndole gastar una buena parte en huir para
siempre de Madrid y de España si así lo deseaba.
¡Infeliz de mí!, a estas irrecusables pruebas de mi
cariño, sólo contestaba llamándome bestia y
ordenándome que se le quitara de delante... A cada
instante te llamaba, y luego se deshacía en
lágrimas, y quería después arrojarse fuera de la
casa para volver a la Montaña. A pesar de esto yo
era feliz, porque la tenía en mis brazos, apartábale
de la frente los desordenados cabellos, y con mi
pañuelo limpiaba sus lágrimas divinas, con las
cuales se refrescarían, si las bebieran, los
condenados del infierno... El pérfido Lobo no se
apartaba de allí, y desde luego me parecieron
sospechosos el esmero y solicitud con que la
atendía. Inés no cesaba un momento de gemir, y tanto
a mi compañero como a mí nos mostraba mucha
repugnancia, ordenándonos que la dejáramos sola,
porque no quería vernos, y que la matáramos, porque
no quería vivir. Su desesperación llegó a tal punto
que no la podíamos contener, y se nos escapaba de
entre los brazos, diciendo que pues no le era
posible salvaros la vida, quería ir a daros a
entrambos sepultura. Por último, a fuerza de ruegos
logramos calmarla un poco, prometiéndole yo acudir
al lugar del suplicio a cumplir tan triste
obligación. Cuando esto le dije, me miró con tanta
ternura, y después me lo ordenó de un modo tan
persuasivo, tan elocuente, que no vacilé un instante
en hacer lo prometido y salí dejándola al cuidado de
Lobo. ¡Nunca tal hiciera y maldito sea el instante
en que me separé de aquel tesoro de mi vida, de
aquel imán de mi espíritu! Gabriel, corrí a la
Moncloa, me acerqué a los grupos en que eran
reconocidos los cadáveres, y anduve de un lado para
otro esperando encontrarte entre aquellos que,
abandonados hasta en tan triste ocasión, no tenían
quien formara a su alrededor concierto de llantos y
exclamaciones... Al fin encontré al sacerdote; pero
tú no estabas a su lado, pues unas mujeres
compasivas, habiendo notado que vivías, te habían
llevado a un paraje próximo para prodigarte algunos
cuidados. Grande fue mi alegría cuando te vi abrir
los ojos, cuando te oí pronunciar algunas frases
oscuras, y observé que tus heridas no parecían de
mucha gravedad; así es que en cuanto dimos sepultura
a tu buen amigo, me ocupé de los medios de traerte a
mi casa. Rogué a aquellas mujeres que te cuidaran un
momento más, mientras yo volvía con una camilla, y
al salir de la huerta, me regocijaba con la idea de
participar a Inés que estabas vivo. «¡Cuánto se va a
alegrar la pobrecita!» decía para mí, y yo me
alegraba también, porque había comprendido por sus
palabras que aquella flor de Jericó te apreciaba
bastante ¿no es verdad? ¡Ay!, Gabriel, tú hubieras
sido nuestro criado, tú nos hubieras servido
fielmente, ¿no es verdad?... Pues bien, hijo, como
te iba diciendo, corrí desalado a comunicarle la
feliz nueva de tu salvación, y cuando entré en la
casa donde la había dejado, Inés ya no estaba allí.
Aquellas señoras desconocidas dijéronme que Lobo se
había llevado a la muchacha, y como yo les
manifestara mi extrañeza e indignación, llamáronme
estúpido y me arrojaron de su casa. Volé a la de ese
miserable ladrón; mas no le pude ver ni en todo
aquel día ni en los siguientes. Figúrate mi
desesperación, mi agonía, mi locura; yo no sé cómo
no entregué el alma a Dios en aquellos días, porque
además de mi gran pena, me consumía una fuerte
calentura, a consecuencia de la herida de esta mano,
pues bien viste que perdí dedo y medio en la calle
de San José... ¿Crees que me curaba? Ni por pienso.
Después que el boticario de la Palma Alta me vendó
la mano, no volví a acordarme de tal cosa, y no digo
yo dedo y medio, ¡sino los cinco de cada mano me
hubiera yo arrancado con los dientes, con tal de
hallar a mi idolatrada Inés, a aquella rosa
temprana, a aquel jazmín de Alejandría! Durante este
tiempo no me olvidé de ti, pues el mismo día 3 te
hice conducir a esta casa, que es la mía, en la cual
has permanecido hasta hoy, y donde, gracias a los
cuidados de tan buena gente, has recobrado la salud.
-¿Pero Lobo ha desaparecido
también? -pregunté con afanoso interés-. Si no ha
desaparecido, ¿no puede obligársele a decir qué ha
hecho de Inés?
-Al cabo de diez días lo
encontré al fin en su casa. ¿Sabes tú lo que me dijo
el muy embustero? Pues verás. Después de reírse de
mí, llamándome bobo y mentecato, me dijo que no
pensara en volver a ver a Inés, porque la había
entregado a sus padres. «¿Pues acaso Inés tiene
padres?» le dije. Y él me contestó: «Sí, y son
personas de las principales de España, por lo cual
he creído de mi deber entregarles la infeliz
muchacha, desde tanto tiempo condenada a vivir fuera
de su rango y entre personas de inferior condición».
Me quedé atónito; pero al punto comprendí que esto
era invención de aquel inicuo tramposo embaucador, y
en mi cólera le dije las más atroces insolencias que
han salido de estos labios... ¿No crees tú como yo
que lo de entregarla a sus desconocidos padres es
pura fábula de Lobo, para ocultar así su crimen?
Gabriel, ¿no te estremeces de espanto como yo?
¿Dónde estará Inés? ¿Dónde la tendrá ese monstruo?
¿Qué habrá hecho de ella? ¡Ay! Yo la he buscado sin
cesar por todo Madrid, he pasado noches enteras
junto a la casa de la calle de la Sal examinando
quién entraba y quién salía; he dado dinero a los
criados, aguadores, lavanderas, a los escribientes
del licenciado, a cuantas personas visitaban la
casa; pero nadie me ha sabido dar razón: nadie,
nadie. ¿Es esto para desesperarse? ¿Es esto para
morirse de pena? ¡Trabajar tanto, cavilar tanto para
sacarla del poder de sus tíos, cometer grandes
pecados, y exponer uno su alma a las horribles penas
del infierno, para ver desvanecida como el humo
aquella esperanza encantadora, aquella soñada dicha
y suprema felicidad!... ¿Será castigo de Dios por
mis culpas, Gabriel? ¿Lo crees tú así? ¿Apruebas lo
que estoy haciendo ahora, que es rezar mucho y pedir
a Dios que me perdone, o que me devuelva a Inés,
aunque no me perdone? ¿Crees tú que concurriendo a
la bóveda de San Ginés con gran constancia y
devoción, podré alcanzar de Dios alguna
misericordia? ¡Ay! Si las lágrimas que he derramado
hubiesen caído todas en el corazón de ese infame
Lobo, habríanle atravesado de parte a parte haciendo
el efecto de un puñal. ¿Dónde está Inés? ¿Qué es de
ella? ¿Vive o muere? Gabriel, tú tienes ingenio, y
Dios ha querido que recobres tu preciosa vida para
que desbarates los inicuos planes de ese monstruo, y
devuelvas a Inés su libertad, así como a mí la paz
del alma que he perdido quizás para siempre.
Así habló el afligido hortera,
y oyéndole no pude menos de compadecerle por los
tormentos de su alma tan apasionada como inocente.
No se cansó de hablar hasta muy avanzada la noche,
siempre sobre el mismo tema y con iguales
demostraciones dolorosas. Al fin, su voz se perdió
para mí en el vacío de un silencio profundo, porque
me quedé dormido, cediendo mi atención y curiosidad
a la fatiga y flaqueza de ánimo que me consumían aún
3
A la mañana siguiente la
primera persona que vieron mis ojos fue doña
Gregoria, a quien ya había empezado a tomar cariño,
pues tan propio de la caridad es inspirarlo en poco
tiempo. La mujer del Gran Capitán limpiaba la sala,
procurando mover los trastos lentamente para no
hacer ruido, cuando desperté, y al punto lo dejó
todo para correr a mi lado.
-Esa cara está respirando salud
-me dijo-. Veremos lo que dice hoy D. Pedro Nolasco
cuando te vea.
-¿Y quién es ese D. Pedro
Nolasco? -pregunté sospechando fuera el citado varón
algún médico afamado de la vecindad.
-¿Quién ha de ser, hijo? El
albéitar, que vive en el cuarto número 14. Aquí no
gastamos médico, porque es bocado de príncipes. Y
cuando Fernández padece del reuma, le ve D. Pedro
Nolasco, que es un gran doctor. A él debes la vida,
chiquillo, y él te sacó del costado la bala; que si
no, a estas horas estarías en el otro mundo.
Oído esto, le hice varias
preguntas acerca de su condición y la calidad de la
casa, a las que satisfizo bondadosamente diciendo
que su esposo era portero en una oficina del ramo de
la Guerra, y que con su sueldo, y lo que el Sr. Juan
de Dios les daba por su modesto pupilaje, pasaban la
vida pobres y contentos.
-Esta no es casa de huéspedes,
porque nosotros no queremos barullo -añadió-, pero
hace mucho tiempo que conocemos al Sr. de Arroiz y
por eso le tenemos aquí. Este Sr. de Santorcaz que
has visto anoche y que no ha de tardar en venir, es
un joven a quien conocimos en Alcalá, cuando
estábamos allí establecidos, y él corría la tuna en
aquella célebre Universidad. Ha sido muy calavera, y
sus padres no le han vuelto a ver desde que se
marchó a Francia hace quince años, huyendo de una
persecución muy merecida, a consecuencia de sus
barrabasadas y viciosas costumbres. ¡Desgraciado
joven! Allá ha sido soldado, y cuando nos cuenta sus
trabajos y penalidades nos quedamos como si oyéramos
leer la novela El asombro de la Francia, Marta la
Romarantina, aunque Santiago dice que todo lo
que cuenta es mentira. A pesar de es un tarambana,
nosotros apreciamos a este mala cabeza de Santorcaz,
y él no nos quiere mal; así es que cuando se aparece
por España, siempre viene a parar a nuestra casa,
donde le damos hospitalidad por bien poco dinero.
¡Ay!, sí, por bien poco dinero: verdad es que si le
pidiéramos mucho, el infeliz no podría dárnoslo,
porque no lo tiene. Y no es porque haya nacido de
las yerbas del campo, pues su familia a un buen
solar de tierra de Salamanca pertenece: sólo que
como no es primogénito... su padre se empeñó en
dedicarle a la Iglesia, y el pobre chico no tenía
afición de misacantano...
Estábamos doña Gregoria y yo
enfrascados en este coloquio que no dejaba de
interesarme, cuando volviendo de su oficina D.
Santiago Fernández, quitose gravemente el pesado
uniforme, que su consorte colgó en la percha no
lejos de la amenazadora lanza, y se dispuso a comer:
-Grandes noticias te traigo,
mujer -dijo con retozona sonrisa, sentado ya en el
sillón de cuero y conambas manos posadas en las
respectivas rodillas, mientras con lento compás
movía el cuerpo-. Te vas a poner más contenta...
-No puede ser sino que el Gran
Duque ha reventado ya de los cólicos que padecía.
-No, no es eso, mujer. ¿Quién
te dijo que Navalagamella le había declarado la
guerra a la canalla? No es Navalagamella
sólo, mujer, es Asturias, León, Galicia, Valencia,
Toledo, Burgos, Valladolid, y se cree que también
Sevilla, Badajoz, Granada y Cádiz. En la oficina lo
han dicho, y si vieras cómo están todos bailando de
contento. Oficial conozco que no ha dormido en toda
la noche esperando el correo, y si supieras,
mujer... A ti te lo puedo decir, y no importa que lo
oiga este chico. Oye, oíd los dos: muchos oficiales
se han fugado, sin que en los cuarteles, ni en sus
casas se sepa dónde están. Y dirás tú, «¿pues dónde
están?». Yo lo sé, sí señora, yo lo sé: se han ido a
unirse a los ejércitos españoles que se están
formando... ¿a que no sabes dónde se están formando?
Pues yo lo sé, sí señora, yo lo sé: uno se está
formando en Valladolid, y lo mandará D. Gregorio de
la Cuesta: otro en Asturias y Galicia, que corre a
cargo de Blake... y el tercero... Esta es la más
gorda de todas: ¿te la digo?
-Hombre sí, dila: no nos dejes
a media miel.
-Pues se dice por ahí que las
tropas de Andalucía se sublevarán, sí señor, se
sublevarán. Pues no se hande sublevar. Si en cuanto
uno dé la voz empieza a desfilar nuestra gente, y ni
un ranchero español quedará a las órdenes de Murat,
ni de la Junta.
-Veo que lo van a pasar mal,
Santiago. Pero siento golpes en la puerta. Son los
vecinos que vienen a saber noticias... Pase Vd., Sr.
D. Roque; pasen ustedes niñas; pase Vd. Sr. de
Cuervatón.
Abrió doña Gregoria la puerta y
penetraron en ordenada falange como una docena de
personas de uno y otro sexo, y de diferentes edades
y fachas, las cuales personas eran los vecinos más
adictos a la simpática persona del Gran Capitán, y
además entusiastas creyentes de sus noticias, por lo
cual acudían todas las mañanas cuando aquel
regresaba de la oficina, con el anhelo de saciar en
la fuente más pura y cristalina la ardorosa
curiosidad que entonces devoraba a los habitantes de
Madrid. ¿Debo detenerme en enumerar a tan dignas
personas? ¿Para qué, si el lector no necesita
conocer al lañador, ni al talabartero, ni tampoco a
D. Roque, el arruinado comerciante, ni al Sr. de
Cuervatón, ni menos a las niñas de la bordadora en
fino? Dejémosles envueltos en el velo de su discreto
incógnito, y oigamos a Fernández, que desbordándose
de su propio ser, a causa de la exorbitante
hinchazón de su orgulloso júbilo, iba contando lo
que oyera, sin dejar de aderezar sus relatos con la
sal y pimienta de la exageración.
-Pues en Andalucía -dijo-, en
Andalucía... yasaben Vds. dónde está Andalucía; como
si dijéramos en Cádiz... pues. Dicen que la Junta de
Sevilla ha armado un gran ejército, con las tropas
que estaban en San Roque. ¿Saben Vds. lo que es San
Roque? Pues es como si dijéramos... supongan Vds.
que aquí está Gibraltar, pues aquí abajito está San
Roque.
-Este D. Santiago lo sabe todo.
-Ya, como quien ha visto tantas
tierras, y ha estado en tantas batallas.
-En San Roque están las mejores
tropas de España, tanto en infantería como en
artillería y caballos; de modo que si se forma ese
ejército, y viene sobre Madrid... ¡Jesús!
-¡Jesús! -repitió un coro de
diez voces.
-¿Vd. cree que vendrá sobre
Madrid? -preguntó uno de los concurrentes.
-Eso es lo que no puedo
asegurar -repuso con énfasis el Gran Capitán-. Pero
a lo que yo entiendo y según la experiencia que
adquirí en aquellas terribles guerras, me atrevo a
decir que el ejército de Andalucía viene sobre
Madrid, y si hace lo mismo el de don Gregorio de la
Cuesta, juzguen Vds. el susto que pasarán los
franceses. Hay que guardar el secreto: mucho
cuidado, señores, y Vds., niñas, guárdense muy bien
de ir contando estas cosas cuando vayan a la
costura, porque puede llegar a oídos del gran duque
de Berg... Yo creo que pasará lo siguiente. El
ejército de Andalucía vendrá a la Mancha: los
franceses irán a batirlos, dejando libre a Madrid,
donde entrará D. Gregorio de la Cuesta, el cual si
sigue después hacia el Mediodía, les picará la
retaguardia por Tarancón, y como al mismo tiempo los
de allí le harán retroceder hacia el Tajo, viéndose
los franceses atacados por todos lados, por fuerza
tendrán que caer en el río, donde se ahogarán.
-¡Cuánto sabe este hombre! Es
un asombro que de esa manera pueda anunciar los
movimientos del enemigo. Y no hay duda, así tiene
que suceder.
-Y como la sublevación es
general -añadió Fernández-, no podrán acudir a todos
lados. Además no pueden contar con un solo soldado
español que les ayude, porque todos desertan; de
modo que si Napoleón quiere continuar la guerra en
España, ya puede mandar gente.
-Y como de los que vienen, la
mitad mueren de borrachera...
-El mismo Murat está padeciendo
unos cólicos que se lo llevarán al otro mundo.
-¡Quia! Si lo que tiene es una
enfermedad vergonzosa.
-Así pagará las que ha hecho.
¿Pues qué puede ser eso, sino castigo de Dios por su
barbarie y crueldad?
-No es eso, señora; es que
según dicen es aficionado a la bebida.
-¡Menudas borracheras habrá
tomado desde que está aquí! ¿Y se marchará o no se
marchará?
-Yo creo que sí -dijo
Fernández-. Tengo entendido que está muy disgustado,
porque Napoleón no le quiere hacer rey de España.
-Angelito; pues no pide poco
que digamos.
-Y como parece que mandan de
rey al que lo es de Nápoles, un D. José, al cual
según dicen también le gusta aquello...
-Se conoce que es afición de
familia.
-Lo que debiera hacer el Sr.
Fernández -dijo el lañador-, es irse a cualquiera de
esos ejércitos, donde sin duda se había de lucir, y
quién sabe si nos lo harían general de la noche a la
mañana.
-Yo no sirvo para nada
-contestó el Gran Capitán-. Yo tuve mi época, y
ahora que trabajen otros como trabajamos los de
entonces. Aquellas sí eran guerras, señores... Esto
de ahora es una bobería, y sino, ya verán Vds. cómo
en menos que canta un gallo se acaba todo.
-Pero lo del ejército de
Andalucía, ¿es cierto o es puro barrunto de Vd.?
Sepámoslo de una vez.
-Es cierto, señores. Me parece
que Santiago Fernández tiene motivos para saber lo
que hace un ejército y lo que deja de hacer. Cuando
empiecen nuestros generales a decir «por aquí te
doy», ya les tendré a Vds. al tanto de todo día por
día.
A este punto llegaba, cuando
entró Santorcaz, y no bien le vieron las honradas
personas que formaban el auditorio del buen
Fernández, empezaron todos adesfilar de muy mal
talante, porque la presencia del citado flamasón
era harto desagradable a todos los habitantes de la
casa.
-Grandes noticias, grandes
noticias traigo, señor D. Gonzalo Fernández de
Córdoba -exclamó desde la puerta-. Aguárdense todos,
si quieren saber la verdad pura. ¿Pero se van estas
niñas? ¿Por qué me tienen miedo? ¿Y Vd., D. Roque,
no quiere escuchar?... Vayan noramala, pues, y Vds.
se lo pierden, porque no saben lo que ocurre... La
lanza, Sr. Fernández, tome Vd. al punto la lanza, y
prepárese al combate, porque se acerca lo tremendo,
y ahora verá quiénes son buenos patriotas y quiénes
no lo son.
-No tomemos a broma estas
graves cosas, señor D. Luis -dijo algo amoscado el
que podremos llamar vencedor de Ceriñola-, ni nos
escandalice a la vecindad con sus endemoniados
aspavientos.
-¿A que no sabe Vd. lo que yo
sé? -añadió Santorcaz-. ¿A que no sabe Vd. que el
general Dupont, que estaba en Toledo, ha recibido
orden de marchar a Andalucía, y que Moncey sale
mañana de aquí para Valencia, y que Lefebvre, que
está en Pamplona, irá pronto sobre la capital de
Aragón; que Duhesme se extenderá por Cataluña y que
Bessières baja hacia Valladolid a toda prisa con las
divisiones de Lasalle y de Merle?
-¡Cómo se conoce que Vd. escupe
en corro con la canalla! ¿Y cómo están sus mercedes
del estómago?¿Se han hecho al fin al vino de España?
Y el gran duque de Berg, ¿cómo anda de sus
calenturas? ¿Hay mieditis? Porque yo tengo para mí
que si a esos señores se les caen los calzones es
porque, como dijo el otro, al que mal vive, el miedo
le sigue. Yo, en verdad, no sabía lo que Vd. acaba
de decir; pero allá en la oficina oí decir otras
cosillas que no sé si sonarán bien en las orejas de
la canalla. ¿Por qué no va mi Sr. D. Luis a
contárselas, a ver si con el gusto se les quita el
destemple?
-¿Qué noticias son esas?
-Nada, poca cosa. Cuando el
francés las sepa, verá Vd. qué contento se pone...
Que en todas las ciudades se han nombrado o se van a
nombrar Juntas, las cuales no harán caso de lo que
se mande en Bayona, sino que...
-Pero si Fernando VII no es ya
Rey de España, porque ha cedido sus derechos al
Emperador, lo mismo que Carlos IV. ¿Qué son esas
Juntas más que cuadrillas de insurgentes?
-Sí... pues que las quiten: es
cosa fácil. ¡Demonios de Juntas! Y los muy simples
están formando unos ejércitos... cosa de juego, Sr.
de Santorcaz; cuatro gatos que estaban ahí en el
Campo de San Roque con unos cuantos cañoncillos... Y
también han dado en armarse los paisanos, lo mismo
en Castilla que en Cataluña, que en Valencia, que en
Andalucía... pero eso no vale nada; son hombres de
alfeñique y alcorza,y no digo yo con balas, con
saliva los destruirán los franceses.
-¿Y todo lo que sabe Vd. se
reduce a que la Junta de Sevilla está formando un
ejército con las tropas de San Roque que manda
Castaños, y las de Granada que están a las órdenes
de Reding? Pues eso lo sabe todo Madrid.
-Mira, Fernández -dijo
oficiosamente doña Gregoria-, haces mal en revelar
lo que sabes por tan buen conducto, porque yo no soy
lerda para conocer que lo que hace nuestro ejército
no se debe decir. Y sino, pongo por caso: si tú que
estás enterado de todo, a causa de tu gran tino para
la guerra, descubres lo que hace el ejército de
Andalucía y llega a oídos del francés, puede
aprovecharse de la noticia y entonces...
-¡Qué ha de aprovecharse,
mujer, ni qué entiendes tú de estas cosas! Al
contrario, yo quiero que el señor de Santorcaz vaya
con el cuento. Y también en Castilla...
-Otro ejército, sí, compuesto
de guardias de corps, acostumbrados a hacer la
guerra en los palacios, de estudiantes, de paletos y
contrabandistas ¡Ah! -exclamó Santorcaz, dando
tregua a las bromas y hablando con completa
seriedad-. Es una desgracia para nosotros el tener
que confesar que no podemos batirnos con los
franceses. ¿Qué importa que se armen multitud de
paisanos, si esas turbas indisciplinadasantes que
ayuda serán elemento de desconcierto para el escaso
ejército español? ¿Qué obstáculo pueden ofrecer a
los que han sometido la Europa entera, esos
infelices alucinados, a quienes engaña su
ignorancia? ¿Han visto alguna vez un campo de
batalla? ¿Tienen idea de lo que significa la
previsión, la táctica, el genio de un jefe experto
para decidir la victoria? Es una triste cosa haber
llegado a este extremo por las torpezas de nuestros
Reyes; pero una vez aquí, no hay más remedio que
someterse a lo que la Providencia ha querido hacer
de nosotros. España no puede resistir la invasión,
porque si la resistiera haría un milagro, una hazaña
sobrenatural nunca vista. Condenada a ser de
Napoleón y a ver sentado en su trono a un Rey de la
familia imperial, lo más cuerdo es resignarse a este
resultado con la conciencia de haberlo merecido.
-¡Que España será francesa, que
España será de Napoleón! -exclamó el Gran Capitán
encendido en violenta ira-. Sr. de Santorcaz, Vd. es
un insolente, usted es un deslenguado, Vd. no tiene
respeto a mis canas. Ya ¿qué se puede esperar de un
trapisondista calavera como Vd. que abandonó a su
familia por irse al extranjero a aprender malas
mañas? ¡Decir que España ha de ser francesa! Salga
Vd. de mi casa, y no ponga más los pies en ella.
¿Qué te parece, Gregoria? Mujer, ¿te estás con esa
calma y no bufas de cólera como yo?
Y levantándose de su asiento,
indicó a Santorcaz con majestuoso gesto la puerta de
la sala; mas como D. Luis no tuviera humor de
marcharse, porque todos los días se repetía la misma
escena sin resultado alguno, preparábase a comer
tranquilamente, dejando que se desvaneciera, como
efectivamente se desvaneció sin efusión de sangre,
la ira de su honrado amigo. Durante la comida, D.
Santiago gruñó un poco; pero la prudencia y
discreción de su esposa evitó un choque que pudiera
haber tenido calamitosas consecuencias.
4
Lo que he contado pasaba el 20
de Mayo, si no me engaña la memoria. Poco a poco fui
avanzando en mi convalecencia, y en pocos días me
hallé ya con fuerzas suficientes para levantarme y
dar algunos paseos por los grandes corredores de la
casa, pues la vivienda del Gran Capitán tenía como
único desahogo el largo pasillo, en cuya pared se
abrían hasta veinte puertas numeradas, albergues de
otras tantas familias. Peor que mi cuerpo se hallaba
mi alma, llena de turbaciones, de sobresaltos y
congojas, tan apenada por terribles recuerdos como
por angustiosas presunciones, de tal modo que mi
pensamiento corría a refugiarse alternativamente de
lo pasado a lo futuro, buscando en vano un poco de
paz.
La muerte del cura de Aranjuez,
sin dejar de formar en mi alma un gran vacío, me era
menos sensible de lo que a primera vista pudiera
parecer, porque conceptuándola yo como tránsito que
había llevado un nuevo santo a las falanges del
Paraíso, consideraba a mi amigo en su verdadero
lugar, y no tan lejos de nosotros que pudiera
desampararnos si le invocábamos.
En cuanto a Inés, no dudaba que
existía en poder de alguien que la protegiera por
encargo de los parientes de su madre, y aunque para
esta creencia no tenía más dato que la relación del
alucinado Juan de Dios, yo me confirmaba cada vez
más en ella, fundándome en antecedentes que omito
por ser de mis lectores conocidos, y en la sórdida
avaricia del licenciado Lobo, a cuyo carácter
correspondía perfectamente una buena recompensa, a
quien deseaba poseerla.
Todo mi afán consistía en
hallarme completamente restablecido para poder salir
a la calle, y cuando lo conseguí, tuve el gusto de
darme a conocer a todos mis amigos como un verdadero
resucitado, o alma del otro mundo, que vuelve con
forma corporal a cobrar deudas atrasadas.
No tendrán Vds. idea del
aspecto que ofrecía entonces Madrid, si no les digo
que la gente toda andabaazorada y aturdida, a veces
llena de miedo y a veces haciendo esfuerzos para
disimular su alegría. El odio a los franceses no era
odio, era un fanatismo de que no he conocido después
ningún ejemplo; era un sentimiento que ocupaba los
corazones por entero sin dejar hueco para otro
alguno, de modo que el amar a los semejantes, el
amarse a sí mismo, y hasta me atrevo a decir el amar
a Dios se adoptaban y sometían como fenómenos
secundarios al gran aborrecimiento que inspiraban
los verdugos del pueblo de Madrid.
A estos se les veía solos en
todos los sitios: su presencia hacía detener o
apresurar a los transeúntes, y era tan
extraordinario este desvío, que hasta parecían ellos
mismos afectados de profundo pesar, y se les
observaba taciturnos y foscos, sintiendo que el
suelo les quemaba las plantas de los pies. Habían
llenado de trincheras y baterías el Retiro, y para
ver en todo su orgullo y presunción a los invasores,
no había más que dirigir el paseo hacia Oriente, y
se les encontraba en grandes grupos alrededor de las
cantinas, o paseando por la carretera de Aragón.
Ningún español se encaminaba hacia allí, a no ser
los granujas que entonces, como ahora, gustaban de
meter las narices en todas partes. Yo, llevado de mi
curiosidad, me acerqué al Retiro, y también recorrí
otros sitios hacia el Mediodía, igualmente ocupados
como posiciones ventajosas.
En el interior de Madrid las
tiendas estaban desiertas, pues todas las personas
que se juntaban para pedir o comunicar noticias se
reunían en parajes ocultos, siendo de notar que ya
entonces comenzaban a dar sus primeras señales de
vida las sociedades secretas, aunque yo no vi
ninguna, y digo esto sólo con referencia a vagos
rumores. Como el afán por tener noticias relativas
al levantamiento de las provincias, era una fiebre
de que no estaban exentos ni los niños, ni los
ancianos, ni las mujeres, cuando se sabía que D.
Fulano de Tal había recibido una carta de Andalucía
o de Galicia o de Cataluña, la casa se llenaba de
amigos, y hasta los desconocidos se permitían
invadirla ruidosamente para no esperar a que se les
contara el gran suceso. Sacábanse copias de las
cartas que hablaban de la Junta de Sevilla y de la
sublevación de las tropas de San Roque, y aquellas
copias circulaban con una rapidez que envidiaría la
moderna imprenta. Todos los días y a todas horas se
hablaba de los oficiales que habían huido de Madrid
para unirse a los ejércitos de Cuesta o de Blake, y
cuando se tropezaba con un militar o con algún joven
paisano de buen porte y bríos, no se le hacía otra
pregunta que esta: «¿Usted cuándo se va?». Las
familias de las víctimas se habían olvidado ya de
rezar por los muertos, y pensaban en equipar a los
vivos. Escaseaban los jornaleros y menestrales,
porque de los barrios bajos partían diariamente
muchos hombres a engrosar las partidas de Toledo y
la Mancha, y a pesar de los brutales bandos del
general francés, ni faltaban armas en las casas, ni
los fugitivos partían con las manos vacías.
Los invasores, que vigilaban el
odio de la capital con la suspicacia medrosa del que
ha padecido sus terribles efectos, no permitían,
siendo tan grande su número y fuerza, que se
manifestara lo que los madrileños pensaban y
sentían; pero aun así, ¡cuántos cantares, cuántas
jácaras, romances y décimas brotaron de improviso de
la vena popular, ya amenazando con rencor, ya
zahiriendo con picantes chistes a los que nadie
conocía sino por el injurioso nombre de la
canalla!
En el fondo de aquella grande
agitación, y entre tantos recelos, había un júbilo
secreto, pues como un día y otro llegaban noticias
de nuevos levantamientos, todos consideraban a los
franceses como puestos en el vergonzoso trance de
retirarse. Aquel júbilo, aquella confianza, aquella
fe ciega en la superioridad de las heterogéneas y
discordes fuerzas populares, aquel esperar siempre,
aquel no creer en la derrota, aquel no importa
con que curaban el descalabro, fueron causa de la
definitiva victoria en tan larga guerra, y bien
puede decirse que la estrategia, y la fuerza y la
táctica, que son cosas humanas, no pueden ni podrán
nunca nada contra el entusiasmo, que es divino.
Como era natural, las noticias
del levantamiento se exageraban mucho, y el
entusiasmo popular veía miles de hombres donde no
había sino centenares. Cuando las noticias venían de
Bayona, eran objeto de sistemático desprecio, y las
disposiciones del palacio de Marrás, así como la
convocatoria de irrisorias Cortes en la ciudad del
Adour, y el pleito homenaje por algunos grandes
tributado a Bonaparte, daban pábulo a las sátiras
sangrientas. Cuando alguno decía que vendría de Rey
a Madrid el hermano de Napoleón, daba pie para las
más ingeniosas improvisaciones del género
epigramático. Todas las tertulias, que entonces eran
muchas, pues la sociedad no se desparramaba aún por
los cafés, eran, digámoslo así, verdaderos clubs
donde latía sorda y terrible la conspiración
nacional. Se conspiraba con el deseo, con las
noticias, con las sospechas, con las exageraciones,
con las sátiras, con verdades y mentiras, con el
llanto tributado a los muertos y las oraciones por
el triunfo de los vivos.
Tal era Madrid a fines de Mayo
de 1808, antes de que sonaran los primeros cañonazos
de Cabezón y los primeros tiros del Bruch. Dicho
esto, se me permitirá que hable un poco de mi
persona, pues atendiendo a que la desgracia halla
siempre eco en las personas discretas y sensibles,
creo que no soy saco de paja a los ojos de mis
lectores, y que algún interés les inspiran los
penosos trances de mi borrascosa existencia.
Necesito, además, explicar por qué causas emprendí
mi viaje a Andalucía entre Mayo y Junio; y si de
buenas a primeras me presentara camino de
Despeñaperros en compañía del desconocido Santorcaz,
Vds. no acertarían a explicarse ni los móviles de
jornada tan peligrosa, ni mi repentino acomodamiento
con aquel hombre singular.
Es, pues, el caso que no
satisfecho con las noticias que acerca de Inés me
dio Juan de Dios, traté de averiguar la verdad y
tuve la feliz ocurrencia, mejor dicho, la
inspiración, de presentarme en casa de la marquesa,
a quien no hallé; mas quiso la Divina Providencia
que un criado, conocido mío desde la famosa noche de
la representación, me saliera al encuentro, y
después de mostrarse muy obsequioso, satisficiera mi
curiosidad sobre aquel punto. Según me dijo, el
mismo día 3 de Mayo se presentó allí un hombre de
antiparras verdes, el cual conducía dentro de una
litera a cierta joven llorona y al parecer enferma.
No encontrando a la señora, preguntó por su hermano,
con el cual hubo de conferenciar más de dos horas,
después de cuyo tiempo despidiose, dejando a la
muchacha en la casa. El hermano de la marquesa, que
no era otro que aquel simpático diplomático a quien
conocimos en Octubre de 1807, partió el día 4 para
Córdoba a unirse con su hermana y sobrina, y ¡cosa
rara! -decía aquel curioso servidor-, se llevó
consigo a la jovenzuela.
-¿De modo que ahora están todos
en Córdoba? -le pregunté.
-Sí, y según noticias, no
piensan venir hasta que no se acaben estas cosas.
Eso de la muchacha que trajeron en la litera ha dado
mucho que hablar a la servidumbre, y según dice mi
mujer... más vale callar. El hombre aquel de las
antiparras verdes había estado ya algunos días aquí,
y unas veces la señora condesa, otras su tía, le
recibían. Mal hombre parece.
-¿Y la muchacha no hizo
resistencia cuando se la quisieron llevar?
-Si parecía muerta; ¿qué
resistencia podía hacer? Si tuvimos que cargarla
entre dos para ponerla en el coche...
Ignoro si esto que oí y
puntualmente refiero, llamará la atención de Vds.,
pero lo que sí les ha de causar sorpresa ¡qué digo
sorpresa!, asombro grandísimo, es el saber que me
atreví a desafiar las iras del licenciado Lobo, del
mismo Lobo de marras, no vacilando en arriesgarlo
todo por esclarecer más aún que tan hondamente me
inquietaba. No queriendo aparecer ni aun en sombra
por la aborrecida calle de la Sal, busquelo allá por
la alcaldía de Casa y Corte, donde con toda
seguridad pensaba encontrarle, y al punto que me
vio... No, no es verosímil, no lo van ustedes a
creer. ¿Necesitaré jurarlo? Pues lo juro: juro que
es la pura verdad... Pues bien: al pronto que me
vio, echome los brazos al cuello, demostrando gran
interés por mi persona, y no sólo me pidió nuevas
acerca de mi salud, sino que me rogó le contase
algunos pormenores acerca de mi fusilamiento y para
él milagrosa resurrección.
Esto me dejó atónito, aunque no
tranquilo, pues presumí que tan desusadas blanduras
serían obra de su refinada astucia, y preparación de
algún nuevo golpe contra mí; pero cuando le pregunté
por el estado en que se hallaba el proceso célebre,
respondiome que ya no se pensaba en tal cosa, porque
como los franceses eran amigos del Príncipe de la
Paz, no convenía molestar a los servidores y amigos
de este.
-No quiero -añadió-, que S. A.
el Gran Duque se amosque. Aquello fue una broma, y
de haberte prendido, al punto hubieras sido puesto
en libertad. Pero di, picarón... ¿conque tú eras
galán de D.ª Inés? Cuéntame todo: ¿dónde la
conociste? ¡Ah, bien comprendía Requejo que guardaba
un tesoro en su casa! Yo lo sabía todo... ¿y tú?,
sospecho que también, perillán. Lo que sí no sabías
es que a fines del mes de Abril se acordó en consejo
de familia recoger e identificar a esa jovencita
para darle la posición que le corresponde. Como yo
estaba al tanto de todo, y además tenía el honor de
conocer a la señora marquesa, comprometime a
entregarla, haciéndoles creer que había grandes
dificultades para arrancarla de casa de los
parientes de su supuesta madre. Hijo, es preciso
hacer algo por la vida: a fe que es un pobre con
mujer, nueve hijos, dos suegras y tres cuñadas; dos
suegras, sí señor, la madre y la abuela de mi mujer,
y si uno no se da maña para mantener a este
familión... La verdad es que a todos les di
cordelejo, a D. Mauro, al papanatas de Juan de Dios,
y a ti mismo, que ahora resucitas para pedirme a
Inesita. ¿Pero la amabas tú? Anda, zanguango,
cortéjala, a ver si logras casarte con ella, lo cual
aunque difícil, no es imposible... la niña tendrá
una dote regular y quizás pueda heredar el mayorazgo
y el título, lo cual será según el tenor de las
escrituras... ¡Ah pelafustán! Me parece que tú traes
un proyectillo entre ceja y ceja. ¿Vas a Córdoba?
Oye: recuerdo que la palomita te llamaba con
exclamaciones muy tiernas, cuando medio muerta la
conducíamos en la litera mi pasante y yo. ¡Ja, ja,
ja! ¿Sabes de qué me río? De ese ganso de Juan de
Dios, que estuvo aquí el otro día, y poniéndose de
rodillas delante de mí, me dijo: «¡Deme Vd. a Inés
porque me muero sin ella! ¡Démela Vd. hoy y máteme
mañana!». Fue una comedia, Gabriel, y aunque nos
reímos mucho, al fin nos cansó tanto que tuvimos que
echarle a palos de la escribanía.
Atención sostenida presté yo a
estas y otras muchas razones del licenciado Lobo, el
cual para que nada faltara en su inexplicable
benignidad y cortesanía, al tiempo de despedirme me
dijo que quizás pudiera proporcionarme algunas
lecciones de latín, sime hallaba con ánimos, puesto
que era tan gran humanista, de ganarme el pan con la
enseñanza. Dile las gracias y me retiré tan
satisfecho del resultado de mis investigaciones, que
el mismo día decidí marchar a Córdoba cuando
estuviera restablecido.
¿Me seguirán Vds., o fatigados
de estas aventuras dejarán que marche solo a
resolver cuestiones que a nadie interesan más que al
que esto escribe? No; espero que no nos separaremos
tan a deshora, y cuando parece probable que
siguiéndome asistan Vds. a algún espectáculo que les
haga más llevadero el fastidio de mis personales
narraciones. Vamos, pues, y tengan en cuenta que nos
acompaña el Sr. de Santorcaz, a quien llevan a
Andalucía asuntos de familia. Yo le manifesté que
deseaba me llevase como escudero; mas él dijo que no
tenía con qué pagar mis servicios, porque su bolsa
no estaba en disposición de atender a gastos de
servidumbre, y que harto se congratularía de
llevarme como compañero y amigo. Así fue, en efecto,
y como yo necesitara algunos días más de
restablecimiento, él me esperó, y en uno de los
últimos de Mayo o de los primeros de Junio, luego
que me despedí de mis obsequiosos protectores,
correspondiéndoles como pude, y de Juan de Dios, a
quien oculté el objeto de mi expedición, nos pusimos
en marcha
5
Como Santorcaz era pobre, y yo
más pobre todavía, nuestro viaje fue tan irregular,
cual los que en antiguas novelas vemos descritos. No
adoptamos sistemáticamente ninguna de las clases de
incómodos vehículos conocidos en nuestra España; así
es que en varias ocasiones marchábamos en galera,
otras en macho, si nos franqueaban sus caballerías
los arrieros que tornaban a la Mancha de vacío, y
las más veces a pie. Hacíamos noche en las posadas y
ventas del camino, donde Santorcaz lucía su
prodigiosa habilidad en el no gastar, logrando
siempre que se le sirviese bien. Para estas y otras
picardías, mi compañero se hacía pasar por un
insigne personaje, mandándome que le llamase Su
Excelencia, y que me descubriese ante él siempre que
nos mirase el mesonero. Yo lo cumplía puntualmente;
y con tal artificio, más de una vez, además de no
cobrarnos nada, salían a despedirnos humildemente
rogándonos que les dispensáramos el mal servicio.
Más allá de Noblejas y
Villarrubia de Santiago, y cuando después de una
larga jornada sesteábamos, apartados del camino,
junto a la ermita del SantoNiño, se nos
agregó un mozo que nos dijo llevaba el mismo camino
que nosotros, y que desde entonces fue nuestro
inseparable compañero. Tenía como veinte años;
llamábase Andresillo Marijuán, y aunque era natural
de Aragón, iba a servir de mozo de mulas a un pueblo
de Andalucía, en casa de la señora condesa de
Rumblar, su ama y señora, pues en las fincas que
esta poseía en tierra de Almunia de Doña Godina,
había nacido aquel mancebo. Al punto su genio franco
y alegre simpatizó con el mío, y nos hicimos muy
amigos. Santorcaz nos trataba con superioridad
aunque sin tiranía. Cuando al llegar a una posada
cabalgando él en perverso macho y nosotros a pie,
íbamos a tenerle el estribo y después a quitarle las
espuelas, deshaciéndonos en cumplidos y cortesías,
teníamos que apretar los dientes para no soltar la
risa. Marijuán, que mejor que yo sabía fingir, era
el encargado de ordenar al ventero que le diese al
amo lo mejor de la despensa, porque Su Excelencia
que iba de Regente a Sevilla, era hombre terrible, y
castigaba con fiereza a los posaderos que no le
servían bien.
Así atravesamos la Mancha,
triste y solitario país donde el sol está en su
reino, y el hombre parece obra exclusiva del sol y
del polvo; país entre todos famoso desde que el
mundo entero se ha acostumbrado a suponer la
inmensidad de sus llanuras recorrida por el caballo
de D. Quijote. Es opinión general que la Mancha es
la más fea y la menos pintoresca de todas lastierras
conocidas, y el viajero que viene hoy de la costa de
Levante o de Andalucía, se aburre junto al
ventanillo del wagon, anhelando que se acabe
pronto aquella desnuda estepa, que como inmóvil y
estancado mar de tierra, no ofrece a sus ojos
accidente, ni sorpresa, ni variedad, ni recreo
alguno. Esto es lo cierto: la Mancha, si alguna
belleza tiene, es la belleza de su conjunto, es su
propia desnudez y monotonía, que si no distraen ni
suspenden la imaginación, la dejan libre, dándole
espacio y luz donde se precipite sin tropiezo
alguno. La grandeza del pensamiento de don Quijote,
no se comprende sino en la grandeza de la Mancha. En
un país montuoso, fresco, verde, poblado de
agradables sombras, con lindas casas, huertos
floridos, luz templada y ambiente espeso, D. Quijote
no hubiera podido existir, y habría muerto en flor,
tras la primera salida, sin asombrar al mundo con
las grandes hazañas de la segunda.
D. Quijote necesitaba aquel
horizonte, aquel suelo sin caminos, y que, sin
embargo, todo él es camino; aquella tierra sin
direcciones, pues por ella se va a todas partes, sin
ir determinadamente a ninguna; tierra surcada por
las veredas del acaso, de la aventura, y donde todo
cuanto pase ha de parecer obra de la casualidad o de
los genios de la fábula; necesitaba de aquel sol que
derrite los sesos y hace locos a los cuerdos, aquel
campo sin fin, donde se levanta el polvo de
imaginarias batallas, produciendo al transparentarse
la luz, visiones de ejércitos de gigantes, de
torres, de castillos; necesitaba aquella escasez de
ciudades, que hace más rara y extraordinaria la
presencia de un hombre, o de un animal; necesitaba
aquel silencio cuando hay calma, y aquel desaforado
rugir de los vientos cuando hay tempestad; calma y
ruido que son igualmente tristes y extienden su
tristeza a todo lo que pasa, de modo que si se
encuentra un ser humano en aquellas soledades, al
punto se le tiene por un desgraciado, un afligido,
un menesteroso, un agraviado que anda buscando quien
lo ampare contra los opresores y tiranos;
necesitaba, repito, aquella total ausencia de obras
humanas que representen el positivismo, el sentido
práctico, cortapisas de la imaginación, que la
detendrían en su insensato vuelo; necesitaba, en
fin, que el hombre no pusiera en aquellos campos más
muestras de su industria y de su ciencia que los
patriarcales molinos de viento, los cuales no
necesitaban sino hablar, para asemejarse a colosos
inquietos y furibundos, que desde lejos llaman y
espantan al viajero con sus gestos amenazadores.
6
Tal es la Mancha. Al
atravesarla no podía menos de acordarme de D.
Quijote, cuya lectura estaba fresca en mi
imaginación. Durante nuestras jornadas nos
aburríamos bastante, menos cuando Santorcaz nos
contaba algún extraordinario suceso de los muchos
que en lejanos países había presenciado. Una vez nos
dejó con la boca abierta contándonos la fiesta de la
coronación de Bonaparte, con todos sus pelos y
señales, y otra nos puso los pelos de punta
refiriendo la más famosa batalla de las muchas en
que se había encontrado. Cuando nos hizo el cuento,
íbamos caballeros en sendos machos que nos
facilitaron por poco dinero unos arrieros de
Villarta, y no estoy seguro si habíamos traspasado
ya el término de Puerto Lápice o íbamos a entrar en
él. Lo que sí recuerdo es que por huir del calor,
emprendimos nuestra jornada mucho antes de la salida
del sol, y que la noche estaba brumosa, el cielo
encapotado y sombrío, la tierra húmeda, a
consecuencia del fuerte temporal de agua que
descargara el día anterior.
Debo indicar el paisaje que
teníamos delante, porque no menos que la pintoresca
relación de Santorcaz, contribuyó aquel a
impresionar mis sentidos. El camino seguía en línea
recta ante nosotros: a la izquierda elevábanse unos
cerros cuyas suaves ondulaciones se perdían en el
horizonte formando dilatadas curvas: en el fondo y
muy lejos se alcanzaba a ver una colina más alta, en
cuya falda parecían distinguirse las casas de un
pueblo: a la derecha el suelo se extendía
completamente llano, y en su inmensa costra la tarda
corriente de un arroyo y el agua de lalluvia,
formaban multitud de pequeños charcos, cuyas
superficies, iluminadas por la luna, ofrecían a la
vista la engañosa perspectiva de una gran laguna o
pantano. He hablado de la luna, y debo añadir que
aquel astro, desfigurador de las cosas de la tierra,
prestaba imponente solemnidad al desnudo y solitario
paisaje, esclareciéndolo o dejándolo a oscuras
alternativamente, según que daban paso o no a sus
pálidos rayos, los boquetes, desgarrones y
acribilladuras de las nubes.
Santorcaz, después de un rato
de silencio y meditación, contuvo su cabalgadura,
parose en mitad del camino y contemplando con cierto
arrobamiento el horizonte lejano, las colinas de la
izquierda y los charcos de la derecha, habló así:
-Estoy asombrado, porque nunca
he visto dos cosas que tanto se parezcan como este
país a otro muy distante donde me encontraba hace
tres años a esta misma hora, en la madrugada del 2
de Diciembre. ¿Es mi imaginación la que me reproduce
las formas de aquel célebre lugar, o por arte
milagrosa nos encontramos en él? Gabriel, ¿no hay
enfrente y hacia la derecha unos grandes pantanos?
¿No se ven a la izquierda unos cerros que terminan
en lo alto con un pequeño bosque? ¿No se eleva
delante una colina en cuya falda blanquea un
pueblecillo? Y aquellas torres que distingo al otro
lado de dicha colina ¿no son las del castillo de
Austerlitz?
Marijuán y yo nos reímos,
diciéndole que se le quitaran de la cabeza tales
cosas, y que si bien lo de los charcos era cierto,
por allí no había ningún castillo de Terlín ni nada
parecido. Pero él poniendo al paso la cabalgadura y
mandándonos que le siguiéramos uno a cada lado,
continuó hablando así:
-Muchachos, no puedo olvidar
aquella célebre jornada, que llamamos de los Tres
Emperadores, y que es sin duda la más sangrienta, la
más gloriosa, la más hábil con que ha ilustrado su
nombre el gran tirano, ese hombre casi divino, a
quien ahora puedo nombrar a boca llena, porque no
nos oyen más que el cielo y la tierra. Os contaré,
muchachos, para que sepáis lo que es el hacha de la
guerra en manos de ese leñador de Europa. Yo me
hallaba en París sin recursos después de haber sido
sucesivamente maestro de latín, pintor de muestras,
corista en Ventadour, espadachín, servidor de los
emigrados de Coblenza, postillón de diligencias,
carbonero y cajista de imprenta, cuando senté plaza
en el ejército de Boulogne, destinado a dar un golpe
de mano contra Inglaterra... Cuando el Emperador nos
trasladó de improviso y sin revelar su pensamiento
al centro de Europa, estábamos un tanto amoscados
porque las violentas marchas nos mortificaban mucho,
y como éramos unos zopencos, no comprendíamos los
grandes planes de nuestro jefe. Pero después de la
capitulación de Ulm, nos creíamos los primeros
soldados del mundo, y al hablar de los austriacos,
de los prusianos y de los rusos, nos reíamos de
ellos, juzgándolos hasta indignos de nuestras balas.
Cuando pasamos el Inn ya presumíamos que se
preparaban grandes cosas: al internarnos en la
Moravia, después de la acción de Hollabrünn,
comprendimos que el ejército ruso-austriaco nos iba
a presentar batalla formal. Lo que no estaba
reservado a nuestras cabezas era el discurrir si
tomaríamos la ofensiva o si operaríamos a la
defensiva. Pero la gran cabeza, aquella que tiene un
mechón en la frente y el rayo en el entrecejo, lo
iba a decidir bien pronto.
A este punto llegaba, cuando el
camino por que marchábamos torció hacia la derecha
describiendo una gran vuelta, de modo que formaba
ángulo recto con su primitiva dirección. Santorcaz,
nuevamente alucinado, con aquello que parecía para
él extraordinaria coincidencia, prosiguió así:
-¿Pero no es este el camino de
Olmutz? Gabriel: o esto es aquello mismo, o se le
parece como una gota a otra gota. Mira, ahora
tenemos enfrente los pantanos de Satzchan y a
nuestra izquierda la colina de Pratzen. Mira hacia
allá. ¿No se oye ruido de tambores? ¿No se ven
algunas luces? Pues allí están los rusos y los
austriacos. ¿Sabes cuál es su intención? Pues
quieren cortarnos el camino de Viena, para lo cual
tendrán que bajar de la colina de Pratzen y situarse
entre nuestra derecha y los pantanos. ¡Mira si son
estúpidos! Eso precisamente es lo que quiere el
Emperador y todo lo dispone de modo que parezca que
nos retiramos hacia Viena. Figúrate que aquí está
nuestro ejército, compuesto de setenta mil hombres,
cuyo inmenso frente ocupa todas las colinas de la
izquierda, el camino y parte de la llanura que hay a
la derecha. El Emperador, después de llenarse las
narices de tabaco, sale a media noche a recorrer el
campo, y observar los movimientos del enemigo.
¿Veis?, por allí va. ¿No se oyen las pisadas de su
caballo, y los gritos de entusiasmo con que le
saludan los soldados? ¿No se ve el resplandor de las
hogueras que encienden a su paso? ¿Pero Vds. no ven
todo esto? Bah. Es ilusión mía, pero de tal modo
aviva mis recuerdos la similitud del paisaje, que me
parece ver y oír lo que estoy contando... Pero
querréis saber cómo fue que vencimos a los rusos y a
los austriacos, y os lo voy a referir. Al amanecer ¡oh
chiquillos!, los rusos bajaban maquinalmente por
aquella alta colina de enfrente, con objeto de venir
hacia nuestra derecha para cortarnos el camino. No
olvidéis que aquí delante tenemos un arroyo que
viene serpenteando de izquierda a derecha hasta
perderse en los pantanos. El Emperador manda que la
derecha pase el arroyo, y verificado esto, los rusos
la atacan. El centro, mandado por Soult y la
izquierda por Lannes, ansiaban entrar en fuego; pero
el Emperador contenía el ardor de aquellos
generales, para aguardar a que los rusos acabasen de
cometer eldesatino de bajar de las alturas de
Pratzen para meterse en la madre del arroyo de
Golbasch. Os explicaré bien. Allá en lontananza y al
pie de la loma están las aldeas de Telnitz y
Sokolnitz...
-Si aquí no hay tales aldeas,
señor -interrumpió Marijuán, indócil a la
mistificación.
-Necio, ¿querrás callar?
-continuó el francmasón-. Yo sé lo que me digo, y es
que todo el afán de Napoleón después que vio bajar a
los rusos, consistía en tomar aquellas aldeas para
luego apoderarse de la loma que tenemos enfrente.
¿No le veis? Pues bien; los generales Soult y Lannes
partieron al galope para dirigir las operaciones del
centro y de la izquierda. Yo pertenecía al centro, y
estaba en el 17 de línea y a las órdenes de Vandamme.
Avanzamos hacia el arroyo: ¿veis?, fuimos por aquí a
toda prisa.
-Si aquí no hay tal arroyo
-dijo Marijuán riendo-. Vd. sí que tiene la cabeza
llena de arroyos y aldeas, y derechas e izquierdas.
-Llegamos a la aldea de Telnitz
y allí comenzó el ataque -continuó
imperturbablemente Santorcaz-. En la loma quedaban
todavía veintisiete batallones de infantería rusa y
austriaca, mandados en persona por los dos
Emperadores y por el general en jefe ruso Kutusof.
¡Ah, muchachos, si hubierais visto aquello! Mirad
hacia enfrente, pues desde aquí se distingue muy
bien la posición que respectivamente teníamos, ellos
encima, nosotros debajo... Al principio nos
acribillaban; pero Soult nos manda subir a todo
trance, y subimos desafiando la lluvia de balas.
Para ayudarnos, el general Thiebault, que pertenecía
a la división de Saint-Hilaire, refuerza nuestra
derecha con doce piezas de artillería que bien
disparadas hacen grandes claros en las filas
enemigas. Estas tienen al fin que retroceder al otro
lado de la loma. ¿Veis aquel repecho que hay a la
izquierda? Pues allí fue el 17 de línea. Piquemos
nuestras caballerías y nos hallaremos en el mismo
sitio. Estúpidos, ¿no os entusiasmáis con estas
cosas? Mira, Gabriel, ya estamos subiendo: esta es
la loma que veíamos desde lejos: este repecho que
miráis a la izquierda es el repecho de Stari-Winobradi,
a donde el general Vandamme nos condujo. ¿Pero
creéis que era cosa de juego? El repecho estaba
defendido por numerosas tropas rusas, y una
formidable artillería. La cosa era peliaguda; pero
cuando los generales dicen adelante, adelante,
no es posible resistir, y aunque del 17 de línea no
quedamos más que la tercera parte para contarlo,
ayudados por el 24 de ligeros, tomamos al fin el
repecho, apoderándonos de la artillería. Los rusos
se desbandaron por el otro lado de la loma,
dirigiéndose hacia aquel caserío que a lo lejos
clarea a la luz de la luna y que no es otro que el
castillo de Austerlitz.
Marijuán reventaba de
hilaridad. Yo, a mi vez, no pude menos de hacer
alguna observación al narrador, diciéndole:
-Señor de Santorcaz, allá no se
ve ningún castillo, como no sea que se le antoje
fortaleza la cabaña de algún pastor de carneros,
únicos rusos que andan por estos lugares.
-Tú sí que no sabes lo que te
dices -prosiguió Santorcaz deteniendo su macho en
medio del camino-. Os seguiré contando. Mientras los
del centro hacíamos lo que habéis oído, allá por la
izquierda, en esa tierra llana que tenemos a este
lado, la caballería cargaba portentosamente al mando
de Lannes y Murat. Francamente, rapaces, de esto
poco os puedo hablar, porque caí herido: por un buen
rato se me pusieron ciertas telarañas ante los ojos,
y mis oídos no percibían sino un vago zumbido. Pero
ahí hacia la derecha se remataba a los rusos y
austriacos del modo más admirable. ¿No veis los
pantanos de Satzchan? A lo lejos brilla su engañosa
superficie: están helados, y los rusos, impelidos
por Soult, se precipitan sobre ellos. En el acto el
Emperador manda que la artillería de la guardia
dispare algunos cañonazos sobre el hielo para que se
hunda, y entre los desmenuzados cristales, caen al
agua dos mil rusos con sus cañones, caballos,
pertrechos, armas, municiones y carros,
precipitándose confusamente, sin que sus compañeros
les prestaran socorro, porque no pensaban más que en
huir, y huyendo se ahogaban, y quedándose morían
barridos por la metralla francesa. ¡Qué espantoso
desastre para aquella pobre gente, y qué gran
victoria para nosotros! Estábamos locos de
entusiasmo. ¡Pero qué veo! Gabriel, y tú, Marijuán,
¿no os entusiasmáis? Sois unos gaznápiros. Aquello
fue prodigioso. Sólo entramos en fuego cuarenta mil
hombres, y merced a las hábiles disposiciones del
gran tirano, derrotamos a noventa mil aliados,
matándoles o ahogando quince mil, cogiendo veinte
mil prisioneros y ciento veinte cañones. ¿No había
motivo para que nos volviéramos locos con nuestro
jefe? ¡Ah, muchachos, si hubierais estado allí
cuando recorrió el campo de batalla mandando recoger
los heridos! Creo que hasta los muertos se
levantaban para gritar «¡viva el Emperador!», y
cuando a la noche siguiente encendimos una gran
hoguera, en este mismo sitio donde ahora estamos, y
vino él a situarse allí enfrente para recibir al
emperador de Austria, parecía un dios rodeado de
aureola de fuego y teniendo al alcance de su mano
los rayos con que destruía tronos y reyes, imperios
y coronas.
Marijuán y yo nos reíamos; pero
pronto nos fue forzoso disimular nuestra hilaridad,
porque habiendo preguntado el joven aragonés con
mucha sorna que cuál fue la ventaja sacada de tal
lucha, Santorcaz se amoscó, y amenazando castigarnos
si no nos entusiasmábamos como él, nos dijo:
-Mentecatos, podencos; ¿acaso
la paz y tratado de Presburgo es paja? Prusia quedó
aliada de Francia, perdiendo Austria el apoyo de su
hermana. Austria abandonó a Francia el estado de
Venecia y cedió el Tirol a Baviera, reconociendo al
mismo tiempo la soberanía de los electores de
Baviera, Wurtemberg y Baden, después de pagar a
Francia cuarenta millones de indemnización de
guerra. Al mismo tiempo, pedazos de alcornoque, por
el tratado de SchÅ“nbrunn, Francia cedió a Prusia el
Hannover, Prusia cedió a Baviera el marquesado de
Anspach y a Francia el principado de Neufchatel y el
ducado de Cleves.
Marijuán y yo volvimos a
mirarnos y nos volvimos a reír, lo cual, advertido
por Santorcaz, fue causa de que este nos sacudiera
un par de latigazos, que a ser repetidos, nos
habrían obligado a defendernos, haciendo allí mismo
un segundo Austerlitz. Más bien estábamos para
burlas que para veras, y Marijuán especialmente, no
dejaba pasar coyuntura alguna en que pudiera zaherir
a nuestro compañero; así es, que habiendo acertado a
encontrar un rebaño de ovejas y cabras, dijo el
aragonés:
-Apartémonos aquí junto al
charco para ver de derrotar a estos austriacos y
rusiacos, que vienen mandados por el tío Parranclof,
emperador del Zurrón y rey de los guarros, y subamos
a la loma de la Panza para quitarles la artillería y
hacerles meter en el castillo.
Yo en tanto, acordándome de D.
Quijote, contemplaba el cielo, en cuyo sombrío fondo
las pardas y desgarradas nubes, tan pronto negras
como radiantes de luz, dibujaban mil figuras de
colosal tamaño y con esa expresión que sin dejar de
ser cercana a la caricatura, tiene no sé qué sello
de solemne y pavorosa grandeza. Fuera por efecto de
lo que acababa de oír, fuera simplemente que mi
fantasía se hallase por sí dispuesta a la
alucinación que siempre produce un bello espectáculo
en la solitaria y muda noche, lo cierto es que vi en
aquellas irregulares manchas del cielo veloces
escuadrones que corrían de Norte a Sur; y en su
revuelta masa las cabezas de los caballos y sus
poderosos pechos, pasando unos delante de otros, ya
blancos, ya negros, como disputándose el mayor
avance en la carrera. Las recortaduras, varias hasta
lo infinito, de las nubes, hacían visajes de
distintas formas, de colosales sombreros o morriones
con plumas, penachos, bandas, picos, testuces,
colas, crines, garzotas; aquí y allí se alzaban
manos con sables y fusiles, banderas con águilas,
picas, lanzas, que corrían sin cesar; y al fin, en
medio de toda esa barahúnda, se me figuró que todas
aquellas formas se deshacían, y que las nubes se
conglomeraban para formar un inmenso sombrero
apuntado de dos candiles, bajo el cual los
difuminados resplandores de la luna como que
bosquejaban una cara redonda y hundida entre las
altas solapas, desde las cuales se extendía un largo
brazo negro, señalando con insistente fijeza el
horizonte.
Yo contemplaba esto,
preguntándome si la terrible imagen estaba realmente
ante mis ojos, o dentro de ellos, cuando Santorcaz
exclamó de improviso:
-Miradle, miradle allí. ¿Le
veis? ¡Estúpidos!, ¡y queréis luchar con este rayo
de la guerra, con este enviado de Dios que viene a
transformar a los pueblos!
-Sí, allí lo veo -exclamó
Marijuán, riendo a carcajadas-. Es D. Quijote de la
Mancha que viene en su caballo, y seguido de Sancho
Panza. Déjenlo venir, que ahora le aguarda la gran
paliza.
Las nubes se movieron, y todo
se tornó en caricatura.
7
El sol no tardó en salir
aclarando el país y haciendo ver que no estábamos en
Moravia, como vamos de Brunn a Olmutz, sino en la
Mancha, célebre tierra de España.
El pueblo donde paramos a eso
de las ocho de la mañana era Villarta, y dejando
allí nuestros machos, tomamos unas galeras que en
nueve horas nos hicieron recorrer las cinco leguas
que hay desde aquel pueblo a Manzanares: ¡tal era la
rapidez de los vehículos en aquellos felices
tiempos! Cuando entrábamos en esta villa al caer de
la tarde, distinguimos a lo lejos una gran
polvareda, levantada al parecer por la marchade un
ejército, y dejando los perezosos carros, entramos a
pie en el pueblo para llegar más pronto, y saber qué
tropas eran aquellas y a dónde iban.
Allí supimos que eran las del
general Ligier-Belair que iba a auxiliar el
destacamento de Santa Cruz de Mudela, sorprendido y
derrotado el día anterior por los habitantes de esta
villa. En la de Manzanares reinaba gran desasosiego,
y una vez que los franceses desaparecieron,
ocupábanse todos en armarse para acudir a auxiliar a
los de Valdepeñas, punto donde se creía próximo un
reñido combate. Dormimos en Manzanares, y al
siguiente día, no encontrando ni cabalgaduras ni
carro alguno, partimos a pie para la venta de la
Consolación, donde nos detuvimos a oír las
estupendas nuevas que allí se referían.
Transitaban constantemente por
el camino paisanos armados con escopetas y garrotes,
todos muy decididos, y según la muchedumbre de gente
que acudía hacia Valdepeñas, en Manzanares, y en los
pueblos vecinos de Membrilla y la Solana no debían
de quedar más que las mujeres y los niños, porque
hasta algunos inútiles viejos acudían a la guerra.
Por último, resolvimos asistir nosotros también al
espectáculo que se preparaba en la vecina villa, y
poniéndonos en marcha, pronto recorrimos las dos
leguas de camino llano: mucho antes de llegar
divisamos una gran columna de negro humo que el
viento difundía en el cielo. La villa de Valdepeñas
ardía por los cuatro costados.
Apretando el paso, oímos ya
cerca del pueblo prolongado rumor de voces, algunos
tiros de fusil, pero no descargas de artillería.
Bien pronto nos fue imposible seguir por el
arrecife, porque la retaguardia francesa nos lo
impedía, y siguiendo el ejemplo de los demás
paisanos, nos apartamos del camino, corriendo por
entre las viñas y sembrados, sin poder acercarnos a
la villa. En esto vimos que la caballería francesa
se retiraba del pueblo, ocupando el llano que hay a
la izquierda, y al mismo tiempo el incendio tomaba
tales proporciones, que Valdepeñas parecía un
inmenso horno. Los gritos, los quejidos, las
imprecaciones que salían de aquel infierno, llenaban
de espanto el ánimo más esforzado.
Al punto comprendimos que el
interior del pueblo se defendía heroicamente, y que
el plan de los franceses consistía en apoderarse de
los extremos, incendiando todas las casas que no
pudieran ocupar. De vez en cuando un estruendo
espantoso indicaba que alguno de los endebles
edificios de adobes había venido al suelo, y el
polvo se confundía en los aires con el humo. Los
escombros sofocaban momentáneamente el fuego; pero
este surgía con más fuerza, cundiendo a las casas
inmediatas. Al fin pareció que todo iba a cesar, y,
según dijeron los que estaban más cerca, habían
salido del pueblo algunos hombres a conferenciar con
el general francés. Mucho tiempo debieron de durar
las conferencias, porque no vimos que estos se
retiraran ni que concluyese el ruido y algazara en
el interior; pero al cabo de largo rato un
movimiento general de la multitud nos indicó que
algo importante ocurría. En efecto, los franceses,
replegando sus caballos en la calzada, retrocedían
hacia Manzanares.
Cuando entramos en Valdepeñas,
el espectáculo de la población era horroroso. Parece
increíble que los hombres tengan en sus manos
instrumentos capaces de destruir en pocas horas las
obras de la paciencia, de la laboriosidad, del
interés acumuladas por el brazo trabajador de los
años y los siglos. La calle Real, que es la más
grande de aquella villa, y, como si dijéramos, la
columna vertebral que sirve a las otras de engaste y
punto de partida, estaba materialmente cubierta de
jinetes franceses y de caballos. Aunque la mayor
parte eran cadáveres, había muchos gravemente
heridos, que pugnaban por levantarse; pero
clavándose de nuevo en las agudas puntas del suelo,
volvían a caer. Sabido es que bajo las arenas que
artificiosamente cubrían el pavimento de la vía, el
suelo estaba erizado de clavos y picos de hierro, de
tal modo que la caballería iba tropezando y cayendo
conforme entraba, para no levantarse más.
A la calle se habían arrojado
cuantos objetos mortíferos se creyeron convenientes
para hostilizar a los dragones, y aun después del
combate surcaban la arena turbios arroyos de agua
hirviendo, que, mezclada con la sangre, producía
sofocante y horrible vapor. En algunas ventanas
vimos cadáveres que pendían medio cuerpo fuera y
apretando aún en sus crispados dedos el trabuco o la
podadera. En el interior de las casas que no eran
presa de las llamas, el espectáculo era más
lastimoso, porque no sólo los hombres, sino las
mujeres y los niños, aparecían cosidos a bayonetazos
en las cuevas, y a veces cuando se trataba de entrar
en alguna casa por dar auxilio a los heridos que lo
habían menester, era preciso salir a toda prisa,
abandonándolos a su desgraciada suerte, porque el
fuego, no saciado con devorar la habitación cercana,
penetraba en aquella con furia irresistible.
En resumen, franceses y
españoles se habían destrozado unos a otros con
implacable saña; pero al fin aquellos creyeron
prudente retirarse, como lo hicieron, no parando
hasta Madridejos. Cuando Santorcaz, Marijuán y yo
seguimos nuestra marcha, para hacer noche en Santa
Cruz de Mudela, el espíritu de los valerosos
paisanos de Valdepeñas no había decaído, y tratando
de reparar los estragos de aquella sangrienta
jornada, parecían capaces de repetirla al siguiente
día.
De lejos y al caer de la tarde
distinguíamos la columna de humo, cubriendo el cielo
de vagabundas y sombrías ráfagas, y el aragonés y yo
no pudimos menos de maldecir en voz alta y
expresivamente al tirano invasor de España. Contra
lo que esperábamos, Santorcaz no nos contestó una
palabra, y seguía su camino profundamente pensativo.
8
Al pasar la sierra, me reconocí
completamente sano de mi anterior enfermedad. La
influencia sin duda de aquel hermoso país, el vivo
sol, el viaje, el ejercicio equilibraron al punto
las fuerzas de mi cuerpo, y respiraba con desahogo,
andaba con energía, sin sentir malestar alguno en
mis heridas. Todo rastro de dolor o debilidad
desapareció, y me encontré más fuerte que nunca.
Nada de particular hallamos durante nuestro tránsito
por las nuevas poblaciones, a no ser la alarma, la
inquietud y los preparativos de defensa. En la
Carolina y en Santa Elena escaseaban mucho los
hombres, porque la mayor parte habían ido a
incorporarse a la legión formada por D. Pedro
Agustín de Echévarri, legión cuya base fueron los
valerosos contrabandistas del país. Quedaba, no
obstante, en los desfiladeros de Despeñaperros
bastante gente para detener todos o la mayor parte
de los correos, y en varios puntos, apostadas las
mujeres o los chiquillos en lo escabroso de aquellas
angosturas, avisaban la proximidad del convoy para
que luego cayeran sobre él los hombres. También
advertimos gran abandono en los primeros campos de
pan que se ofrecieron a nuestra vista; y en algunos
sitios las mujeres se ocupaban en segar a toda prisa
los trigos todavía lejos de sazón. Cerca de
Guarromán vimos grandes sementeras quemadas, señal
de que había comenzado allí su oficio la horrible
tea invasora.
Hasta entonces no había
ocurrido ninguna colisión sangrienta entre los
imperiales y los andaluces. Estos, al ver que de
improviso por entre los romeros y lentiscos de la
sierra a aquellos soldados de la fábula, tan
hermosos y al mismo tiempo tan justamente engreídos
de su valor, no volvieron de su asombro sino cuando
los vieron desaparecer camino de Córdoba, y sólo
entonces, sintiendo requemadas sus mejillas por
generosa vergüenza, cayeron en la cuenta de que el
suelo patrio no debía ser hollado por extranjeras
botas. Los franceses encontraron el país tranquilo,
y creyeron llegar felizmente a Cádiz; pero bajo las
herraduras de sus caballos iba naciendo la yerba de
la insurrección. Aquellos caballos no eran como el
de Atila, que imprimía sello de muerte a la tierra,
sino que por el contrario, sus pisadas, como un
toque de rebato, iban despertando a los hombres y
convocándolos detrás de sí.
Llegamos por último a Bailén, y
explicaré por qué nos detuvimos en esta villa
algunos días. Allí residía el ama de Marijuán, quien
al presentarse a ella nos rogó que le acompañásemos,
y esta apreciable señora que era doña María Castro
de Oro, de Afán de Ribera, condesa de Rumblar, nos
recibió con tanto agasajo, nos ponderó de tal modo
la ruindad de las posadas y ventas de la villa, que
no tuvimos por conveniente hacernos de rogar, y
aceptamos la hospitalidad que se nos ofrecía. La
casa era grandísima y no faltaba hueco para
nosotros, ni tampoco excelente comida y bebida de lo
más selecto de Montilla y Aguilar.
-A estas horas -nos dijo la
condesa- los franceses deben de haber empeñado una
acción con el ejército de paisanos que dicen salió
de Córdoba para defender el paso del puente de
Alcolea. Si ganan los españoles, los franceses
retrocederán hacia Andújar, y como han de estar muy
rabiosos, cometerán mil atrocidades en el camino. No
conviene que salgan ustedes de aquí, a no ser que
tengan intención, como mi hijo, de incorporarse al
ejército que se está formando en Utrera.
No eran necesarias tantas
razones para convencernos. Nos quedamos, pues, en la
ilustre casa; y ahora, señores míos, con todo reposo
voy a contaros puntualmente lo que recuerdo de
aquella mansión y de sus esclarecidos habitantes,
destinados a figurar bastante en la historia que voy
refiriendo.
El palacio de Rumblar era un
caserón del siglo pasado, de feísimo aspecto en su
exterior, pero con todas las comodidades interiores
que alcanzaban los tiempos. Las altas paredes de
ladrillo, las rejas enmohecidas y rematadas en
pequeñas cruces, los dos escudos de piedra oscura
que ocupaban las enjutas de la puerta, cuyo marco
apainelado y con vuelta de cordel, parecía
remontarse a fecha más antigua que el resto de la
casa; las dos ventanas angreladas junto a un mirador
moderno; el farol sostenido por pesada armadura de
hierro dulce, en cuyo centro se retorcían algunas
letras iniciales y una corona dibujadas con las
vueltas del lingote; las guarniciones jalbegadas
alrededor de los huecos; sus pequeños vidrios, sus
celosías, y la diversidad y variedad de aberturas
practicadas en el muro, según las exigencias del
interior, le asemejaban a todas las antiguas
mansiones de nuestros grandes, bastante desprendidos
siempre para gastar en la fábrica de los conventos
el gusto y el dinero que exigían las fachadas de sus
palacios. Por dentro resplandecía el blanco aseo de
las casas de Andalucía. Tenía gran sala baja,
capilla, patio con flores, habitaciones con zócalo
de azulejos amarillos y verdes, puertas de pino
lustradas y chapeadas, gran número de arcones,
muchas obras de estalle, cuadros viejos y nuevos,
algunas jaulas de pájaros, finísimas esteras, y
sobre todo, una tranquilidad, un reposo y plácido
silencio que convidaban a residir allí por mucho
tiempo.
Hablemos ahora de la familia de
Afán de Ribera,o Perafán de Ribera, que en esto no
están acordes los cronistas. Ocupará el primer lugar
en esta reverente enumeración la señora condesa
viuda doña María Castro de Oro de Afán, etc.,
aragonesa de nacimiento, la cual era de lo más
severo, venerando y solemne que ha existido en el
mundo. Parecía haber pasado de los cincuenta años, y
era alta, gruesa, arrogante, varonil: usaba para
leer sus libros devotos o las cuentas de la casa,
unos grandes espejuelos engastados en gruesa armazón
de plata, y vestía constantemente de negro, con
traje que a las mil maravillas convenía a su cara y
figura. Aquella y esta eran de las que tienen el
privilegio de no ser nunca olvidadas, pues su curva
nariz, sus cabellos entrecanos, su barba echada
hacia afuera y la despejada y correcta superficie de
su hermosa frente, hacían de ella un tipo cual no he
visto otro. Era la imagen del respeto antiguo,
conservada para educar a las presentes generaciones.
Tendrá el segundo lugar su
hijo, joven de veinte años, niño aún por sus
hábitos, su lenguaje, sus juegos y su escasa
ciencia. Era el único varón, y por tanto el
mayorazgo de aquella noble casa, cuyo origen, como
el del majestuoso Guadalquivir, se remontaba a las
fragosidades de la Sierra de Cazorla, donde los
primeros Afán de Ribera hicieron no sé qué hazañas
durante la conquista de Jaén. El joven D. Diego
Hipólito Félix de Cantalicio había sido educado
conforme a sus altos destinos en el mundo, bajo la
dirección de un ayo, de que después hablaremos, y
aunque era voluntarioso y propenso a sacudir el
cascarón de la niñez, así como a arrastrar por el
polvo de la travesura juvenil el purpúreo manto de
la primogenitura, su madre lo tenía metido en un
puño, como suele decirse, y ejercía sobre él todos
los rigores de su carácter. Verdad es que el
muchacho, con su instinto y buen ingenio, había
descubierto un medio habilísimo para atacar la
severidad materna, y era que cuando su ayo o la
condesa no le hacían el gusto en alguna cosa,
poníase los puños en los ojos, comenzaba a regar con
pueriles lágrimas los veinte años de su cuerpo y
exclamaba: «Señora madre, yo me quiero meter
fraile». Estas palabras, esta resolución del
muchachuelo, que de ser llevada adelante, troncharía
implacablemente el frondoso árbol mayorazguil,
difundía el pánico por todos los ámbitos de la casa.
Procuraban todos aplacarle, y la madre decía: «No
seas loco, hijo mío. Vaya, puedes montarte a caballo
en la viga del patio, y te permito que le pongas al
gato las cáscaras de nuez en sus cuatro patitas».
A estos dos personajes seguirán
forzosamente las dos hijas de la marquesa; dos
pimpollos, dos flores de Andalucía, lindas,
modestas, pequeñas, frescas, sonrosadas, alegres,
sin pretensiones a pesar de su nobleza, rezadoras de
noche y cantadoras por la mañana; dos avecillas que
encantaban la vista con el aleteo de su inocente
frivolidad y de cierta ingenua coquetería, de ellas
mismas ignorada. Eran pequeñas como el reseda; pero
como el reseda tenían la seducción de un perfume que
se anuncia desde lejos, pues al sentirles los pasos
se alegraba uno, y su proximidad era aspirada con
delicia. Asunción y Presentación eran dos angelitos
con quienes se deseaba jugar para verles reír y para
reírse uno mismo del grave gesto con que
enmascaraban sus lindas facciones cuando su madre
les mandaba estar serias. La de menor edad era
destinada al claustro, y mientras halagaba a doña
María la grandiosa idea de ponerla en las Huelgas de
Burgos, se acordó que tomara las lecciones
necesarias para ser doctora, por lo cual el ayo de
su hermano le había empezado a enseñar la primera
declinación latina, que aprendió en un periquete,
encontrando aquello muy bonito. La primera, esto es,
Asunción, no tenía necesidad de aprender nada,
porque era destinada al matrimonio.
Y por último, no quiero dejar
en la oscuridad al ayo del joven D. Diego.
Llamábanle comúnmente don Paco y era un varón de
gran sencillez y moderación en sus costumbres,
aunque algo pedante. Estaba él convencido de que
sabía latín, y citaba a veces los autores más
célebres, aplicándoles lo que estos desgraciados no
pensaron nunca en decir. ¡A tales imputaciones
calumniosas está expuesta la celebridad! También se
preciaba D. Paco de enseñar acertadamente la
historia antigua y moderna a sus discípulos, aunque
nosotros sabemos por documentos de autenticidad
incontestable que en sus explicaciones nunca pasó
más acá del arca de Noé. Era, sí, muy fuerte en la
vida de Alejandro el Grande, y podemos asegurar que
poseía en altísimo grado un arte, que no a todos los
mortales es dado cultivar con regular acierto. Don
Paco era un gran pendolista, que pudiera competir
con esos colosos de la caligrafía, Torío el sublime
y Palomares el divino, y hasta con el moderno
Iturzaeta; habilidad que en parte había transmitido
a su discípulo, pues las planas del heredero de
Rumblar llenaban de admiración al señor obispo de
Guadix, cuando iba a pasar unos días en la casa.
Además, D. Paco era un hombre excelente, y temblaba
de miedo delante de la condesa, cuando esta le
achacaba las faltas del niño. Vestía de negro y
siempre en traje ceremonioso, aunque no nuevo,
usando asimismo peluca blanca, rematada en
descomunal bolsa. A los forasteros huéspedes nos
trataba con mucha dulzura porque la hospitalidad
-decía- fue don particular de los pueblos antiguos,
y debe ser practicada por los presentes para
enseñanza de los venideros
9
El patrimonio de aquella casa
era bueno, aunque muy inferior al de otras familias
de Andalucía y deCastilla; pero doña María contaba
con que sería de los primeros de España luego que su
hijo heredase el mayorazgo de unos parientes por
línea colateral, que carecían de sucesión directa.
Para facilitar esto, doña María concibió un proyecto
gigantesco, del cual dependía, como el lector verá,
la perpetuidad de aquella casa y linaje y solar
ilustre por el largo discurso de los siglos; trató
de casar a su hijo con una hembra de la familia de
aquellos sus parientes, a la sazón poseedores del
mayorazgo, y residentes en Córdoba, aunque su
habitual morada era Madrid. No era obstáculo para
esto la niñez más bien moral que física de don
Diego, pues siendo entonces costumbre emparentar lo
más pronto posible a los mayorazgos, los casaban
fresquitos y antes que tuvieran tiempo de asomar las
narices por las rehendijas de la puerta del mundo,
donde al decir de D. Paco, no había sino perdición y
desvanecimiento para la juventud, porque las
dulzuras de la copa de los placeres duraban breves
instantes, mientras que sus amargas heces
trascendían por luengos años.
Pero alguien desconcertó o
aplazó al menos los planes sabiamente trazados por
doña María y sus ilustres primas; desconcertolos
Napoleón, emperador de los franceses, al poner sus
ojos en esta joya del continente y al invadirla. La
guerra, aquella santa guerra de que no nos muestra
otro ejemplo la historia en tiempos cercanos, obligó
a suspender este como otros proyectos, y doña María,
que era aragonesa y muy patriota, hubo de llamar a
D. Diego, y desde lo alto de su sitial le aterró con
estas palabras, confiadas después a mi discreción
por D. Paco:
-Hijo mío, mucho te quiero. Tu
muerte no sólo nos mataría de pena, sino que
aniquilaría nuestra casa y linaje. Eres mi único
varón, eres el alma de esta casa, y sin embargo, es
preciso que vayas a la guerra. Sangre valerosa corre
por tus venas y estoy bien segura de que a pesar de
tus pocos años dejarás en buen lugar el nombre que
llevas. Todos los jóvenes se deben a su rey y a su
patria en estos terribles días en que un miserable
extranjero se atreve a conquistar a España. Hijo
mío, mucho te amo; pero prefiero verte muerto en los
campos de batalla y pisoteado por los caballos
franceses, a que se diga que el hijo del conde de
Rumblar no disparó un tiro en defensa de su patria.
Los hijos de todas las familias nobles de Andalucía
se han alistado ya en el ejército de Castaños; tú
irás también, con un séquito de criados, que armaré
y mantendré a mis expensas mientras dure la guerra.
Al decir esto, la marmórea cara
de doña María no se inmutó; pero Asunción y
Presentación lloraron a moco y baba. El joven
palpitó de entusiasmo al verse enviado a tomar parte
en un juego que no conocía, y que visto de lejos es
muy bonito.
Nosotros llegamos precisamente
cuando se estaban haciendo los preparativos y el
equipo de guerra del mayorazgo. Todos trabajaban en
aquella casa, y no eran las menos atareadas las
hermanitas del señor conde, porque a más de la
delicadísima ropa blanca que con sus propias manos y
bajo la inspección de su madre aparejaron,
poniéndola con mucho orden en las gruperas, se
ocupaban a toda prisa en arreglar unos muy lindos
escapularios, no sólo para él, sino para todos los
de la comitiva.
No sé qué tenían aquellos
preparativos de semejante con los que se hacen para
mandar a un chico al colegio: verdad es que nada hay
tan instructivo y despabilador como un campamento, y
por eso decía D. Paco que la guerra es maestra del
ingenio y domeñadora de las impetuosidades
juveniles.
Marijuán fue destinado a
acompañar al señorito. Con él y otros criados
formose una legioncilla de cinco hombres; mas
sabedora doña María de que otros jóvenes de familias
ricas de Baeza, Bujalance y Andújar habían llevado
hasta diez, mandó que se aumentara aquel número,
fijándose al instante en Santorcaz y en mí. Se nos
ofrecía una peseta diaria, además de lo que cayera
si volvíamos con vida y salud; así es que mi
compañero y yo nos miramos, consultando con
elocuente silencio el aspecto de nuestras
respectivas fachas. Hallábamonos ambos muy
derrotados; y con aquella escrutadora penetración
que da la carencia de posibles, cada cual conoció la
escualidez y vanidad de la bolsa del otro. Santorcaz
opinó que yo debía aceptar el enganche, y yo fui del
mismo dictamen respecto a mi amigo; doña María
ofreció equiparnos, mudando nuestras ropas por otras
nuevas y mejores, y además comprometíase a mantener
por algún tiempo a los que ya comenzaban a abrigar
algunas dudas acerca del pan que comerían al llegar
a Córdoba. No vacilamos, y henos convertidos en
soldados de caballería, prontos a incorporarnos al
pequeño pero brillante ejército de San Roque.
Comprendí que aquel era mi destino, y que para el
fin que a Córdoba me llevaba, más me convenía
penetrar en esta ciudad como soldado oscuro que como
desalmado y andrajoso vagabundo. Santorcaz se
decidió después de meditarlo mucho, dando paseos en
la habitación donde se nos había albergado. Una vez
resuelto a ello, pareció muy alegre, y le oí
pronunciar algunas palabras que me demostraban la
agitación de su alma por causas para mí desconocidas
entonces. Luego expuso a doña María que no partiría
de Bailén hasta no recibir unas cartas que esperaba
de Córdoba y de Madrid, relativas a sus intereses, a
lo cual accedió la señora, diciéndole que
permaneciese en la casa hasta cuando quisiera con la
condición de incorporarse después a la escolta de D.
Diego si esta salía antes.
No tardó mucho el día de la
partida. El joven mayorazgo estaba vestido del modo
siguiente. Una ancha faja de seda color de amaranto
le ceñía el cuerpo. Sus calzones de ante se ataban
bajo la rodilla, y sobre las medias de seda llevaba
gruesas botas de cordobán con espuelas de plata. El
marsellés de paño pardo fino con adornos rojos y
azules daba singular elegancia a su cuerpo, así como
el ladeado sombrero portugués, con moña de felpa
negra y cordón de oro. Guarnecía su cintura sobre el
fajín, lo que llamaban charpa, y era un ancho
cinturón de cuero con diversos compartimientos
ocupados por dos pistolas, un puñal y un cuchillo de
monte, de modo que aquello equivalía a llevar en los
lomos un completo arsenal, propio para hacer frente
a todas las circunstancias imaginables.
Ocupábanse la madre y las hijas
en arreglar los últimos pormenores del vestido, esta
cosiendo el último botón, aquella poniendo un
alfiler a la cinta del sombrero, la otra calzando la
espuela al mozo, cuando doña María dijo con la
viveza propia del que recuerda de improviso la cosa
más importante:
-Falta lo principal, falta la
espada.
Al punto las miradas de todos
fijáronse con cierto respeto en un venerable armario
de añejo roble que en el testero principal de la
habitación desde largos años existía. Acercose a él
la señora condesa, y abriéndolo, sacó una espada
larguísima con su vaina y tahalí, las tres piezas
muy marcadas con el sello de honrosa antigüedad.
Desenvainó el acero la propia doña María con gesto
majestuoso aunque sin ninguna afectación de brío
varonil, y luego que lo hubo contemplado un
instante, volvió a esconderlo en la vaina
entregándolo después a su hijo. Era aquella espada
una hermosa hoja toledana de cuatro mesas y de una
vara y seis pulgadas de largo. En la cazoleta o taza
cabía holgadamente una azumbre, y sus gavilanes
nielados de oro, lo mismo que el arriaz, daban
aspecto artístico y lujoso a la empuñadura. Tenía en
las dos fachadas del puño el escudo de los Rumblares,
y en el pomo una cabeza con la empresa del armero
toledano Sebastián Hernández. En la hoja, algo
roñosa, se podía deletrear, aunque con trabajo, la
inscripción grabada en uno de sus lados, Pro Fide
et Patria. Pro Christo et Patria. Pro Aris et Focis.
Inter Arma silent Leges.
Colgose al cinto esta poderosa
e ilustre tizona el joven D. Diego, para cuyas manos
era exorbitante peso; mas él, orgulloso de llevarlo,
hizo un gesto poco favorable a los propósitos del
invasor de España, y se preparó a salir.
Prorrumpieron en copioso llanto Asunción y
Presentación, lo cual dio al traste con la forzada
entereza del condesito, destinado a ser el terror de
la Francia, y pasando de los pucheros a los hipidos
y de los hipidos a una violenta explosión de
lágrimas, atronó la casa por espacio de un cuarto de
hora. Ni por esas perdió doña María su serenidad,
hablando a su hijo de asuntos extraños a la guerra.
-Lo primero que has de hacer
cuando llegues a Córdoba, es visitar a mis primas y
entregarles estas cartas. Mira, aquí van las señas
de su palacio. Harto sentimos que no pueda
celebrarse la boda concertada; pero Dios lo quiere
así, y la patria es lo primero. Algún día será. Di a
esas señoras que si vuelven pronto a Madrid, como me
dicen en su última carta, no les perdono que pasen
sin detenerse algunos días en esta su casa.
Luego tomando distinto tono,
habló así:
-Hijo mío, cuidado con lo
que haces. Observa la mejor conducta: mira que vas a
combatir al enemigo y a defender la religión, la
patria, el Estado y el Rey. Si cobarde vuelves la
espalda, no vuelvas jamás a mi casa, ni te acuerdes
nunca de tu madre, ni cuentes ya con su tierno
cariño... Su indignación, su aborrecimiento eterno,
he aquí la recompensa que te aguarda.
He subrayado estas palabras,
porque son puntualmente históricas; y si no están en
la historia, constan en papeles impresos de aquel
tiempo, que puedo mostrar al que desee verlos. La
mujer que las pronunciara (pues no fue doña María, y
el atribuirlo a esta es de mi exclusiva
responsabilidad), añadió lo siguiente, dirigiéndose
a otras madres que despedían a sus hijos en las
puertas del pueblo: -«Compañeras, si en las
batallas llegan a morir todos los hombres,
triunfaremos nosotras».
Salimos de la casa, tomando
cada cual la cabalgadura que se le había destinado,
juntamente con un sable y dos pistolas. El bagaje se
repartió entre todos. Un criado antiguo se había
encargado del dinero, otro llevaba las ropas del
señorito ; Marijuán llenaba sus alforjas con
abundantes provisiones, y en mi grupera pusimos
varios encargos y las cartas que D. Diego debía
entregar en Córdoba. Cuando yo las acomodaba entre
mi equipaje, pude de soslayo ver los sobres y me
quedé frío de sorpresa y casi diré de terror; leí
los nombres de Amaranta, de la marquesa su tía y del
señor diplomático.
Santorcaz, que hasta entonces
no había recibido lo que aguardaba, se quedó,
prometiendo juntarse con nosotros al día siguiente o
a los dos días. Yo le vi muy pensativo y tétrico con
las manos a la espalda, paseando por el portal de la
casa cuando salíamos de ella. Hasta fuera de la
villa fue en nuestra compañía D. Paco, el cual
recordaba a su discípulo las máximas de Alejandro
sobre la guerra, recomendándole una y otra vez que
las pusiera en práctica al pelear contra los
franceses, y que cuidase de sostener siempre el
orden oblicuo disponiendo una segunda línea para
asegurar las espaldas y los flancos, porque a esto
-decía- debió el gran Macedonio que siempre quedaran
victoriosas sus difalangarquías y tetrafalangarquías.
Con tan sabia máxima que el
heredero de Rumblarjuró cumplir al pie de la letra,
despidiose don Paco, y seguimos nuestra marcha muy
contentos. No tomamos el camino real desde Bailén a
Córdoba por no tropezar con la retaguardia del
general Dupont o con los muchos destacamentos que
había dejado en todos los pueblos, y en vez de las
diez y ocho leguas y media de que consta aquella
vía, tuvimos que andar unas veinticuatro, pues en
nuestro rodeo fuimos a Mengíbar; desde allí por
Torre Jimeno, siguiendo un detestable camino de
herradura, pasamos a Martos, y de Martos, por
Alcaudete y Baena, fuimos a buscar en Castro del Río
la margen derecha del Guadajoz, que nos condujo a
las inmediaciones de Córdoba.
Al salir de Bailén supimos la
derrota de los paisanos y soldados de regimientos
provinciales en el puente de Alcolea, y en Alcaudete
nos dieron otra terrible noticia, referente a la
entrada de los franceses en Córdoba y al saqueo de
aquella hermosa ciudad. Esto y el encuentro de
algunos hombres dispersados de la partida de
Echévarri nos inclinó a tomar el camino de Écija;
pero el día 16 supimos que los franceses habían
evacuado a Córdoba; y adoptando nuestro primitivo
itinerario, divisamos en la mañana del 18 un inmenso
caserío blanco, que destacaba sobre el verde-azul de
la lejana sierra infinidad de torres, minaretes,
espadañas y cimborrios.
10
Era Córdoba, la
ciudad de Abdherrahmán, la Meca de
Occidente, la que fue maestra del
género humano, la vieja andaluza,
que aún se engalana con algunos
restos de su antigua grandeza;
todavía hermosa, a pesar de los
siglos guerreros que han pasado por
ella; ya sin Zahara, sin Academias,
sin pensiles, sin aquellas
doscientas mil casas de que hablan
los cronistas árabes; sin califa,
sin sabios, pero orgullosa aún de su
mezquita catedral, la de las
ochocientas columnas; triste y
religiosa, habiendo sustituido el
bullicio de sus bazares con el culto
de sus sesenta iglesias y sus
cuarenta conventos; siempre poética
y no menos rica en la decadencia
cristiana que en el apogeo musulmán;
ciudad que hasta en los más pequeños
accidentes lleva el sello de los
siglos; tortuosa, arrugada,
defendiéndose de la luz como si
quisiera ocultar su vejez; escondida
en sus interiores donde guarda
innumerables maravillas, y siempre
asustada al paso del transeúnte;
protectora de los enamorados para
quienes ha hecho sus mil rejas y ha
oscurecido sus calles; devota y
coqueta a la vez, porque cubre con
sus joyas las imágenes sagradas, y
se engalana y perfuma aún con los
jazmines de sus patios.
Tal era la
ciudad que había estado entregada
por tres días a la brutal y salvaje
codicia de los soldados de Dupont.
Este desgraciado general, que desde
entonces comenzó a sentir aquel
aturdimiento e indecisión que lo
acompañaron hasta capitular,
temeroso de ser sorprendido allí por
las tropas de Castaños, se retiró el
16 de Junio, dirigiéndose a Andújar,
desde donde pidió refuerzos a
Madrid.
El 18 entramos
nosotros en la ciudad saqueada, aún
llena de mortal espanto. Todavía no
había sido lavada la sangre que
manchaba sus calles, ni sabían
exactamente los cordobeses a ciencia
cierta el dinero y cantidad de
alhajas que se les habían robado.
Antes que en contar lo que les
quedaban pensaron en armarse, y si
antes habían ido a la lucha, además
de los regimientos provinciales y
las milicias urbanas, los paisanos
del campo, después del saqueo todas
las clases de la sociedad se
apercibieron para lo que más que
guerra era un ciego plan de
exterminio, pues no se decía
vamos a la guerra, sino a
matar franceses.
Desde que entré
en la desgraciada ciudad, a la
emoción producida por el espectáculo
del reciente desastre se unía la que
experimentaba por asuntos de mi
propia cuenta, y por la supuesta
proximidad a quien era el faro de mi
vida. Así es que luego que el conde
y los de la comitiva nos arreglamos
en una de las mejores posadas, salí
con objeto de buscar la casa de la
señora Amaranta y de su tía, lo cual
me era sumamente fácil, por haber
visto los sobres de las cartas que
traíamos para aquellas personas.
Llegué a eso de las doce a la calle
de la Espartería, donde era su
residencia. En lo sucesivo y para
evitar confusiones, ya que no puedo
nombrar a la tía de Amaranta con su
verdadero nombre, usaré el título
convencional de marquesa de Leiva.
Cuando di los
primeros aldabonazos en la puerta,
parecíame que golpeaba en mi propio
corazón. ¿Estaría allí Inés?
¿Estaría allí, ya olvidada de que
existiera antes en el mundo un chico
llamado Gabriel, arcabuceado por los
franceses? Y si estaba y de
improviso me veía, ¿no era posible
que se me presentara deslumbrada por
los esplendores de su nueva
posición, y que a la palidez de la
primera sorpresa sucediera en su
rostro el rubor de haberme amado?
¿Se acercaba el momento de que yo
cayese de la inconmensurable altura
de mi fatuidad amorosa, encontrando
una sonrisa de desdén y la mano de
un criado que me pusiera en la
calle? ¿Por ventura el trance que me
esperaba era hermano gemelo de
aquella otra gran caída ocurrida en
el Escorial, cuando por el favor de
Amaranta soñaba con los primeros
puestos de la Nación? ¿Bajaría mi
alma desde príncipe a lacayo, como
poco antes bajó mi ambición?
Abriome la
puerta un criado conocido, a quien
rogué me llevase a presencia de mi
antigua ama la señora condesa.
Mientras atravesábamos el patio,
buscaba afanosamente algún objeto
que me indicase la proximidad de
Inés. Como olfatea el perro buscando
el rastro de su amo, así aspiraba yo
las emanaciones de la casa, buscando
el aire que había sido aliento de
aquella naturaleza querida. No oí su
voz, ni sentí sus pasos, ni vi cosa
alguna que tuviera las huellas de su
mano. A mí se me antojaba que en
cualquier objeto podía notar un
sello especial que indicara
pertenecerle. En nada de lo que
vieron mis ojos encontré la huella
indefinible que debía tener todo
aquello en que Inés pusiera los
suyos. Esto se comprende y no se
explica. El corazón es el único
adivino, y el mío me dijo que Inés
no estaba allí.
El patio era
fresco y risueño, como todos los de
las buenas casas de Andalucía. Entre
los jazmines reales, que abrazándose
a una columna ostentaban sus mil
florecillas llenas del perfume más
grato a los enamorados; entre los
naranjos de la China, graciosas
miniaturas del naranjo común; entre
los rosales de la tierra y esos
claveles indígenas cuya imperial
hermosura no ha logrado eclipsar
ninguna de las elegantes flores
modernas; entre los tiestos de
reseda, de mejorana, de albahaca y
de sándalo, saltaban los chorros de
una fuente habladora, con cuyo
monólogo se concertaba el canto de
algunos pájaros prisioneros en
doradas jaulas. El pavimento era de
mármol y los zócalos de azulejos;
sobre estos, y cubriendo gran parte
de la pared, había cuadros al óleo
de aquella escuela andaluza que ha
llevado a los lienzos el tono
caliente de la tierra, la
esplendidez de la inflamada
atmósfera y la agraciada melancolía
de los semblantes.
Afortunadamente
para mí, Amaranta se dignó
recibirme. Estaba en una sala baja,
fresca y oscura, y cuando yo entré
se ocupaba en armar unas flores de
altar. ¿Se había entregado a la
devoción? Vestía completamente de
blanco, y a la exigencia de la moda
se había unido el rigor de la
estación para que aquel ligero traje
fuera nada más que lo absolutamente
necesario para cubrir su hermoso
cuerpo. Entonces entre las miradas
de fuera y el pudor interno no se
ponía tan gran baluarte de telas
como se pone hoy. Amaranta estaba
abrumadoramente hermosa, y sus ojos
negros, que eran, como otra vez he
dicho, los primeros ojos del mundo,
es decir, los Bonapartes de la
mirada humana, conquistaban al punto
todo aquello a que dirigían su
pupila. Sentí en su presencia mucha
cortedad, mucha turbación; sentime
sin ideas y sin palabra.
-¿Qué vienes a
buscar aquí? -me dijo.
-Señora, he
venido a Córdoba para afiliarme en
el ejército del general Castaños, y
sabiendo que Su Excelencia y
apreciable familia estaban en esta
población, he querido visitar a mi
antigua y querida ama.
-Eres tan
hipócrita como intrigantuelo y
trapisondista-repuso entre severa y
amable-. ¿Conque me tienes ley? ¿Por
qué te portaste tan mal conmigo?
-Señora
-exclamé haciendo aspavientos de
respeto-. ¡Yo portarme mal! Si no
puedo olvidar lo bien que estaba al
servicio de Su Excelencia.
-¿Quieres ser
otra vez mi criado? -me preguntó.
Esta
proposición cayó sobre mí como un
rayo. Pensé en Inés, en el repentino
engrandecimiento de la que había
juzgado compañera de mi vida, y al
considerarme criado de aquella casa,
temblé de indignación.
-No señora, no
quiero servir más. Soy soldado
-repuse-. Sin embargo, estoy a las
órdenes de Vuecencia para lo que
guste mandarme.
-¿Conque
soldado? ¿Y vas a la guerra? Dentro
de un mes serás general -dijo con
punzante ironía.
-No aspiro a
tanto. Quiero servir a mi país, y
nada más. Con tal de que mañana
pueda decir: «contribuí a echar de
España a la canalla», quedaré
satisfecho.
-¿Y crees que
España podrá echar fuera a la
canalla? ¡Ah!, yo no participo de la
ilusión de esta buena gente. ¿Qué
pasó el día 9 en el puente de
Alcolea? Aquellos pobres paisanos, a
quienes no se puede negar el valor,
huyeron ante las tropas
disciplinadas del general Dupont. En
Córdoba tampoco se les puso
resistencia, y ¡qué horror, Dios
mío!, ¡qué tres días de angustia!
Todos creíamos que los franceses
entrarían con bandera de paz, porque
la gente de Echévarri abandonó la
ciudad, y los de aquí no trataban de
hacer resistencia. Llegaron los
franceses a la Puerta Nueva, y
mientras las autoridades hablaban
con ellos para darles entrada, de
una casa cercana salieron algunos
tiros. Furiosos los enemigos,
después de derribar la puerta a
cañonazos, desparramáronse por las
calles de Córdoba asesinando a
cuantos encontraban al paso y
metiéndose en las casas para coger
cuanto había. No puedes figurarte lo
que era aquello. Mudos de espanto y
ansiedad estábamos todos aquí,
atento el oído a los rumores de la
calle, cuando sentimos que las
puertas caían a golpes, y penetraba
aquella soldadesca bestial, diciendo
que se les entregasen todos los
objetos de valor. El miedo nos
impidió andar en contestaciones con
ellos, y al punto les dimos alhajas,
dinero, plata de mesa y cuanto
había, deseando que se lo llevasen
todo de una vez para no escuchar sus
insultos. Mas luego bajaron a la
bodega sedientos de vino: no
contentos con echar fuera las cubas
pequeñas, bebían en las llaves de
las pipas grandes, y dejándolas
luego abiertas, corría el Montilla
de setenta y cinco años inundando
las cuevas. Uno de aquellos salvajes
pereció ahogado en vino. Pero al fin
se fueron de casa sin cometer
atrocidades de otra clase, y nos
vimos libres de semejante chusma. En
otras partes los horrores no pueden
contarse. Robaron todo el dinero de
la administración, toda la plata de
los conventos, los vasos sagrados,
los cálices, las custodias, las
alhajas de las imágenes; penetraron
también en los conventos de frailes,
muchos de los cuales murieron
asesinados; convirtieron en lupanar
la iglesia de Fuensanta, y por tres
días Córdoba no fue una ciudad, fue
un infierno, porque todos los
demonios, todas las maldades y
abominaciones cayeron sobre ella.
Por las calles se les encontraba
borrachos, llenos de inmundicia, y
se revolcaban en el lodo, engullendo
vorazmente la comida que sacaban a
viva fuerza de las casas. Los
generales franceses, avergonzados de
tanta bajeza, querían someterlos a
palos; pero fue preciso emplear
mucho rigor, y algunos hubieron de
ser fusilados para hacer entrar en
razón a los demás. Por último,
saliendo de Córdoba para Andújar,
esos cafres nos han dejado en paz
por algún tiempo. ¡Qué espantoso
estado el de España! Y lo peor es
que sucumbirá. ¡Qué horrores, qué
días terribles nos aguardan! ¿Y en
Madrid qué tal se vive?
-¿Piensa usía
volver a la corte?
-¡Oh! Sí...
Pensamos marcharnos pronto, porque
nos llama un asunto en que está
interesada toda la familia. A ser
por mí, ya estaríamos allá. No puedo
vivir en Córdoba, y menos en el
estado actual de las cosas. Esto no
es vivir. Si en Madrid no hubiese
tranquilidad, nos iríamos a Bayona
con toda la familia.
-¿Y ninguna de
las personas de esta casa fue
maltratada por la soldadesca
francesa? -pregunté deseando saber
qué personas había en la casa.
-Ninguna: sólo
mi tío el marqués tuvo una contusión
en la cabeza; pero recibiola al
esconderse debajo de una cama, y lo
hizo con tanto ímpetu que se dio un
golpe muy fuerte contra el suelo. Un
amigo de casa, que nos visita todos
los días, D. José María de Malespina,
también recibió un ligero rasguño en
la mano derecha al ocultarse detrás
de un armario.
-¿Y las
señoras? Oí decir que una sobrinita
de la señora marquesa... o sobrinita
de Su Excelencia, no estoy bien
seguro, había venido de Madrid a
acompañarlas.
-No -contestó
Amaranta mirando al suelo.
-Pues entonces
lo confundo yo con otra cosa.
Paréceme que en Madrid lo oí decir
en Madrid al señor licenciado Lobo,
aquel famoso escribano... pero no,
seguramente se equivocó.
-¿Conoces tú al
Sr. de Lobo? -me preguntó con
inquietud.
-Ya lo creo:
somos muy amigos. Le conocí cuando
yo servía en casa de D. Mauro
Requejo... y por cierto que el señor
licenciado y yo tuvimos una cuestión
con motivo de cierta muchacha... una
infeliz, señora, una desgraciada
chiquilla, huérfana de padre y
madre.
-A ver,
cuéntame eso -dijo con interés.
-Pues los
señores de Requejo que eran dos
puerco-espines, martirizaban a la
damisela. Yo tenía lástima de ella,
y quise sacarla de allí... pero me
fusilaron los franceses.
-¡Te fusilaron!
-Sí señora; y
el Sr. de Lobo... pues... lo cierto
fue que la muchacha desapareció.
-Ya...
Cuéntamelo todo.
Con el mayor
afán, con el interés más grande que
durante mi vida he sentido por cosa
alguna, empezaba a contar a Amaranta
lo que sabía, cuando la entrada de
dos personas me interrumpió. Eran el
diplomático y D. José María de
Malespina, aquel por tantos títulos
famoso aunque retirado coronel de
artillería de quien hablé cuando lo
de Trafalgar. El primero me
reconoció y tuvo la bondad de
dirigirme algunas bromas
11
-Sobrina -dijo el marqués-, ya
pronto tendremos aquí las tropas de Castaños. ¿Sabes
lo que ahora le decía al Sr. de Malespina? Pues le
decía que si la Junta de Sevilla me comisionara para
entrar en negociaciones con los franceses, tal vez
lograría poner fin a esta desastrosa guerra.
-¿Qué negociaciones, ni qué
ocho cuartos? -dijo con desprecio Malespina-. ¡Oh!
¡Si la Junta de Sevilla siguiera el plan que he
imaginado estos días! Mientras no demos a la
artillería el lugar que le corresponde, no es
posible alcanzar ventaja alguna. Mis recientes
estudios sobre cyclodiatomía y catapéltica, me han
hecho descubrir importantes principios que ahora
debieran llevarse a la práctica.
-Reniego de la ciencia que
inventa medios de destrucción -exclamó con gesto
elocuente el marqués-, cuando por las vías
diplomáticas pudieran las Naciones resolver todas
sus querellas. ¡La guerra! ¿De qué sirve la guerra?
¿Vale la pena de que perezcan miles de seres humanos
por una cuestión que podría arreglarse con un pedazo
de papel y una pluma mojada en tinta, puesta en
manos de alguna persona que yo me sé?
-Hombre de Dios, sin la guerra
¿qué sería del mundo? Y sobre todo, ¿qué sería del
mundo sin la artillería? Montecúculi dice que las
batallas dan y quitan las coronas, concluyen las
guerras e inmortalizan al vencedor.
-¡Sangre y luto y desolación!
Pero no disputemos sobre el volcán, amigo. La guerra
es un mal, pero existe hoy entre nosotros. Lo que
conviene es buscar alianzas en Europa. Por eso desde
que llegué a Andalucía sugerí a la Junta Suprema la
idea de pedir auxilio a Inglaterra. Magnífico
pensamiento, que nia Saavedra, ni al padre Gil se le
había ocurrido.
-Y ¡Vd. se atribuye la
invención! -dijo con sorna Malespina-. Pero hombre
de Dios, si los asturianos fueron los primeros que
en tal cosa pensaron, y desde el 30 de Mayo salieron
de Gijón mis queridísimos amigos D. Andrés Ángel de
la Vega y el vizconde de Matarrosa, hijo del conde
de Toreno... ¡Bah, bah!... Si estos diplomáticos han
perdido la chaveta. Nada, amigo mío, yo le dije al
padre Gil que cuidara de aumentar la artillería,
adoptando los adelantos que yo quiero introducir en
el arma. Pues qué, ¿cree usted que Napoleón no tiene
noticia de ellos? Yo he descubierto que antes de
invadir a España, mandó una comisión secreta para
que averiguara si estaba yo aquí. Como entonces mi
familia hizo correr la voz de que yo había pasado a
América, Napoleón dijo: «Pues no hay cuidado
ninguno», y ordenó la invasión. Ya, ya me conoce él
de muy antiguo.
-¡Qué vanaglorioso es Vd.!
-dijo el diplomático con mayor fatuidad que la de su
amigo-. Eso lo dice usted por obligarme a hablar,
por obligarme a que revele... no: es secreto de
Estado, del cual quizás depende la paz de España y
de Europa, no saldrá de mis labios, ni soy hombre
que cede fácilmente a las sugestiones de la curiosa
e imprudente amistad.
-Todo eso es pura farsa.
Sepamos de una vez esos secretos.
-¡Farsa! -exclamó con enojo el
diplomático-. Peroya comprendo el juego. Lo mismo
hace mi sobrina cuando quiere obligarme a que revele
los secretos de Estado. No, callaré, callaré, aunque
Vd. me insulte, aunque Vd. aparente dudar de mi
veracidad, para que la indignación me haga romper el
secreto. ¡Pues qué!, si yo dijera que un elevado
personaje, el más poderoso que hoy existe en el
mundo, se decidió al fin a transigir conmigo,
después de una enemistad que data desde la paz de
Luneville; si yo dijera que los preliminares de
negociación que entablé para evitar a España los
horrores de la guerra, comenzaban a dar resultado,
cuando algunos hombres pérfidos... si yo dijera
esto... pero no: mi sobrina me mira como para
incitarme a seguir hablando, y Vd. Sr. de Malespina,
me mira también... mas no, punto en boca, y cesen
las impertinentes preguntas que en vano amenazan el
inexpugnable alcázar de mi discreción.
-Todo eso es pura fábula
-afirmó D. José María con desenfado-. Aborrezco la
falsedad y la jactancia, pues soy hombre que se
dejaría hacer picadillo antes que decir una palabra
contraria a la rigurosa verdad. Por tanto basta de
fingidas diplomacias y de tratados que no han
existido sino en la cabeza de Vd. En estos momentos
seamos soldados, y dejemos a un lado los protocolos.
Veremos si ahora, cuando en Bayona se sepa que yo
sigo en España y que no pienso en partir a América,
se retiran los franceses de nuestro país, porque
francamente... Napoleón me conoce.
-Hombre, eso es demasiado
fuerte -exclamó el diplomático soltando la risa-.
Conque Napoleón...
-No extraño esas risas -dijo
muy amoscado el artillero-. ¿Qué ha de hacer quien
no conoce el peligro personal; qué ha de hacer un
hombre que cuando entraron los franceses a saquear
esta casa, se escondió debajo de la cama?
-Yo... -contestó con turbación
el marqués-, si penetré en aquel apartado sitio,
bien saben todos la causa, que no fue miedo ni mucho
menos. En aquel instante me ocupaba mentalmente en
buscar los términos más propios de un arreglo y
transacción con aquella gente, y como el ruido no me
dejaba pensar, busqué la soledad de aquel lugar
recogido y pacífico, donde sin estorbo pudiera
entregarme a mis sutilísimas disquisiciones. Lo
incomprensible es que un militar viejo como Vd.
buscase asilo detrás de un armario, mientras los
franceses insultaban a las señoras.
-Nada, lo que he dicho siempre
-repuso Malespina-. Es inútil esperar que los
profanos hagan nunca justicia a las combinaciones de
la ciencia. Todo lo ven bajo el aspecto vulgar, y
lanzan al público las acusaciones más irreverentes.
Hombre de Dios, ¿necesitaré explicar mi conducta?
¿Necesitaré decir que, convencido desde el principio
de la imposibilidad de establecer en el patio un
campo atrincherado, tuve que retirarme a esta sala,
y apoyar mi centro de retaguardia en aquel armario,
para operar con el ala derecha? Viendo que se
acercaban con ímpetu formidable los franceses, hice
un movimiento envolvente sobre mi ala izquierda, y
me metí tras el armario, dirigiendo el raso de
metales de la terrible arma de fuego que llevaba en
mi bolsillo hacia el marco de la puerta, para que la
trayectoria fuese directamente al patio. El enemigo,
al ver mi actitud, retrocedió lleno de espanto, y he
aquí cómo sin efusión de sangre se les obligó a la
retirada.
Amaranta no podía contener la
risa oyendo la disputa entre su tío y su amigo.
Antes de que esta concluyera, entró la marquesa de
Leiva y dijo:
-Acaba de llegar la Gaceta
Ministerial de Sevilla. Creo que hoy trae la
noticia de que ha muerto Napoleón.
-¡Jesús! ¿Qué dice Vd.?
-¿Dónde está, dónde está esa
Gaceta?
Al punto corrieron el marqués y
D. José María a la habitación inmediata. La
marquesa, que no había parado mientes en mi persona,
aunque le hice reverencias muy profundas, acercose a
Amaranta, y mostrándole un medallón que en la mano
traía, le dijo:
-¿Te gusta? ¿No es verdad que
está parecido? El pintor ha hecho un hermoso
retrato.
-Está muy bonito y se parece
mucho -dijo mi antigua ama-. Veremos qué le parece a
ese barbilindo cuando lo vea.
-Es extraño que no haya llegado
ya. Su madre me decía que para el 12 pasaría por
aquí.
El diplomático y Malespina
aparecieron de nuevo, trayendo cada cual una hoja de
papel impreso.
-Efectivamente, aquí está en
letras de molde -dijo con grandes aspavientos el
diplomático preparándose a leer-. Oigan Vds.:
Madrid 6 de Junio. El descontento de las tropas
enemigas parece general, y corre muy válida la voz
de que en Bayona hay insurrección y de que el
Emperador está oculto, añadiendo algunos que herido.
-Hombre, eso es importantísimo
-exclamó Malespina-, aunque no me coge de nuevo,
porque ya tenía noticias detalladas de este suceso.
-¿Que los franceses se sublevan
contra Napoleón? -dijo la marquesa-. Dios les habrá
tocado el corazón.
-Pero oigan Vds. estotra
noticia -añadió Malespina-. Toledo 4. Dícese que
cerca de Gallur los franceses han sido derrotados
por Palafox, dejando en el campo de batalla 12.000
muertos y un número infinito de heridos. Los
españoles les tomaron 48 cañones y 12 águilas.
-Hombre, magnífica victoria
-exclamó el diplomático- ¿Pero qué dice aquí? ¡Oh,
esta sí que es gorda! Reus 8 de Junio. Aquí se
habla de la muerte de Josef Napoleón, de los varios
partidos que dividen la Francia y de la sublevación
del Rosellón. Si estas noticias salen
ciertas, podemos asegurar que llegó ya el día de la
venganza y de la libertad de España.
-Vienen muy satisfactorios
estos dos números de la Gaceta -dijo Amaranta.
-Ya sabía yo todo eso -afirmó
con aplomo el marqués-. ¡Pero que veo, santos
cielos! Este sí que es notición. Oigan todos, oiga
Vd., Sr. D. José María: Valencia 10 de Junio. El
ejército de Duhesme ha sido derrotado. Corren voces
de que el castillo de Figueras está en nuestro
poder; se repite la noticia del levantamiento del
Rosellón y de la indignación con que ha visto toda
la Francia la conducta de su Emperador con la España.
Los sueltos que oí leer en
aquella ocasión pueden verse en la Gaceta
Ministerial de Sevilla, periódico oficial de la
Junta Suprema. En sus breves columnas se insertaban
diariamente despachos y noticias que remitían de
todas partes. Dictábalas el entusiasmo y las
devoraba la credulidad, y como nadie las discutía,
el efecto era inmenso. Según la Gaceta
Ministerial, todos los días era derrotado un
ejército francés, y todos los días ocurría en
Francia una insurrección para destronar al azotador
de Europa. ¡Ah!, entonces corrían unas bolas, junto
a las cuales son flor de cantueso las equivocaciones
del moderno telégrafo.
-Oigan Vds. -exclamó la
marquesa, que había tomado el periódico de manos del
marqués-; esta sí que es noticia extraordinaria. Y
no digan Vds. quela sabían, porque hasta ahora no se
ha hablado en España ni en el mundo de semejante
cosa. Atención: Cádiz 14. Corre muy válida la voz
de que la Francia está dividida en tres partidos:
borbónico, republicano y bonapartista. También
dice que han desembarcado en Rosas 11.000 hombres
con armas que vienen de Mallorca.
-¡Tres partidos! -exclamó el
diplomático mirando a D. José María.
-¡Tres partidos! Ya lo sabía.
-¡Y yo también!... Pero corro a
comunicar esta nueva a nuestros amigos -dijo el
marqués levantándose.
-Aguarda -le indicó su
hermana-. No olvides que esta tarde tienes que pasar
por allí.
-¡Otra vez! -exclamó el
diplomático-. Si no hay quien la haga salir. Le he
prometido, le he rogado, le he amenazado, le he
dicho mil finezas y ternuras, y nada, no quiere
salir. ¿Por qué no vais vosotras?
-Sí, esta tarde iremos -afirmó
detenidamente la marquesa-. Es preciso hacerla
salir; porque sin ella no podemos volver a Madrid.
-¡Oh!, picarón... ya sabemos el
secreto -dijo Malespina dirigiéndose con maliciosa
expresión al marqués-. Ayer me hablaron del caso en
varias tertulias... Ya sabía yo que había Vd. sido
un terrible seductor... ¿Pero ahora salimos con eso?
-Amigo, es preciso reparar de
algún modo los extravíos de una borrascosa juventud.
Ya sabe usted que hasta hace quince años me llamaban
el azote de las familias. Pero ya pasaron
aquellos tiempos, y ahora...
-¿De modo que no vas esta
tarde?
-Francamente -dijo el marqués-,
en estos días me gusta salir a la calle lo menos
posible. Suele haber tumultos... ¡la gente anda tan
excitada!... ¡Qué susto me llevé la otra tarde en el
barrio de San Lorenzo!... y como a causa de la gota
no puedo correr...
-Y como en la calle no se
encuentran camas para esconderse debajo de ellas...
Vamos, vamos, señor marqués, y leeremos a los amigos
estas estupendas novedades.
Salieron la artillería y la
diplomacia, y como la marquesa había salido de la
habitación un momento antes, quedamos solos otra vez
Amaranta y yo.
-Sigue contando -me dijo-. Y
ese señor tendero con quien servías, ¿ha venido
contigo a Córdoba?
-No señora, yo no he vuelto más
a aquella casa. Salí de Madrid acompañando al Sr. de
Santorcaz.
-¡Santorcaz! -exclamó la dama,
poniéndose encarnada y después pálida como una
difunta-. ¿Quién? ¿Quién has dicho?
-D. Luis de Santorcaz, señora,
un caballero castellano que ha venido ahora de
Francia.
Amaranta parecía experimentar
una conmoción profunda. Para disimularla se levantó
fingiendo buscar algo, dio media vuelta, sentose de
nuevo, después se puso la mano sobre los ojos, y
finalmente, rompió una flor de trapo que tenía entre
sus manos.
-¿Qué estabas diciendo, que no
te oí...? -me preguntó.
-Que el Sr. de Santorcaz...
-Deja a ese hombre... no hables
de lo que no me interesa. ¿Conque antes decías que
los tenderos de la calle de la Sal martirizaban a la
joven...?
-Sí señora, mucho. Aquello me
desgarraba el corazón -contesté sin cuidarme de
disimular los tiernos sentimientos de mi alma.
-Era natural que te interesaras
por la desgracia.
-Es que yo había conocido a
Inés antes de que fuera a aquella casa. La había
conocido cuando estaba con su tío el buen D.
Celestino del Malvar. Nos conocíamos los dos,
señora, y como ella era tan buena, y yo también...
porque yo era muy bueno... En fin, señora, yo no
puedo ocultar a usía la verdad.
-Dímela de una vez.
Dejándome llevar de la
impetuosa pena que pugnaba por desbordarse en mi
afligido pecho, y olvidando toda consideración, todo
tacto, toda prudencia, con el acento de la verdad y
de un dolor inmenso, dije lo siguiente, sin
reflexión ni cálculo alguno:
-Señora, Inés y yo éramos
novios... Yo la amo, yo la adoro... ella también...
Amaranta se levantó
rápidamente, y en su semblante observé señales de
repentina cólera. Mandándome callar, después de
decirme que era un desvergonzado y un truhán, agitó
con inquieta mano una campanilla.
¡Altos cielos! ¡Por qué no os
hundisteis sobre mí! Entró un criado, y Amaranta le
mandó que me pusiera al instante en la puerta de la
calle.
12
El criado, cumplidor de la
ignominiosa orden, era un segundo mayordomo llamado
Román, que desde su niñez servía en la casa. Desde
que le conocí en el Escorial, aquel hombre me había
inspirado inexplicable antipatía, y digo esto y
además le nombro, para que mis lectores le tengan
presente, por si casualmente figurase después un
poco en los raros sucesos de esta historia.
¿Será preciso que hable de mis
tormentos morales en los días siguientes a aquel
suceso? ¡Dios mío! Voy a aburrir a mis lectores,
abusando de la gentil cortesía que les movió a fijar
sus ojos en estas relaciones. No, más vale que
devore en silencio mis penas y les hable de otros
asuntos, que así alcanzaré la doble ventaja de
proporcionarles útil entretenimiento, y de calmar
mis pesares, adormeciéndoles con el beleño de
patriótico entusiasmo.
En Córdoba reinaba gran
impaciencia por la tardanza del ejército de
Castaños. Entonces, como ahora y como siempre, los
profanos en el arte de la guerra arreglaban
fácilmente las cuestiones más arduas, charlando en
cafés y en tertulias, y para ellos era muy fácil,
como lo es hoy, organizar ejércitos, ganar batallas,
sitiar plazas y coger prisionero a medio mundo. A
los profanos se unían los bullangueros y voceadores
que entonces ¡santo Dios!, pululaban tanto como en
nuestros felices días, y entre aquellos y estos y el
torpe vulgo, armaban tal algazara, que no sé cómo
las Juntas y los generales podían resistirla.
Principiaron a hacerse
comentarios muy diversos sobre la lentitud con que
Castaños organizaba sus tropas; unos aseguraban que
tenía miedo; otros que estaba decidido a dar la
batalla, pero que seguro de perderla, tenía tomadas
sus medidas para retirarse a Cádiz y huir a América
con lo más granado de sus tropas; otros, en fin, se
atrevieron a más, y pronunciaron la palabra
traidor. Esta palabra no era entonces palabra,
era un puñal: víctimas de ella fueron Solano en
Cádiz, Filangieri en Galicia, Cevallos en
Valladolid, Ordóñez en Palencia, el conde del
Águilaen Sevilla, Trujillo en Granada, Torre del
Fresno en Badajoz, el barón de Albalat en Valencia.
Inútil era decir a los impacientes de Córdoba que un
ejército no se instruye, arma y equipa en cuatro
días: nada de esto entendían. Aunque al través del
tiempo nos parezca lo contrario, entonces se
chillaba mucho, y también había quien tomara muy a
pechos los asuntos de la guerra sólo por el simple
placer de meter ruido, y también para hacerse notar.
Todos los días oíamos decir: «mañana viene el
ejército» o «ya ha salido de Utrera, ya está en
Carmona...». Pero pasaban días y el ejército no
venía.
En tanto en Córdoba no cesaban
los trabajos. Si no tienen Vds. idea de lo que es el
delirio de la guerra, entérense de aquello. En estos
tiempos modernos, si ocurre una guerra, las señoras,
llevadas de sus humanitarios sentimientos, se ocupan
en hacer hilas. ¡Ay!, entonces las señoras tenían
alma para ocuparse en fundir cañones. Cuando tal era
el espíritu de las mujeres, figúrense Vds. cómo
estarían los hombres. ¡Hilas! Allí nadie pensaba en
tales morondangas.
Los voluntarios y cuerpos
francos se uniformaban según el gusto indumentario
de cada uno, y aquí de la imaginación de las hembras
de la familia, para galonar marselleses, para
emplumar sombreros, y guarnecer charpas y polainas.
Se hicieron muchos uniformes; pero no bastaban para
equipar los dos regimientos, uno de caballería y
otro de infantería que organizó la Junta de Córdoba.
Sin embargo, este inconveniente se obvió,
disponiendo que con cada prenda de vestir se
cubriesen dos: el uno llevaba los calzones, casaca y
sombrero, y el otro el pantalón, chaqueta y gorra de
cuartel. El correaje también servía para dos: uno
llevaba la bayoneta en la cartuchera y el otro en el
porta-bayoneta, y no alcanzando las cartucheras y
cananas, se suplían con saquillos de lienzo. Más
adelante, cuando tenga el gusto de describiros en su
conjunto el ejército de Andalucía, daré completa
idea de su abigarrada conformación y aspecto.
Francamente, señores, era aquel un ejército que
movía a risa.
Durante los días que aguardamos
la llegada de Castaños para incorporamos a él (y
necesariamente tengo que volver a hablar de mí), yo
hacía una vida vagabunda y holgazana. Como el
servicio del joven D. Diego no exigía más que
presentarme en la posada a la hora de comer, pasaba
el día y parte de la noche discurriendo por aquellas
tortuosas calles, que convidan al transeúnte a
perderse por ellas, entregándose al azar, a lo
aventurero, a lo desconocido, sin saber a dónde se
va, ni de dónde se viene. Por ser la soledad mi
mayor gusto, rechazaba la compañía de mis camaradas,
buscando errante y solo aquellos lugares donde más
pronto me perdía.
El único sitio adonde iba
deliberadamente todos los días era la casa de
Amaranta, y pasaba largas horas contemplando su
puerta, con los ojos fijos en las desnudas paredes,
como si quisiese leer en ellas alguna mal escrita
página de mi destino. Sus cerradas ventanas, sus
espesas celosías, no daban paso a ninguna esperanza.
Sin embargo, aquella fachada era tan elocuente, que
no podía dejar de mirarla. Al apartarme de allí, el
viejo muro con su puerta, sus ventanas, sus aleros y
sus miradores, quedaba tan presente en mi
imaginación como si fuese una fisonomía. ¡Cara
funesta que nunca tuvo una sonrisa para mí!
Los criados de la casa, a
quienes impacientemente preguntaba por Inés, no
sabían o no querían darme noticia alguna.
Pero un día, precisamente el 1º
de Julio, cambió repentinamente la situación de mi
espíritu. Atiendan ustedes que esto es de suma
importancia. Por fin, tras larga espera llegó el
ejército del general Castaños, y al anochecer debía
partir para el Carpio. Entre los paisanos armados
que se juntaron con Echévarri, existía un grupo
compuesto de contrabandistas de Sierra-Morena, de
Villamanrique y de Pozo Alcón, con los cuales
fraternizaron bien pronto formando amistosa
cuadrilla, los licenciados de Málaga, batallón que
se formó con alguna gente condenada por faltas, y
que la Junta tuvo a bien indultar. Estos caballeros
para cuya domesticación emplearon grandes rigores
los jefes militares, tuvo una reyerta en Córdoba con
los suizos de Reding. Fue cuestión devino,
prontamente aplacada; pero que, sin embargo, alarmó
el barrio de Santa Marina durante media hora,
produciendo sustos, algunas corridas, tal cual
desmayo de sensibles mujeres, las que al oír los dos
o tres tiros disparados en la colisión creyeron que
los franceses estaban otra vez sobre Córdoba, y así
lo gritaban corriendo desordenadamente por las
calles. La parte mayor de la ciudad no se enteró de
este suceso, que insignificante en las páginas de la
historia patria, fue para mí de trascendencia suma,
y más digno de mención que si hubiese derribado
añejos tronos y alterado la geografía del
continente. Así los granos de arena pesan a veces
como montañas en el destino de un ser humano, y lo
que es gota de agua en el cauce de la generalidad,
es río impetuoso en el de uno solo, o viceversa,
según lo que nosotros llamamos antojos de allá
arriba, y no es sino concierto sublime, que no
podemos comprender, como no puede una hormiga
tragarse el sol.
Pues bien: algunas horas antes
de la que señalaron para la partida, salí a la
calle, impulsado por un sentimiento de amor hacia
los laberintos de aquella ciudad que en sus
repliegues escondidos había dado un asilo a mi
tristeza. Sentía salir de Córdoba, como siente el
ermitaño dejar su cueva. Me había acostumbrado tanto
a pasear mi aburrimiento y soledad por aquellos
callejones, a quienes en cierto modo había hecho
confidentes de mi pesar; hallaba tantas perspectivas
amigas en un recodo, en una torre, en un ajimez, en
una encrucijada, en un poste, en una reja, en una
piedra corroída por el tiempo, en un zócalo
garabateado por los chicos, que no pude menos de
salir a dar el último adiós a todas aquellas mudas
compañías de mi tristeza. Aquel día estaba más
triste que nunca.
Era de tarde: pasé por una
plazuela irregular solitaria e irregular, de esas
que son la desesperación de los arquitectos
modernos: a un lado muros de ladrillo, en los cuales
por la disposición de este material se ha querido
imitar una decoración greco-romana, con jambas,
dentículas, capiteles, metopas y triglifos; a otro
una pared sin puertas ni ventanas, luego un
descomunal portalón, una esquina cargada de escudos,
un farol, un santo, torres medio caídas y machones
que se van a caer; una plazuela, en fin, de esas que
nos salen al paso cuando visitamos cualquier vieja
metrópoli, tal como Toledo, Granada, Valladolid,
León, etc... Al atravesarla sentí el ruido que cerca
producía la citada reyerta entre los licenciados y
los suizos: oíase lejana algazara, y al extremo de
largo callejón vi algunas mujeres que corrían
gritando. Esto despertó mi curiosidad y marché hacia
allí; pero no había dado dos pasos, cuando me detuve
asombrado y estremecido, porque en el fondo de la
plazuela, y en el ángulo que esta formaba con una
calle, vi una mano que me hacía señas; sí, una mano
blanca que me llamaba.
Dirigime allá y en unos cuantos
segundos se disipó la ilusión. Me reí de mi torpeza
al observar que en el ángulo mencionado había una
imagen de la Virgen de esas que la devoción de los
españoles ha puesto en las antiguas calles. La
Virgen tenía una corona de hierro, en cuyos picos
debió de haberse enredado una cometa de algún chico
de la vecindad, pues un jirón de papel, todavía
suspendido junto al cuerpo de la sagrada estatua, se
movía a impulsos del viento. Aquello fue lo que a mí
me pareció un brazo que se movía y una mano que me
llamaba. Tal alucinación en pleno día era señal de
mi estupidez, por lo cual burlándome de mí propio,
seguí mi camino.
Pasando bajo la imagen,
contemplaba el jirón de la cometa, cuando me detuve
de nuevo, porque un objeto rozó mi cara
produciéndome cierto escalofrío. El jirón de papel
se había desprendido de la imagen cayendo sobre mí.
¡Vean Vds. lo que es el estado del ánimo! Aquel
hecho insignificante, tan insignificante como el
aplastamiento de un grano de arena con nuestro pie,
me hizo detener el paso, me hizo temblar, me hizo
mirar a todos lados, puso en mis labios esta
pregunta que me dirigí lleno de confusión: -Pero
Gabriel, ¿te has vuelto bobo, o lo has sido toda tu
vida?
Seguí andando hacia la acera de
enfrente, cuando de nuevo me detuve, me quedé
helado, absorto, estupefacto, porque detrás de mí
había sonado claramente mi nombre. ¿Quién me
llamaba? Volvime y nada vi. La plazuela estaba
enteramente desierta y muda: sólo a lo lejos se oían
apenas algunas voces del altercado, que de ningún
modo podían confundirse con la que a mi espalda
había dicho: «Gabriel».
Al volverme, mis ojos se
fijaron en una puerta; era la puerta de una iglesia.
Abiertas de par en par las hojas de madera chapeada,
se veía el cancel de mugriento cuero, con dos
puertecillas laterales. Una vieja, al salir, puso en
movimiento las mohosas bisagras, y al ruido de la
herrumbre, un sonido lastimero llegó a mis oídos,
modulando aquella voz que a mí me había parecido mi
nombre. Esta vez no me reí, sino que entré
decididamente en la iglesia. Vi muchos santos
pintados o de escultura, y ¡cosa singular!,
pareciome que todas las imágenes sonreían
apaciblemente. La iglesia era modesta, blanca,
oscura. En los lustrosos bancos se sentaban algunas
señoras de edad: las luces del altar, al reflejarse
en los oropeles de un luengo cortinón rojo que
servía de dosel a la Virgen, brillaban, estrellas
tembladoras de aquella dulce oscuridad, indicando a
dónde debían dirigirse los piadosos ojos. Al poco
rato de estar allí, pareciome aquel interior menos
oscuro, y comencé a ver distintamente todos los
objetos. En el fondo de la iglesia, frente al altar,
había una gran reja que se alzaba desde el suelo al
techo; tras esta reja percibíanse vagas claridades
movibles y un murmullo sordo, de cuyo conjunto se
destacaba de rato en rato una sílabao una tos que
repetían los ecos de la bóveda. Acercándome a
aquella reja, pude fácilmente distinguir tras ella
varios bultos blancos y negros, entre los cuales
algunos desfilaron pausadamente y sin ruido hacia
una puerta que se abría en el ángulo del fondo, y
otros permanecían inmóviles y de rodillas. Eran las
monjas.
Contemplando la tranquilidad de
aquellas santas mujeres, su apacible recogimiento,
la aparente vaguedad de sus formas corpóreas, aquel
silencio de sus pasos que las asemejaba a simples
creaciones de la luz, discurriendo por el fondo de
la cámara oscura; contemplando aquella calma de sus
rezos que nadie oía, sentí envidia de los que
sumergen su vida en la dulce sombra de un claustro.
Yo no apartaba mis ojos del coro, observando
indiscretamente los movimientos de las buenas
madres, y mientras mayor era mi atención, con más
claridad se me iban presentando los distintos
objetos de aquel recinto, y vi poco a poco los
sillones, el facistol, el órgano, los cuadros. Tan
lentamente salían de la oscuridad los perfiles de
estos objetos, que mi propia imaginación podía
creerse autora de aquel espectáculo.
El día iba descendiendo, y la
iglesia se oscurecía por grados; pero una de las
madres, tirando de unas cuerdas, descorrió la
cortina negra de la alta ventana del coro, y
entonces entró la luz crepuscular, dando a todo su
verdadera forma. Retiráronse algunas monjas: yo
sentí el tenue chocar de las medallas de sus
rosarios cuando levantaban la rodilla, y luego
algunos besos. Era fácil contar el número de las que
salían por el número de los suaves estallidos que
resonaban en aquel espacio, porque todas al salir
besaban los pies de un Cristo colgado junto a la
puerta. Yo atendía a esto cuando de las figuras que
aún quedaban de rodillas en el centro del coro, se
levantó una dirigiéndose a la reja y al mismo lugar
en que yo estaba. Mi impresión al verla, al ver su
cara, al ver sus ojos que me miraban, fue tan viva,
tan aterradora que hube de quedar petrificado, me
quedé con la sangre helada, la vida en suspenso,
hecho una estatua de plomo. Lo que estaba viendo,
¿qué era? ¿Era una aberración, un delirio, una
imagen del sueño, un juguete fantástico, obra de los
ángeles traviesos para burlarse de los que con sus
mundanas tristezas van a profanar la casa de Dios?
La miré fijamente, atónito ante aquel enigma, ante
aquel misterio; pero la visión no duró más que
algunos segundos, porque la monja, llamada por otra,
se apartó de la reja, y salió rápidamente del coro
sin besar el pie del Santo Cristo.
Al hallarme solo reuní todos,
absolutamente todos los rayos de mi razón, y
juntándolos los dirigí a la confusa y negra
oscuridad de aquel fenómeno. Quise desvanecer el
celaje que envolvía mi inteligencia haciéndome
estúpido, y me pregunté si lo que acababa de
presenciar era reproducción de aquella burla de mis
sentidos que poco antes me había hecho ver una mano
en un pedazo de papel y oír mi nombre en el chirrido
de una puerta. Me di golpes en la cabeza, busqué un
sitio más solitario, donde, serenándome, pudiera
poner en claro cuestión tan ardua, y sin saber cómo,
di conmigo en el fondo de una capilla. En un cuadro
que se ofreció de improviso a mis ojos vi una
falange de ángeles, mil encantadoras criaturas de
esas que sin más naturaleza corporal que una cabeza
y dos alas, han creado los artistas para regocijar
los lienzos de la pintura ascética. Atrajeron mi
atención aquellos seres juguetones y enredadores:
todos se reían con infantiles carcajadas y
entremezclándose volaban, rasgando nubes,
esparciendo flores con el batir de sus alas de pollo
y dándose de coscorrones al chocar unas con otras
las rubias cabecitas. Por momentos me parecía que
avanzaba sobre mí aquella bandada de rostros
voladores, y luego retrocedían haciendo con alegre
algazara movimientos de miedo, para esconderse
después tras una nube, y hacerme desde allí guiños
con sus ojuelos, y encantadoras muecas con sus
bocas.
A tal situación habían llegado
mis sentidos cuando el sacristán, agitando un grueso
manojo de llaves con cencerril estruendo, me hizo
salir de la iglesia, pues yo era la única persona
que quedaba en ella. Salí, y la luz de la calle
pareció devolverme el sentido común, que, según mi
propia opinión, había perdido. El tumulto de que
poco antes hablé, continuaba más reciamente, y
algunas personas atravesaron corriendo la plazuela.
Entre estas vi un hombre, un caballero que corría
azorado y con miedo, volviendo la vista atrás,
deteniéndose a cada dos pasos, y vacilando luego
sobre qué dirección tomaría. Fijose en mí, y al
punto, llamándome por mi nombre, se me acercó con
muestras de alegría por haberme encontrado. Era el
diplomático.
13
-Gabriel -me dijo con voz
temblorosa y sin dejar de mirar hacia el sitio del
tumulto-, vas a hacerme un favor... ¡Los franceses!
¡Están ahí los franceses! Sí... yo he visto pasar
por esa calle las gorras de pelo de a dos varas de
alto... Bien lo decía yo... Mi sobrinita y mi
hermana tienen unas cosas... a ellas solas se les
ocurre mandarme con esta comisión, sin reparar que
la pierna gotosa no me deja correr. Pero no doy un
paso más... me retiro a casa... tú te encargarás de
llevar las flores, la carta y el recado... ¿No oíste
un tiro? Me parece que vienen por ese lado. ¡Jesús,
esto es atroz! Si viene una bala perdida... Adiós,
me voy; toma, chiquillo: encárgate tú de esto. Es
muy fácil. Ahí está el convento. Mira, en aquel
callejón está la puerta del torno. Entras, preguntas
por la señorita Inés, la novicia... pues. Dices que
vas de parte de la señora marquesa de Leiva. ¿Lo
olvidarás?... ¡Dios mío! ¡Esas mujeres que pasan
corriendo! Sin duda los muy tunantes intentan
deshonrarlas. Me voy... Toma: entra tú en el
locutorio. ¡Para qué vendría yo a estos malditos
barrios! Toma el ramo de flores contrahechas... toma
la carta, que darás a la señorita Inés... le dices
que la señora marquesa está enojada con ella, y que
es preciso que se decida a salir del convento...
insiste mucho en esto, ¿eh?, dile que nos vamos para
Madrid, y que en la corte del nuevo rey José I...
¡Demonio, eso que ha sonado es un tiro de obús!...
Me parece que ahora cayó una granada en el techo de
esa casa.
-¿Una granada? Lo menos
cincuenta van disparadas ya -dije yo, atizando el
fuego de su miedo para que se marchara pronto y me
dejase tan sublime comisión.
-Conque, chiquillo -continuó,
temblando como un azogado-, ¿lo harás bien? Si te
dan contestación la llevas a casa. Ve pronto. Yo me
escaparé corriendo por esta calle donde no se siente
ruido... adiós.
Desapareció el diplomático,
llevado por su miedo, y al punto entré en la
portería del convento con febril alegría, y di
fuertes porrazos en el torno. Una voz regañona me
contestó:
-Deogracias -dije-. Vengo de
parte de mi ama la señora marquesa de Leiva a traer
un recado a la señorita Inés.
La portera me dijo que esperara
en el locutorio, y al poco rato de estar allí
corriose la cortina de éste y vi dos monjas. No sé
cómo me pude mantener en pie. Una de ellas era Inés.
No me cabía duda alguna, era
ella misma: en su semblante, adelgazado y pálido,
habían impreso terribles huellas los sesenta días de
incesantes pesares transcurridos desde el 2 de Mayo;
pero la reconocí, a pesar de la escasísima luz del
locutorio, y la hubiera reconocido en la oscuridad
de las entrañas de la tierra. Pareciome que al verme
cerró los ojos, y que asió las rejas con sus dos
manos para sostenerse. Cuando me dirigió la primera
pregunta su voz temblaba de tal modo, que era
imposible entender sus palabras. Sin poder decir una
sola, incapaz de discurso y de movimiento, permanecí
yo breve rato con la cara apoyada en la reja.
La monja que la acompañaba me
obligó por fin a hablar.
-La señora marquesa me ha dado
este ramo de flores y esta carta -dije introduciendo
ambas cosas para que las tomara Inés.
-¡Ah, el ramo para el Santo
Niño de la Enfermería! -dijo la monja vieja-. La
señora condesa no se olvida de nosotras.
-También me ha dado un recado
de palabra para la señorita Inés -continué-, y es
que se prepare a salir del convento para partir con
ella a Madrid dentro de algunos días.
-¡Oh! -exclamó la vieja-. La
señora condesa y la señora marquesa hacen mal en
contrariar la decidida vocación de esta niña. ¡Por
qué ese empeño de llevarla al siglo, cuando ella
quiere dejar sus maldades y abominaciones! La
pobrecita no quiere cuentas con nadie más que con su
prometido esposo, que es nuestro Señor Jesucristo.
-Madre Transverberación -dijo
Inés con voz más entera-, el chocolate y los bollos
que han hecho sus mercedes ayer para la señora
condesa, ¿dónde están? ¿Los ha traído su merced?
-No por cierto.
-¡Si tuviera su merced la
bondad de ir a buscarlos para que los lleve este
mozo!
-Bien pudo Vd. haberlos traído
-dijo gruñendo la vieja.
-Si la señora condesa no lo
recibe esta tarde, se enojará mucho, y me será
difícil convencerla de que no quiero dejar nunca más
esta santa morada.
-Voy por él... ¡Qué niñas
éstas!
Dejonos solos la madre
Transverberación, y entonces hablé así:
-Inés mía, estoy vivo, he
resucitado. Salí vivo de aquel montón de victimas,
donde perdimos parasiempre a nuestro buen amigo D.
Celestino. Al verme vivo y sin ti, pensé que Dios me
había devuelto la vida para castigarme; pero ahora
que te encuentro, alabo a Dios porque veo que no
una, sino dos veces me ha devuelto la vida.
-¿Debo salir de aquí? ¿Debo
hacer lo que me mandan esas señoras? -me preguntó
Inés con impaciencia, porque temía la vuelta de la
madre Transverberación.
-Sí, Inés, sal de aquí. Haz lo
que te mandan esas señoras. ¿Qué dicen en esa carta?
-Toma, léela -dijo, alargándola
al través de la reja.
A la escasa luz del locutorio
pude leer la carta, que decía, entre otras cosas
relativas al ramo y al chocolate, lo siguiente:
«Esperamos que cesará tu obstinación en profesar.
Nos oponemos resueltamente a ello, y no queremos que
tu ingreso en el seno de esta familia sea señal de
aniquilamiento de nuestra casa. Ya te dijimos que
habíamos determinado casarte con un joven de alto
linaje, proyecto en el cual estriba la felicidad y
grandeza y lustre de la familia a que perteneces.
Todo está concertado, y aunque se aplace por motivo
de la guerra, al fin tiene que ser; de modo que si
persistes en profesar, nos llenarás de dolor. ¿No
anhelas servirnos de consuelo en nuestra soledad?
¿No correspondes al mucho amor que te profesamos?
¿No deseas ocupar el puesto que te pertenece en
nuestro corazón y en nuestra casa? Mi sobrina y yo
iremos a convencerte, y en tanto disponemos el viaje
a Madrid, adonde nos acompañarás, porque tu
presencia es indispensable a las diligencias de tu
legitimación».
-Sí, saldré -dijo Inés cuando
acabé de leer la carta-. Ya no quiero estar más
aquí.
-¿Pues qué, estabas decidida a
profesar?
-Sí, muy decidida. Nada me
consolaba sino la idea de encerrarme aquí para
siempre. Cuando me trajeron a Córdoba... ¡qué días y
qué viaje!, yo no sabía lo que era de mí. Me
encerraron en este convento... luego vinieron esas
señoras a decirme que era su sobrina... me
besaron... lloraron mucho las dos... luego dijeron
que me iban a casar, y cuando les contesté: «Pues ya
que me han puesto aquí, aquí me he de quedar toda la
vida», ambas se afligieron mucho... Me visitan con
frecuencia, acompañadas de un señor de edad que me
hace mil caricias, y asegura quererme mucho; pero
siempre me he negado a ceder a sus ruegos para
salir.
-¿Y ahora?
-Las paredes del convento se me
caen encima, y anhelo salir.
-¡Pero te van a casar! -exclamé
indignado-. Te quieren casar y no se hunde el mundo.
Entonces se rió, creo que por
primera vez después de mucho tiempo, y aquella
espontánea alegría me pareció expresión de una
renaciente vida. Inés salíadel seno del claustro
como yo del montón de muertos de la Moncloa, y al
contestar con una sonrisa a mis amorosas quejas,
sacaba del sepulcro de la Orden el pie que tan
impremeditadamente había metido dentro. Viéndola
reír, reíme yo también, y al punto olvidando la
situación, nos hablamos con la confianza de aquellos
tiempos en que de nuestras penas hacíamos una sola.
-¡Ay, chiquilla! Ahora que eres
archiduquesa y archipámpana, ¿no tienes vergüenza de
quererme?
-¿Pero qué quieren hacer de mí?
-dijo Inés poniéndose triste otra vez.
-Mira, princesa; haz lo que te
mandan esas señoras: obedécelas en todo. Ya habrás
conocido el parentesco que tienes con ellas. Dios te
ha puesto en sus manos: acepta lo que Dios te da, y
él arreglará lo demás.
-Saldré del convento -afirmó
ella-. ¡Ay! Las madres se van a asustar cuando me lo
oigan decir. Pero ya Dios no quiere que yo sea
monja.
-No lo serás, no; y cuando yo
vuelva de la guerra...
-¿Pero vas tú a la guerra?
Chiquillo, ¿quién te ha metido en guerras?
-¿Pues qué he de hacer?
¿Quieres que toda la vida sea criado? Escucha, Inés,
lo que me pasó hace días en casa de la señora
condesa. Fui a visitarla, y habiendo cometido la
indiscreción de decirle que teamaba, se enfureció de
tal modo que me hizo poner en la puerta de la calle.
Inés cruzó las manos,
dejándolas caer luego con desaliento sobre su falda,
mientras elevaba sus ojos al cielo, sin decir nada.
-No soy más que un criado, Inés
-exclamé agarrándome con fuerza a la reja y
sacudiéndola, como si quisiera hacerla pedazos-; no
soy más que un miserable chico de las calles,
indigno de ser mirado por personas de tu clase.
Después que nos separamos, mira qué distantes
estamos uno de otro. Pero no creas que lo siento; me
gusta verte donde debes estar.
-¿Y tú? -me preguntó con
perplejidad.
-Yo haré lo que deba, Inesilla.
Sal de este convento, ve con esas señoras, y
espérame tranquila, con la seguridad de que iré a
buscarte. Si para entonces no has variado... si te
encuentro la misma...
Inés me contestó al instante
pasando su dedo índice por uno de los huecos de la
reja. Yo se lo besé, se lo mordí tan sin pensarlo,
que ella no pudo contener un pequeño grito, a punto
que la madre Transverberación regresaba con el
chocolate y los bollos.
-¿Qué es eso, niña? -exclamó la
vieja asombrada de oírla chillar.
-Nada, madre Transverberación.
Esta reja tiene unos picos... Al mover la mano me
lastimé un dedo -repuso Inés chupándose la coyuntura
del dedo índice y sacudiéndolo después para
aparentar el dolor del supuesto rasguño.
-Aquí están el chocolate y los
bollos -añadió la monja-. Vaya, ya es tiempo de que
se marche ese mocito, porque oscurece y no es ésta
hora de tener abierto el locutorio.
-Rabiando estoy por marcharme
-dije-. Vengan acá esos bollos y ese chocolate, que
la señora marquesa ha de estar con el alma en un
hilo, aguardando tan buenas cosas. ¿Y qué le digo a
su merced en contestación al recado que tuve el
honor de traer?
-Que está muy bien -contestó
Inés apretando su cara contra la reja-. Que haré lo
que me mandan, y que cuando quieran venir por mí,
estoy dispuesta a salir del convento.
-¿Cómo es eso, niña? -dijo
alarmada la monja-. ¡Que quiere Vd. salir! ¡Qué
pensará su futuro esposo Jesucristo si llega a sus
oídos lo que Vd. ha dicho! Y tiene que saberlo
forzosamente, porque Él está en todas partes y todo
lo oye. Nada, nada -añadió arrimando su hocico a la
verja-. Rapaz, a la señora marquesa dirá Vd. que la
niña persiste en su ejemplar vocación, y que si
quieren verla enfadada y bufando de rabia, que le
hablen del siglo y sus tentaciones.
Inés prorrumpió en una
carcajada tan natural, tan graciosa, tan fresca, tan
jovial, que hasta las paredes del convento parecían
regocijarse con tan alegre música.
-¿Qué risas tan mundanas son
esas? -dijo la madre Transverberación-. Es la
primera vez que se ríe Vd. de ese modo en esta casa.
¿Qué pasa para tanta alegría?... Adentro, niña,
adentro y daremos parte de este inaudito desenfado a
la madre abadesa.
Cerrose el locutorio y salí a
la calle. Sentíame con nueva vida, con centuplicadas
fuerzas en mi espíritu y en mi cuerpo; sentíame
capaz de todo, de la abnegación, de la lucha, hasta
del heroísmo, porque la presencia y las palabras de
Inés habían abierto desconocidos horizontes,
inmensos espacios delante de mí.
14
Antes de llegar a la posada,
fuerte ruido de tambores y cornetas me anunció la
salida del ejército. Corrí a buscar mis armas y mi
caballo, y antes de que se notara mi falta, ya
estaba en fila con el señorito conde de Rumblar,
Marijuán y los demás de la partida. Era ya de noche
cuando salimos, y el pueblo todo tomó parte en
aquella espontánea fiesta de nuestra despedida:
millares de luces se encendieron a nuestro paso en
balcones y puertas; ninguna mujer dejó de saludarnos
desde la reja, ya sin galán, y todos los chicos
engendrados por aquella fecunda generación, salieron
delante de los tambores acompañándonos hasta más
allá de la Puerta Nueva.
Anduvimos toda la noche, y al
día siguiente, al salir del Carpio, nos desviamos
del camino real de Andalucía tomando a la derecha en
dirección a Bujalance. Durante esta primera jornada
encontramos a Santorcaz, que había salido de Bailén
para incorporarse a su cuadrilla, y a todos nos dio
mucho gusto el verle.
-Aquí traigo varios regalitos
que le manda a usted su señora mamá -dijo a mi amo,
entregándole unos paquetes-. La señora estaba
desazonada por no haber tenido noticias de Vd., y me
encargó que le cuidase bien. ¿Hizo el señor conde
las visitas que doña María le encargó?
-Puntualmente -contestó mi
amo-. Y Vd., ¿por qué no ha venido antes?
-¡Qué demonio! -exclamó
Santorcaz-. Con estas cosas ni tenemos posta, ni
quien lleve una carta. Sin embargo, yo recibí las
que esperaba, y aquí estoy al fin, deseando, como
los demás, que tropecemos con los franceses.
Desde entonces fue Santorcaz el
principal personaje de la cuadrilla después del amo,
lugar que supo conquistarse con su desenvoltura y la
amenidad subyugadora de su conversación. Él ponía
todo su esmero en agradar a D. Diego, cosa fácil de
conseguir; y siempre fijo al lado de este, cautivó
prontamente el ánimo del buen chico, ya contándole
hazañas y extraordinarios hechos, ya sugiriéndole
con su fértil imaginación ideas y conceptos propios
para enloquecer a un joven de chispa, pero muy
atrasado en su desarrollo intelectual.
Y a todas estas, señores míos,
ni una palabra os he dicho de aquel ejército, ni de
su extraña composición; pero atended ahora, que
lejos de ser tarde, es esta la ocasión propicia de
hacerlo, según el refrán que dice: cada cosa en su
tiempo y los nabos en adviento.
La base del ejército de
Andalucía estaba en las tropas del campo de San
Roque mandadas por Castaños, y en las que después
trajo D. Teodoro Reding de Granada. Componíase de lo
más selecto de nuestra infantería de línea, con
algunos caballos y muy buena artillería, no
excediendo su número de trece a catorce mil hombres.
Agregáronse a aquellas fuerzas algunos regimientos
provinciales y los paisanos que espontáneamente o
por disposición de las Juntas, se engancharon en las
principales ciudades de Andalucía. Difícil es
conocer la cifra exacta a que se elevaron las
fuerzas de paisanos armados; pero seguramente eran
muchos, porque la convocatoria había llamado a todos
los mozos de diez y seis a cuarenta y cinco años,
solteros, casados y viudos sin hijos, de cinco pies
menos una pulgada, medidos descalzos. Además de los
notoriamente inútiles, como cojos, mancos, ciegos,
etc., se exceptuaba a los que tenían su mujer
embarazada o ejercían cargos públicos, así como a
los ordenados de Epístola; pero no había excepción
por razón de cosecha o labores del campo. Los únicos
rechazados de las filas, sin tener aquellos reparos,
eran los negros, mulatos, carniceros, verdugos
y pregoneros. Con paisanos, pues, creó
Sevilla cinco batallones y dos regimientos de
caballería; Cádiz mandó el batallón de tiradores que
llevaba su nombre, y las ciudades y villas de
Utrera, Jerez, Osuna, Carmona, Jaén, Montoro y
Cabra, enviaron cuerpos de infantería y caballería
de número irregular.
Esto aumentó el ejército; pero
aún debía crecer un poco más aquel que empezó enano
y debía ser gigante terrible, si no por su tamaño,
por su fuerza. Los militares españoles que el
Gobierno de Madrid incorporaba a las divisiones de
Moncey, de Vedel o de Lefebvre iban huyendo de sus
traidoras filas en cuanto se les presentaba ocasión
para ello, de tal modo que al verificar sus marchas
aquellos ejércitos por parajes montuosos y
accidentados, veían que los españoles se les
escapaban por entre los dedos, como suele decirse.
Los desertores acudían a engrosar las tropas del
ejército de Blake, del de Cuesta o del de Castaños;
y a Carmona y a Córdoba llegaron muchos, escapados
de las filas de Moncey, así como casi todos los que
hacían la campaña de Portugal con Junot. Aquellos
oficiales y soldados al romper la disciplina literal
que los sujetaba a la Francia invasora para acudir
al llamamiento de la disciplina moral de su patria
oprimida, hacían el viaje disfrazados, traspasaban a
pie las altas montañas y los ardientes llanos, hasta
encontrar un núcleo de fuerza española. Daba lástima
verles llegar rotos, descalzos y hambrientos, aunque
su gozo por hallarse al fin en tierra no invadida
les hacía olvidar todas las penas. Con estos
desertores, entre quienes había guardias de corps,
walones, ingenieros, y artilleros, aumentó un poco
nuestro ejército.
Pero aún creció algo más. La
Junta de Sevilla había indultado el 15 de Mayo a
todos los contrabandistas y a los penados que no lo
fueran por los delitos de homicidio, alevosía o lesa
majestad divina o humana, y esto trajo una legión,
que si no era la mejor gente del mundo por sus
costumbres, en cambio no temía combatir, y
fuertemente disciplinada, dio al ejército excelentes
soldados. Ibros, lugar célebre en los fastos del
contrabando; Jandulilla, Campillo de Arenas, y otras
localidades, entregadas más tarde al sable de la
guardia civil y de los carabineros, enviaron
respetables escuadrones, con la particularidad de
que por venir armados hasta los dientes, y ser todos
unos caballeros de muy buen temple, que sabían dónde
echaban la boca del trabuco, se les reputó como
auxiliares muy eficaces del ejército. Cuerpos
reglamentados españoles, con algunos suizos y
walones; regimientos de línea que eran la flor de la
tropa española; regimientos provinciales que
ignoraban la guerra, pero que se disponían a
aprenderla; honrados paisanos que en su mayor parte
eran muy duchos en el arte de la caza, y por lo
general tiraban admirablemente; y por último,
contrabandistas, granujas, vagabundos de la sierra,
chulillos de Córdoba, holgazanes convertidos en
guerreros al calor de aquel fuego patriótico que
inflamaba el país; perdidos y merodeadores, que
ponían al servicio de la causa nacional sus malas
artes; lo bueno y lo malo, lo noble y lo innoble que
el país tenía, desde su general más hábil hasta el
último pelaire del Potro de Córdoba, paisano y
colega de los que mantearon a Sancho, tales eran los
elementos del ejército andaluz.
Se formó de lo que existía;
entraron a componer aquel gran amasijo la flor y la
escoria de la Nación; nada quedó escondido, porque
aquella fermentación lo sacó todo a la superficie, y
el cráter de nuestra venganza esputaba lo mismo el
puro fuego, que las pestilentes lavas. Removido el
seno de la patria, echó fuera cuanto habían
engendrado en él los gloriosos y los degenerados
siglos; y no alcanzando a defenderse con un solo
brazo, trabajó con el derecho y el izquierdo,
blandiendo con aquel la espada histórica y con este
la navaja.
En cuanto a uniformes y trajes,
los había de todas las formas conocidas. Es
prodigioso cómo se equipó aquel ejército de paisanos
en diez y seis días. La administración actual, con
todos sus recursos, es un sastre de portal comparada
con aquel confeccionador que puso en movimiento
millones de agujas en dos semanas. En cierto estado
que la historia no ha creído digno de sus páginas,
pero que existe aún, aunque en el olvido, se
consigna el número de piezas de vestuario que
hicieron gratuitamente las monjas y señoras de
Sevilla. Dice así: «Por las comunidades y señoras de
distinción se han hecho 3.335 camisas, 1.768
pantalones y 167 casacas de soldado: 1.001 camisas,
312 pantalones y 700 chalecos de sargento: 374
botines de paño, 149 sacos de caballería, 16
mochilas y 1.684 escarapelas». Las señoras de
Alcolea, las de Carmona, Lora del Río y otros
pueblos figuran en la cuenta con cifras parecidas.
Esta diversidad de manos en la
hechura del vestuario indica que la voz uniforme, en
lo tocante a voluntarios, era una palabra. Al lado
de las casacas blancas con solapa negra, carmesí o
azul que vestían la mayor parte de los regimientos
de línea; al lado de las levitas azules con
bandolera que vestían los walones y los suizos,
veíamos los chaquetones de paño pardo con que se
cubría la gente colecticia. Entre los altos
morriones de la artillería y las gorras de los
granaderos, llamaban la atención nuestros blancos
sombreros portugueses y las gorras de cuartel y los
tocados de innumerables clases con que cubrían sus
chollas los tiradores y voluntarios de los pueblos.
Como antes he dicho, aquel ejército hacía reír.
¿Y el dinero para la guerra?
Causa risa ver cómo se da hoy de calabazadas un
ministro de Hacienda para arbitrar con
destino a otra guerra unos cuantos millones que
nadie quiere darle si no hipoteca hasta el último
pingajo de la Nación. Aprended, generaciones
egoístas. Leed las listas de donativos hechos por
los gremios, por los comerciantes, por los nobles y
hasta por los mendigos. ¡Aquel sí era llover de
dinero, y reunirlo a montones, sin que ni un realito
de vellón se escapase por entre los agujeros del
cesto administrativo! En la lista de donaciones hay
una partida conmovedora que dice así: «La señora
condesa viuda de Montelirios ha entregado su
toaleta de plata, manifestando el sentimiento de
que sus medios no alcancen tanto como su voluntad».
¿Habrá hoy quien dé su
toaleta?...
15
Nuestra marcha por Cañete de
las Torres en dirección al río Salado era un
verdadero paseo triunfal, mejor dicho, casi no
parecía que marchábamos, porque la gente de los
pueblos, incluso mujeres, ancianos y chicos, nos
seguían a un lado y otro del camino, improvisando
fiestas y bailes en todas las paradas. Cuando el
ejército se detenía, se eclipsaban en apariencia
todos los males de la patria, porque la tropa,
recobrando el buen humor, convertía el campamento en
una especie de feria. Yo no sé de dónde salían
tantas guitarras; no pude comprender de qué estaban
hechos aquellos cuerpos tan incansables en el baile
como en el ejercicio, ni de qué metal durísimo eran
las gargantas, para ser tan constantes en el gritar
y cantar.
Durante la primera semana del
mes de Julio no nos faltaron víveres abundantes, así
es que lo pasábamos perfectamente; y como tampoco
tropezamos con los franceses, que estaban
establecidos, aunque muy inquietos, al otro lado del
río, a todos, especialmente a los inexpertos, nos
parecía la guerra una ocupación dulcísima. Sobre
todo el condesito de Rumblar no cabía en su pellejo
de puro alborozado; y como con el roce de tanta y
tan diversa gente se iba despabilando por extremo,
llegó a adquirir con la nueva vida un desembarazo,
un dominio de su propia persona que antes no tenía.
Santorcaz, como dije, había logrado en poco tiempo
gran ascendiente sobre D. Diego, de tal modo que
cuanto nuestro mozalbete ponía por obra, lo
consultaba con aquel. Marijuán en cambio hacía
buenas migas con un servidor de Vds., y siempre
juntos en las marchas y en los descansos, nos
contábamos nuestras cosas, compadeciéndonos y
consolándonos mutuamente. Nosotros dos solos y sin
dar parte a nadie nos comimos el divino chocolate y
los bollos de la madre Transverberación.
Todo el ejército tenía gran
impaciencia por venir a las manos con la canalla.
Como existen en todo campamento, además del supremo
consejo que se celebra en la tienda del general,
tantos consejillos como grupos de soldados se
escalonan aquí y allí en la cantina o en el campo
raso, para echar una caña o tirar un par de cartas,
nosotros estábamos dilucidando siempre en pequeños
cónclaves la eterna cuestión de nuestro encuentro
con los franceses. ¡Cuántas veces reunidos junto a
un tambor donde había un jarro de vino, dispusimos
el paso del río, el ataque del enemigo en su
posición de Andújar, u otra hazaña de la misma
harina! Un día hallándonos en Porcuna, y después que
se nos unió el ejército de Reding, resolvimos,
después de ardiente discusión, que nuestros
generales estaban atolondrados, y sin saber qué plan
adoptarían. El conde de Rumblar dijo que iba a
escribir a su maestro D. Paco, para que le dijera lo
que más convenía hacer; pero como todos se rieron de
esta ocurrencia, nuestro generalito se amoscó y fue
a que le consolara con sus adulaciones interminables
el lugarteniente Santorcaz.
Por último, tras largo consejo
celebrado por los generales, se dijo que iban a ser
distribuidas las divisiones para tomar la ofensiva
inmediatamente. Aquel día, que fue si no recuerdo
mal el 12 o el 13 de Julio, vi por primera vez al
general Castaños, cuando nos pasó revista. Parecía
tener cincuenta años, y por cierto que me causó
sorpresa su rostro, pues yo me lo figuraba con
semblante fiero y ceñudo, según a mi entender debía
tenerlo todo general en jefe puesto al frente de tan
valientes tropas. Muy al contrario, la cara del
general Castaños no causaba espanto a nadie, aunque
sí respeto, pues los chascarrillos y las ingeniosas
ocurrencias que le eran propias las guardaba para
las intimidades de su tienda. Montaba airosamente a
caballo, y en sus modales y apostura había aquella
gracia cortés y urbana, que tan común ha sido en
nuestros Césares y Pompeyos. Es preciso confesar que
a caballo y en las paradas hemos tenido grandes
figuras. Esto no es decir que Castaños fuera
simplemente un general de parada, pues en 1808, y
antes de inmortalizar su nombre tenía muy buenos
antecedentes militares, aunque había hecho su
carrera con rapidez grande, si no desusada en
aquellos tiempos. A los doce años de edad obtuvo el
mando de una compañía; a los veintiocho le hicieron
teniente coronel y a los treinta y tres coronel. Si
en su juventud no asistió a ninguna campaña, en
1794, y cuando tenía treinta y ocho años y la faja
de mariscal de campo, estuvo en la del Rosellón a
las órdenes del general Caro, y allí le hirieron
gravemente en el lado izquierdo del cuello. Cuentan
que la ligera inclinación de su cabeza hacia aquel
lado provenía de la tal herida.
Voy a decir de qué manera nos
distribuyeron. La primera división la mandaba Reding,
la segunda Coupigny y la tercera Jones: la reserva
estaba a las órdenes de D. Juan de la Peña, y
mandaban destacamentos sueltos compuestos poco más o
menos de mil hombres, y en calidad de tropas
volantes para mortificar al enemigo, D. Juan de la
Cruz, el marqués de Valdecañas y D. Pedro Echévarri,
que después fue uno de los más famosos polizontes de
la reacción. Trescientos escopeteros que habían
salido Dios sabe de dónde, eran capitaneados por el
presbítero D. Ramón de Argote. ¿No es verdad que
hubiera estado mejor diciendo misa?
A caballo éramos tres mil,
fuerza no muy grande si se considera que íbamos a
operar en país entre llano y contra jinetes muy
aguerridos; pero en cambio nuestra artillería era de
primer orden. Teníamos veinticuatro piezas, servidas
por el Real Cuerpo, con lo más florido de aquella
oficialidad a quien estaba reservada la mayor gloria
de la guerra, desde el 2 de Mayo hasta la batalla de
Vitoria.
Nosotros nos extendíamos por la
izquierda del Guadalquivir, ocupando los pueblos de
Porcuna y Lopera; y alargando una de nuestras alas
por el camino de Arjonilla, observábamos la orilla
derecha, mientras la otra ala se extendía hacia
Higuera de Arjona buscando a Mengíbar. El francés
ocupaba a Andújar con las fuerzas que primitivamente
trajo a Andalucía, y que habían vencido en el puente
de Alcolea y saqueado a Córdoba. La división de
Vedel, fuerte de diez mil hombres, ocupaba a Bailén,
y la pequeña división de Ligier-Belair, el mismo
general a quien vimos batirse con los vecinos de
Valdepeñas en los primeros días de Junio, estaba en
Mengíbar guardando el paso del río por aquella
parte. Andújar, Bailén, Mengíbar. Del primero al
segundo punto corría la carretera general de
Andalucía, desde Bailén a Mengíbar el camino que iba
a Jaén, y desde Mengíbar a Andújar el río. Conserven
Vds. en la memoria la disposición de este triángulo
para comprender la importancia de los movimientos de
ambos ejércitos.
Cualquiera que fuese el
pensamiento de nuestros generales, lo cierto es que
la primera división recibió orden inmediata de
ponerse en marcha, mientras Castaños con la tercera
y la reserva se dirigía hacia el puente de Marmolejo
para pasarlo y atacar a Dupont en Andújar. Ya he
dicho que mandaba D. Teodoro Reding la primera
división: lo que aún no ha sido escrito por la
historia ni dicho por mí, es que yo formaba parte de
ella, porque toda la caballería voluntaria había
sido incorporada, mejor dicho, fundida en los
batallones del ejército, que apenas contaban con la
mitad del contingente. A mi amo y a los que le
seguían nos tocó formar en las filas del regimiento
de Farnesio, mientras que los lanceros de Sevilla
fueron casi todos incorporados al regimiento de
España.
El día 13 nos separamos de
nuestros compañeros y tomamos el camino, mejor
dicho, las veredas y trochas que conducían a
Mengíbar. No llegábamos a seis mil; pero éramos
buena gente aunque me esté mal el decirlo. El
regimiento de guardias walones, los suizos, el de la
Corona, el de Irlanda, el de Jaén, los granaderos
provinciales, los fusileros de Carmona, la
caballería de Farnesio y las seis bocas de fuego que
mandaba D. Antonio de la Cruz, eran piezas
respetables, orgullosas de sí mismas. Teníamos por
general a un hombre impetuoso, de más arrojo que
prudencia, mediano táctico; pero incansable en las
marchas. Nuestro jefe de Estado Mayor, D. Francisco
Javier Abadía, era un militar muy entendido, quizás
de los mejores que entonces tenía el ejército
español, y el coronel puesto al frente de la
artillería pasaba por un oficial de mucho
entendimiento en su arma. Nosotros le llamábamos el
sainetero por ser hijo de D. Ramón de la Cruz.
Adelante, pues. Al llegar a
Mengíbar, encontramos la población muy alborotada,
porque un destacamento francés enviado a Jaén en
busca de víveres, después de saquear horriblemente
esta ciudad, había retrocedido a su cuartel general
asolando a su paso la comarca. De Jaén se contaban
atrocidades que apenas son creíbles en militares de
un país europeo. Dijéronnos que mujeres y niños
habían sido inhumanamente degollados y que igual
muerte padecieron dentro de sus mismos hospitales
varios frailes agustinos y dominicos enfermos. La
consternación de aquellos pueblos era excesiva, y al
aproximarse las tropas acudían en tropel a nuestro
encuentro, derramando lágrimas de ira, suplicándonos
que no dejáramos vivo un francés, y pidiendo los
viejos aún fuertes y los rapaces de doce años que se
les dejase marchar entre las filas para ayudarnos.
Según nos decían, después del saqueo, en los
caseríos inmediatos al tránsito, Almenara, Fuente
del Rey, Grañena y otros no habían dejado ni un
grano de trigo, ni un azumbre de vino, ni un puñado
de paja. Hasta las medicinas de las boticas y de los
hospitales de Jaén fueron robadas, y al propio
tiempo ni un carro ni una mula quedaron en todos
aquellos contornos.
Muchas familias expoliadas
habían acudido a Mengíbar. En la plaza del pueblo
dos frailes escapados a las carnicerías de Jaén,
predicaban el exterminio de los franceses. Al ver la
indignación de aquella infeliz gente robada y
vejada, al ver las mujeres que acudían frenéticas y
rabiosas pidiéndonos que vengáramos a sus inocentes
hijos degollados sin piedad en la cuna, comprendí
las crueldades de que por su parte empezaban a ser
víctimas los franceses, cuando se rezagaban.
16
Antes de decidirse a pasar el
río, nuestro general mandó una pequeña fuerza en
reconocimiento de la situación de las tropas de
Coupigny. Algunos jinetes de Farnesio tomaron parte
en esta expedición, y Marijuán que fue en ella, nos
contó a su regreso en la tarde del 15, que habían
encontrado la división del marqués hacia Villanueva
de la Reina, donde le entregaron los pliegos de
Reding. Desde el campamento de Coupigny se había
visto una gran polvareda en la orilla derecha, y
parecía que la división de Vedel marchaba desde
Bailén a Andújar, para reforzar a Dupont, que ya
había trabado la lucha con Castaños. La gente venida
de Arjonilla aseguraba haber oído fuerte cañoneo
hacia la parte de los Visos.
-A estas horas -decía Marijuán-,
o ellos o los de Castaños han de estar derrotados.
-¿Y qué esperaba el marqués en
Villanueva de la Reina? -preguntó Santorcaz con
aquella suficiencia estratégica que le hiciera tan
digno de admiración a los ojos del joven D. Diego.
-Allí se estaba tan quieto
-repuso Marijuán-. Parece que está de acuerdo con
nuestro general para operar en combinación y atacar
juntos a Bailén.
-¿Pero qué estrategia es esa,
ni a qué conduce atacar a Bailén? -dijo Santorcaz,
atrayendo en su alrededor un círculo de soldados-.
¿No dices que la división Vedel salió de Bailén y
está ya sobre Andújar?
-Sí: así lo decían en
Villanueva.
-Pues si no hay enemigos en
Bailén, ¿qué es eso de atacar a Bailén? Se tratará
de ocuparlo para luego avanzar por el arrecife y
embestir a Dupont y a Vedel por la espalda, mientras
Castaños, Jones y Peña lo atacan de frente.
-Eso, eso será -dijimos todos-.
De ese modo les cogeremos entre dos fuegos y no
escapará ni una patena de las que han robado en
Córdoba.
-Pero si ese es el plan, ya
debía estar puesto en ejecución. Si se están
batiendo en Andújar, a estas horas deberíamos estar
nosotros cayendo sobre la retaguardia francesa;
mientras que si nos ponemos en marcha esta noche y
llegamos mañana, sabe Dios...
Al anochecer se nos puso en
movimientos río arriba, lo cual no comprendimos ni
poco ni mucho hasta que algunos compañeros que eran
del país y conocían el terreno nos dijeron que
íbamos buscando el vado del Rincón para pasar al
otro lado. Por la noche algunas fuerzas de
infantería y dos piezas pasaron por junto a la
barca, mientras el grueso del ejército con la
caballería nos disponíamos a hacerlo media legua más
arriba. Antes de amanecer sentimos algunos tiros del
otro lado, y diósenos orden de hacer el menor ruido
posible, y de no encender lumbre. La noche era
calurosa: habíamos comido poco y mal el día
anterior, y con esto y el no dormir no estábamos del
mejor humor; pero la guerra tiene mil
contrariedades, y ojalá fueran todas como aquella.
Entramos al fin en el río, cuya frescura era
agradable a nuestros cuerpos, secos e irritados por
el calor y el polvo, y algún tiempo después, cuando
comenzaban a iluminar el horizonte los primeros
vislumbres de la aurora, ya éramos dueños de la
orilla derecha. El mayor general Abadía, que había
dirigido el paso, nos mandó replegarnos a un sitio
bajo, donde casi toda la fuerza podía permanecer
oculta, y allí aguardamos más de media hora. No se
veían los enemigos por ningún lado; pero allá lejos
hacia la barca continuaba cada vez más vivo el
tiroteo de fusil.
El terreno es por allí bastante
quebrado, abundando los matorrales y chaparros; y
entre estos designaron un camino de trocha por donde
avanzó la infantería, mientras a los de a caballo se
nos mandó caminar por terreno más alto. Habíamos
tomado tan al pie de la letra la orden de no hacer
ruido, que avanzamos despacio y silenciosamente con
el alma en suspenso y los ojos atentamente fijos en
el último término del terreno hacia la izquierda,
punto donde se había trabado la acción. Vimos al fin
a los franceses tiroteándose con nuestros
compañeros, con aquellos que habían pasado la barca
durante la noche, y luchaban en un campo bajo
salpicado de espesos matorrales.
En una pequeña loma, y como a
dos tiros de fusil de aquel sitio, brillaba inmóvil
e imponente una cosa que desde el primer momento
atrajo nuestras miradas, infundiéndonos cierto
recelo. Era un escuadrón de coraceros, la mejor
caballería del ejército de Dupont. Todos los jinetes
contemplamos el resplandor de las bruñidas corazas,
en cuyos petos el sol naciente producía plateados
reflejos; y después de mirar aquello sin decir nada,
nos miramos unos a otros, como si nos contáramos. Ni
una voz se oía en nuestras filas: a todos se nos
había cambiado el color, y temblábamos aunque cada
cual hiciera esfuerzos por disimularlo. El único
rumor que turbaba el profundo silencio de nuestro
regimiento, donde hasta los caballos parecían
contener el aliento y explorar el campo con atónitos
ojos, era un ligero y casi imperceptible son
metálico producido por las estrellas de las
espuelas. Aquel temblor de piernas es un accidente
que la caballería observa siempre en el comienzo de
todas las batallas.
El combate, principiado en
guerrillas, arreciaba desde que empezó la infantería
a desplegar un frente compacto de consideración.
Pero casi toda la tropa española se mantenía en
reserva, esperando a saber fijamente si los
franceses ocultaban una gran fuerza en la carretera
de Bailén. Mientras el frente español aumentaba sus
tiros, resistiendo a las innumerables guerrillas
francesas, que al abrigo de sus posiciones medio
atrincheradas hacían fuego mortífero, la artillería
continuaba a retaguardia, y la caballería, asimismo
fuera de acción, recibió orden de ocupar un cerro a
mano derecha. Fijos allí, no quitábamos los ojos de
la tremenda fila de corazas que resplandecían en la
loma de enfrente, quietas y confiadas en su valor y
pesadumbre. Aquella fuerza era muy superior a la
nuestra por su organización y la marcialidad de cada
uno de sus soldados; pero nosotros teníamos sobre
ella, además de la ventaja numérica, que no era de
gran valor, dada nuestra impericia, la siguiente
ventaja moral: puestos ellos en la vertiente
anterior de una loma, todo su poder y su número se
presentaban a nuestra vista: no había más coraceros
que aquéllos, y podíamos contarlos uno por uno.
Nosotros, en cambio, estábamos sabiamente colocados
por el mayor general en otra altura parecida; pero
sólo una quinta parte del regimiento ocupaba la
parte culminante de la loma, mientras que todo lo
demás se extendía en la vertiente posterior,
permaneciendo completamente oculto a la vista del
enemigo; de modo que si nosotros les contábamos
perfectamente a ellos, los franceses, engañados por
la apariencia, se reirían de los treinta o cuarenta
jinetes sin uniforme, enseñoreados del cerro con
aire de perdona vidas.
Nosotros teníamos sobre ellos
la ventaja de lo desconocido, que es el genio
tutelar de las batallas, de eso que no se ve y que
en el momento apurado y crítico sale inopinadamente
de lo hondo de un camino, del respaldo de una loma,
de la espesura de un bosque; combatiente de última
hora que la tierra echa de su seno, y se presenta
fresco, sin heridas ni cansancio a decidir la
victoria.
Nuestras filas habían
desalojado a los franceses de sus posiciones. Les
vimos replegarse en desorden y entonces cesó la
inmovilidad de los coraceros. Los resplandecientes
petos despedían múltiples reflejos, y ordenadamente
descendieron de su colina en perfecta fila.
Relincharon sus caballos, y los nuestros relincharon
también, aceptando el reto. Pero entonces ocurrió
uno de esos cambios de escena tan frecuentes en la
guerra, y cuyo artificio, si cae en buenas manos,
basta a decidir la victoria. Arrojadas nuestras
filas sobre las guerrillas enemigas, clareado el
terreno y puestas en juego algunas piezas de
artillería, viose que los franceses vacilaban,
agrupándose y retrocediendo como si buscaran nuevas
posiciones. Se nos dio orden de avanzar bajando, y
una vez en llano, convertimos sobre nuestro flanco,
para formar un largo frente de batalla. La
infantería francesa estaba delante de nosotros,
resguardada por sus coraceros: pero estos observando
nuestro movimiento y reconociendo al instante su
indudable inferioridad, invadieron precipitadamente
la carretera. La retirada era cierta. Se nos formó
en columnas, dándonos orden de cargar, y el
regimiento se puso rápidamente al galope. Parecía
que la misma tierra, sacudiéndose bajo las
herraduras de nuestros caballos, nos echaba hacia
adelante. Aquellos primeros pasos tras un ideal de
gloria, acompañaron voces de guerra mezcladas con
piadosas invocaciones.
-¡Madre nuestra, Santa Virgen
de Araceli, ven con nosotros!
-¡Viva España, Fernando VII, y
la Virgen de la Fuensanta!
Ya nadie pensaba en tener
miedo: muy lejos de esto, todos los de mi fila
rabiábamos por no estar en las de vanguardia, en
aquellas filas dichosas que acometían a sablazos a
los franceses de a pie, ya pronunciados en completa
dispersión. Tal era nuestro furor bélico en aquella
fácil victoria, que D. Diego, Marijuán y yo, no
encontrando a derecha e izquierda francés alguno,
hacíamos grande estrago con nuestros sables en los
arbustos del camino, diciendo: «Perros, canallas, ya
sabréis cómo las gastamos los españoles».
La gloria de cargar sobre la
infantería francesa perteneció tan sólo a las
primeras filas, aunque no les duró mucho el
regocijo, porque los enemigos, convencidos ya de que
no tenían fuerza bastante para hacernos frente,
tomaban a toda prisa el camino de Bailén. Una vez
posesionados del camino, seguimos adelante; pero los
caballos enemigos corrían a todo escape, y la
infantería se puso en salvo por las veredas,
dispersándose a un lado y otro de la carretera.
Sobre las diez nos detuvimos, y puestas en orden las
columnas, avanzamos despacio, porque recelábamos de
ser atacados por una división entera. Entretanto
nuestras pérdidas habían sido nulas en la
caballería, y escasas, aunque sensibles, en la
infantería, que perdió un capitán del regimiento de
la Reina y bastantes soldados.
Después de haber perdido de
vista a los enemigos, continuamos la marcha hacia
Bailén, si bien con mucha cautela, pues había la
presunción de que los franceses, reforzados con gran
número de tropas y caballos y artillería, se nos
presentarían de nuevo en mitad del camino,
sorprendiéndonos en nuestra triunfal carrera. Así
fue en efecto. A eso del medio día nuestras columnas
avanzadas recibieron el fuego de los imperiales, que
rehechos con un destacamento que había llegado de
Linares, trataban de ganar lo perdido.
Furiosos por el reciente
desastre, acometieron briosamente a nuestra
vanguardia. Tomamos posiciones, y las tropas
ligeras, ayudadas de un enjambre de paisanos, se
diseminaron por las escabrosidades colindantes,
desde cuyos matorrales mortificaban a los franceses
con fuego menudo. La caballería entretanto
continuaba muy lejos de la acción, y aunque nuestro
deseo hubiera sido que se nos enviara a lo más recio
para desahogar la furia de nuestro enardecido pecho,
Dios quiso por fortuna que no llegase esta ocasión,
pues la escaramuza terminó de improviso; cesaron los
tiros, y vimos con sorpresa que los franceses, como
poseídos de súbito pavor, retrocedían a la
desbandada hacia Bailén, recogiendo precipitadamente
sus heridos.
¿Qué ocurría? Según después
supimos, los franceses había tenido una pérdida
funesta, la de su general Gobert, el cual cayó
mortalmente herido por una de esas balas de
invisible guerrero, que salían de entre las malezas
para taladrar el corazón del Imperio. Aquel valiente
militar murió pocas horas después en Guarromán.
Dueños nosotros del campo, y sin enemigos a la
vista, parecía natural que fuéramos sobre Bailén;
pero el ejército volvió hacia Mengíbar para repasar
el río, movimiento que no fue por nosotros
comprendido. Todos estábamos muy orgullosos, y
especialmente los paisanos inexpertos no cabíamos en
el pellejo.
-¡Hoy es día del Carmen!
-exclamó D. Diego-. ¡Viva la Virgen del Carmen, y
mueran los franceses!
Ruidosas exclamaciones
alegraron y conmovieron nuestras filas. Era el 16 de
Julio: en este día la Iglesia celebra, además de la
advocación del Carmen, el Triunfo de la Santa Cruz,
fiesta conmemorativa de la gran batalla de las Navas
de Tolosa, ganada contra los infieles por
castellanos, aragoneses y navarros, en aquellos
mismos sitios donde nosotros perseguíamos a los
franceses, y en el mismo 16 del mes de Julio. Habían
pasado quinientos noventa y seis años. La
coincidencia del lugar y la fecha nos inflamaba más,
y añadido a nuestro patriotismo una profunda fe
religiosa, nos creímos héroes, aunque hasta entonces
no habíamos tenido ocasión de probarlo.
Antes de cruzar el río,
descansamos para llevar algo a la boca. ¡Oh, qué
desengaño! Estábamos muertos de hambre y cansancio,
y se nos dijo que no había más que un tercio de
ración. Pero nosotros éramos buenos chicos y nos
conformamos, supliendo los dos tercios restantes con
la sustancia moral del entusiasmo.
-Pero Sr. de Santorcaz
-pregunté a mi compañero, cuando con el agua al
estribo vadeábamos el Guadalquivir-, ¿nos quiere Vd.
decir por qué no se nos ha llevado adelante? ¿Por
qué después de esta victoria desandamos lo andado?
-¡Zopenco! -me contestó-. Esto
no ha sido más que una fiestecilla de pólvora, y
todavía no ha empezado lo bueno. ¿Crees que no hay
más franceses que esos cuatro gatos de Ligier-Belair?
¿Qué sabes tú si a estas horas, Vedel, que fue a
Andújar en auxilio de Dupont, habrá regresado a
Bailén? Ahora, o yo me engaño mucho, o vamos en
busca del marqués de Coupigny para reunirnos y
emprender juntos un nuevo ataque. ¿Estás al tanto de
lo que digo? ¿Ves cómo no en vano ha mordido uno el
cebo en Hollabrünn, en Austerlitz y en Jena?
Efectivamente, la intención de
nuestro general era reunirse con Coupigny; pero esto
no se verificó hasta la noche del 17 al 18.
17
Se nos acampó en una altura a
espaldas de Mengíbar, y supimos con gusto que
aquella noche no haríamos movimiento alguno. Nuestro
gozo, como nuestra fatiga, necesitaba descanso;
necesitábamos dar desahogo al efervescente alborozo,
no sólo renovando en la memoria todos los incidentes
de la acción de aquel día, sino también refiriendo
cuanto cada uno hizo y cuanto dejó de hacer para que
la batalla fuese completamente ganada. Los suizos y
los soldados de línea no estaban tan engreídos como
nosotros los paisanos, que creíamos haber asistido a
la más grande y gloriosa batalla de los modernos
tiempos. Mirábamos con desdeñosa indiferencia a los
que quedaron de reserva, y al contarles lo que pasó,
hacíamos subir a cifras fabulosas el número de
franceses segados por nuestros cortadores sables en
la refriega.
Largas horas pasamos sobre el
campo saboreando los deliciosos recuerdos de tanta
gloria, que como dejos de un manjar muy rico nos
renovaban el placer del vencimiento. La noche era
como de verano y como de Andalucía, serena,
caliente, con un cielo inmenso y una atmósfera
clara, donde fluctúa algo sonoro, cuya forma visible
buscamos en vano en derredor nuestro. Tendidos sobre
la caldeada tierra a orillas del río, cuyas frescas
emanaciones buscábamos con anhelo, entreteníamos las
horas hablando, cantando, o haciendo eruditas
disertaciones sobre la campaña tan felizmente
emprendida. En un grupo se jugaba a las cartas, en
otro se decía un romance de héroes o de santos, en
este algunos cantaores echaban al vuelo las más
románticas endechas de la tierra, pues desde
entonces era romántica Andalucía; en aquel se
narraban cuentos de brujas, y en algunos,
finalmente, se dormía sin inquietud por el día
venidero.
Nuestro D. Diego, siempre al
arrimo de Santorcaz; Marijuán, yo y algunos más
formábamos un grupo bastante animado, en el cual no
cesó el ruido hasta muy alta la noche. Después de
cantar, no escasearon los cuentos, acertijos y
adivinanzas, y por último, la conversación recayó en
tema de mujeres.
-Yo -dijo D. Diego con su
natural ingenuidad-, me voy a casar. A todos les
convido a mi boda. «¿Yquién es la novia?» dirán Vds.
Pues sepan que no la he visto. Mi señora madre lo ha
arreglado todo con otras dos señoras de Córdoba, y
según me han dicho, es más bonita que el sol, aunque
ahora le ha dado por no salir del convento.
-Será para cuando acabe la
guerra, porque ahora no está el horno para bollos
-dijo Marijuán-. Yo también voy a casarme con una
muchacha de Almunia, que tiene siete parras, media
casa y burro y medio de hijuela. También será cuando
acabe la guerra, y a todos les convido a mi boda. ¿Y
tú, Gabriel?
-Pues yo para no ser menos
-contesté-, diré que cuando se acabe la guerra me
pienso casar también. ¿Y con quién?, dirán Vds. Pues
me caso con una condesa.
-¡Con una condesa!
-Sí señores, con una condesa
que posee todas estas tierras que estamos viendo y
otras más allá, y tiene dos escudos con ocho lobos
sobre plata y catorce calderos, con media cabeza de
moro y un letrero que dice...
-Toma casa con hogar y mujer
que sepa hilar -dijo Marijuán interrumpiéndome-.
¿Pues no dice que se casa con una condesa? Será con
alguna duquesa del estropajo. Pero di, ¿en qué
alcázares reales está tu novia?
-Este es un bobalicón que no
sabe lo que se habla -dijo D. Diego-. ¡Buena condesa
será ella! Pues, como os decía, muchachos, mi novia
está muy desazonada esperando a que se acabe la
guerra para casarse conmigo. Así me lo han dicho, y
lo creo. Apuesto que están Vds. rabiando por saber
quién es y cómo se llama; pero eso no lo he de
mentar, porque mi señora madre y D. Paco me dijeron
que si hablaba de esto antes de llegar la ocasión me
castigarían no dejándome montar en el potro. ¡Qué
guapa es, señores! Sus ojos son dos luceros, como
aquel grande y muy claro que está sobre el tejado de
esa casa; su boca se compone de dos hojas de rosa;
sus dientes hacen que todas las perlas echen a
correr de envidia; sus mejillas son claveles
abiertos, y cuando llora sus lágrimas son diamantes.
Yo no la he visto más que en figura; porque han de
saber Vds. que cuando fui a visitar a sus tías en
Córdoba me dieron un medalloncito con el retrato de
la que ha de ser mi mujer, el cual retrato, por
temor a que se me perdiera, lo he dado a guardar al
señor de Santorcaz.
-Eso se parece -dijo uno de los
oyentes-, a la historia de la princesa Laureola, por
quien vinieron de La Meca los tres reyes moros, y
dice el cuento que tenía los ojos de azabache
ardiendo, la boca de flor de granado, y las orejas
de caracolitos del mar. ¿Lo sabes tú?
-Eso está en el romance de la
Reina mora, bruto. ¿Qué tiene eso que ver con la
princesa Laureola?
-Yo sé el romance de la Reina
mora -gritó don Diego batiendo palmas-. ¿Lo echo?
-Venga.
-No; el del Barandal del
cielo, que es más bonito y habla de la Virgen
-añadió el condesito gozoso de hallarse a punto de
lucir sus habilidades-. Me lo enseñó mi hermana
Presentación, que sabe veintisiete y los dijo todos
arreo delante del señor obispo de Guadix, cuando su
ilustrísima paró en casa el mes pasado.
Y sin esperar a que le rogasen,
el mayorazguito de Rumblar, con sonsonete de
escuela, voz agridulce y amanerados gestos dio
principio a la siguiente retahíla:
«Por el barandal
del cielo |
se pasea una doncella |
blanca, rubia y
encarnada, |
que alumbra como una
estrella. |
San Juan le dice a
Jesús: |
¿quién es aquella
doncella? |
Nuestra madre, buen San
Juan, |
nuestra madre linda y
bella; |
la Virgen no viene
sola, |
ángeles vienen con
ella; |
no viene vestida de
oro, |
ni de plata, ni de
seda; |
viene vestida de
grana...». |
. . . . . . . . . . . .
. . . . . . . |
Y como al concluir fuera
acogida esta relación con una salva de aplausos,
animose el recitador y nos endilgó otra, no menos
famosa, que empezaba:
«Allá arriba en
aquel alto |
hay una fuente muy
clara, |
donde se lava la Virgen |
sus santos pechos y
cara...». |
. . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . |
-¡Basta de romances! -exclamó
de improviso Santorcaz, asustándonos a todos con su
interrupción-. Eso es cosa de chiquillos, y no de
hombres formales. ¿No sabe Vd. más que eso?
-Sé muchos más -dijo
tímidamente el joven-. D. Paco me ha enseñado
muchos, y me los hace aprender de memoria para que
los diga en las tertulias.
-¿Y nada más le ha enseñado a
Vd. ese señor D. Paco, a quien desde el primer
momento tuve y diputé por un gran zopenco?
-También me ha enseñado
historia, sí señor. Y sé lo de nuestro padre Adán y
aquello de Alejandro cuando fue a dar batallas a los
persas como ahora vamos nosotros a dárselas a los
franceses.
-¿Y nada más?
-¡Toma: también latín!, pero mi
señora madre mandó que no me atarugasen la cabeza de
latín, puesto que no era necesario, y por último D.
Paco dijo que con saber un poquito de Musa musæ
bastaba.
-¿Y qué libros ha leído Vd.?
-Nada más que la Guía de
Pecadores, donde está aquello del infierno. Ese
libro es muy feo, y mi señora madre no me dejaba
leer más que lo del infierno, que da mucho miedo, y
sueña uno con ello. Pero mi señora madre tiene otros
libros en el cofre, y cuando iba a misa, yo con
mucha cautela los sacaba para leerlos. Uno se titula
La farfulla o la cómica convertida, novela
escrita por un fraile de mínimos, y otra,
Princesa, ramera y mártir, Santa Afra. Ambos
libros son muy bonitos y traen un aquel de amores y
besos que me daba mucho gusto cuando los leía a
escondidas.
Santorcaz sonreía. Después de
una pausa, dijo con cierta petulancia:
-¿De modo que no ha leído Vd.
la Enciclopedia?
-¿Qué es eso?
-La Cincopedia -exclamó
uno-. ¡Eh!, ¿sabes tú a dónde cae la Cincopedia?
Esta palabra, que adquirió
fortuna aquella noche, fue pasando de boca en boca,
y más de cien la repitieron entre zumbas y chacota.
-Veo que son Vds. unos animales
-dijo Santorcaz un poco avispado-. De todos modos,
Sr. D. Diego, la educación que Vd. ha recibido no
puede ser más deplorable en un joven mayorazgo, que
por lo mismo que ha de sobresalir entre los demás en
la sociedad, debe cultivar su entendimiento.
-A ver, amigo -dijo Rumblar-,
hábleme Vd. de esas cosas que me gustan. Todo lo que
Vd. me decía anteayer, cuando íbamos de camino por
aquí, me tenía encantado, y le juro que si no
estuviera en vísperas de casarme y fuera preciso
seguir con ayo, le diría a mi señora madre que me le
pusiera a Vd. en lugar de D. Paco, el cual bien se
me alcanza que no me ha enseñado más que gansadas y
tonterías.
-Pues repito que un joven
destinado a ocupar tan alta posición en el mundo,
debe saber algo más que el romance del Barandal
del cielo. Verdad es que, o mucho me equivoco, o
todo eso de los mayorazgos se lo llevará la trampa,
y tarde o temprano se pondrán las cosas de manera
que cada cual sea hijo de sus obras.
-Así debe ser -dijo Marijuán-.
¿No somos todos hijos de Dios?
-Vengan Vds. acá y respondan
-dijo Santorcaz excitando la curiosidad de sus
oyentes-. ¿No les parece que el mundo está muy mal
arreglado?
Abriéronse varias bocas con
estupefacción, y no se oyó ninguna respuesta.
-Pues yo que no he leído ningún
libro -afirmó al fin uno de los circunstantes- digo
que Dios tiene que volver a hacer el mundo, porque
eso de que se lo lleve todo el que primero salió del
vientre de la madre y los demás se queden bailando
el pelao, no está bien. Mi hermano el mayor, sólo
porque le dio la gana de nacer antes que yo, tiene
tres dehesas y dos casas; y los demás... uno hubo de
meterse fraile, otro se fue al Perú, otro está
muerto de hambre en un hospital de Sevilla, y yo,
señores, tuve que meterme en el contrabando para que
no se me helara el cielo de la boca.
-Oye, tú, Marijuán -dijo otro-,
¿sabes lo que contaban en Sevilla? Pues decían que
la Junta se iba a poner de compinche con las otras
Juntas para ver de quitar muchas cosas malas que hay
en el gobierno de España, lo cual podemos hacer
nosotros, sin necesidad de que vengan los
franceses a enseñárnoslo.
-Así ha de ser -observó
Santorcaz-. Me han dicho que en Sevilla hay
sociedades secretas.
-¿Qué es eso?
-Ya sé -dijo uno-. Tiene razón
D. Luis. En Sevilla hay lo que llaman flamasones,
hombres malos que se juntan de noche para hacer
maleficios y brujerías.
-¿Qué estás diciendo? No hay
tales maleficios. Mi amo iba también a esas Juntas,
y cuando su mujer se lo echaba en cara, respondía
que los que allí iban eran al modo de filósofos, y
no hacían mal a nadie.
-Pues en Madrid las sociedades
secretas están todavía en la infancia -añadió
Santorcaz-. En Francia las hay a miles, y todo el
mundo se apresura a inscribe en ellas.
-Pues si voy a Madrid -dijo con
énfasis el mayorazguito-, lo primero que haré será
meterme en una de esas sociedades, donde sin duda se
han de aprender muy buenas cosas. ¿No es verdad, D.
Luis? Yo no tengo nada de torpe: me lo conozco, sí,
señores. ¿Creerá Vd., Sr. de Santorcaz, que eso que
Vd. ha dicho de los mayorazgos se me había ocurrido
a mí muchas veces cuando jugaba en el patio de casa
con las gallinas? Pero ya que me enseña Vd. lo que
ignoro, contésteme a una duda: ¿Por qué tenemos
nosotros en nuestras casas tantos papelotes llenos
de garabatos, y por qué usamos esos escudos con
sapos y culebras? El de mi casa tiene cuatro
lagartos y un tablero de ajedrez con dos calderitos
muy monos.
-Si esos signos representan
algo -repuso Santorcaz-, es referente al primero que
los usó, a sus hazañas si las hizo, y a sus
privilegios si los tuvo; pero hoy, amiguito, tales
pinturas no valen de nada, y dentro de algunos años,
los que las posean sin dinero, serán unos pobres
pelagatos, a quienes nadie se arrimará, así como
todo aquel que haya hecho una fortuna con su trabajo
o la haya heredado de sus padres, o descuelle por su
talento, será bien quisto en el mundo, aunque no
tenga ni un adarme de lagartija en su escudo.
-¿De modo -preguntó el
mozalbete-, que yo seré un pelagatos, si llego a
perder mi patrimonio o soy un bruto? Esto sí que es
bueno.
-Nada, nada -dijo uno-. Fuera
mayorazgos, y que todos los hermanos varones y
hembras entren a heredar por partes iguales.
-Eso no puede ser -observó
Marijuán-, porque entonces no habría las grandes
casas que dan lustre al reino.
-Eso no puede ser -afirmó un
tercero-. Pues qué, ¿el Rey iba a ser tan tonto que
quitara los mayorazgos? Nada, nada; los dejará
siempre por la cuenta que le tiene.
-Es que si el Rey no quiere
quitarlos, no faltará quien los quite -afirmó
Santorcaz.
Todos se rieron al oír sostener
la idea de que existe alguna voluntad superior a la
voluntad del Rey.
-¿Cómo puede ser eso? Si el Rey
no quiere... ¿Hay quien esté por cima del Rey? El
Rey manda en todas partes, y digan lo que quieran,
no hay más que su sacra real voluntad. ¡Muchachos,
viva Fernando VII!
-Pero vengan acá, zopencos
-dijo Santorcaz-. ¿Dicen Vds. que nadie manda más
que el Rey?
-Nadie más.
-Y si todos los españoles
dijeran a una voz: «queremos esto, señor Rey, nos da
la gana de hacer esto», ¿qué haría el Rey?
Abriéronse de nuevo todas las
bocas, y nadie supo contestar
18
-Gaznápiros, animales: si Vds.
están probando lo que digo -añadió con energía D.
Luis-. Lo que pasa en España ¿qué es? Es que el
Reino ha tenido voluntad de hacer una cosa y la está
haciendo, contra el parecer del Rey y del Emperador.
Hace tres meses había en Aranjuez un mal ministro,
sostenido por un rey bobo, y Vds. dijeron: «No
queremos ese ministro ni ese Rey», y Godoy se fue y
Carlos abdicó. Después, Fernando VII puso sus tropas
en manos de Napoleón, y las autoridades todas, así
como los generales y los jefes de la guarnición,
recibieron orden de doblar la cabeza ante Joaquín
Murat; pero los madrileños dijeron: «No nos da la
gana de obedecer al Rey ni a los Infantes ni al
Consejo ni a la Junta ni a Murat», y acuchillaron a
los franceses en el parque y en las calles. ¿Qué
pasa después? El nuevo y el viejo Rey van a Bayona,
donde les aguarda el tirano del mundo. Fernando le
dice: «La corona de España me pertenece a mí; pero
yo se la regalo a Vd., Sr. Bonaparte». Y Carlos
dice: «La coronita no es de mi hijo, sino mía; pero
para acabar disputas, yo se la regalo a Vd., señor
Napoleón, porque aquello está muy revuelto y usted
sólo lo podrá arreglar». Y Napoleón coge la corona y
se la da a su hermano, mientras volviéndose a Vds.
les dice: Españoles, conozco vuestros males y voy
a remediarlos. Pero Vds. se encabritan con
aquello, y contestan: «No, camarada, aquí no entra
Vd. Si tenemos sarna, nosotros nos la rascaremos: no
reconocemos más Rey que a Fernando VII». Fernando
VII se dirige entonces a los españoles, y les dice
que obedezcan a Napoleón; pero entretanto,
muchachos, un señor que se titula alcalde de un
pueblo de doscientos vecinos, escribe un papelucho,
diciendo que se armen todos contra los franceses:
este papelucho va de pueblo en pueblo, y como si
fuera una mecha que prende fuego a varias minas
esparcidas aquí y allí, a su paso se va levantando
la Nación desde Madrid hasta Cádiz. Por el Norte
pasa lo propio, y los pueblos grandes lo mismo que
los pequeños forman sus Juntas, que dicen: «No, si
aquí no manda nadie más que nosotros. Si no
reconocemos las abdicaciones, ni admitiremos de Rey
a ese D. José, ni nos da la gana de obedecer al
Emperador, porque los españoles mandamos en nuestra
casa, y si los reyes se han hecho para gobernarnos,
a nosotros no nos han parido nuestras madres para
que ellos nos lleven y nos traigan como si fuéramos
manadas de carneros...». ¿Están Vds.? ¿Lo comprenden
Vds.? Pues esto ni más ni menos es lo que está
pasando aquí. Y ahora contéstenme los alcornoques
que me oyen: ¿Quién manda, quién dispone las cosas,
quién hace y deshace, el Rey o el Reino?
El estupor que produjeron estas
palabras reveladoras en el atento concurso,
compuesto de muchachos rudos e ignorantes, pero de
gran viveza de imaginación, fue tan extraordinario
que por un corto rato no se oyó la más
insignificante voz, señal cierta de que las ideas
vertidas por Santorcaz, entrando de improviso en los
oscuros cacúmenes de sus oyentes, habían armado allí
gran zipizape y polvareda, dejándolos aturdidos,
confusos y sin palabra. El primero que rompió el
silencio fue Rumblar, diciendo:
-Todo eso está muy bien dicho.
¿Querrán ustedes creer que hace días me ocurrió una
idea parecida cuando estaba cazando moscas y
poniéndoles rabos en cierta parte, para que al volar
hicieran reír a mis dos hermanas que estaban
rezando? Sólo que yo no sabía cómo decir aquello que
pensaba.
-Sí, señores, ¡vivan las
Juntas! -exclamó uno levantándose-. Yo me sé de
memoria aquel papel que echó a la calle la de
Córdoba, diciendo... Oigan ustedes: «¡Cordobeses:
los reinos de Andalucía se ven acometidos por los
asesinos del Norte; vuestra patria va a verse
oprimida bajo el yugo de un tirano; vosotros mismos
seréis arrancados de vuestros hogares y de vuestras
casas! ¡Cuarenta argollas está labrando el lascivo
Murat para conduciros al Norte como a los animales
más inmundos!... ¡Soldados: gemid de rabia y
furor!... Doce millones de hombres os están mirando
y envidiando vuestra gloria, y aun la Francia misma
ansía por vuestros triunfos».
Ruidosos aplausos y gritos
acogieron esta proclama, fielmente recitada con
dramáticos gestos por el muchacho.
-Pues si los españoles
-continuó luego Santorcaz-, pueden hacer lo que
están haciendo, no pueden también decir el día de
mañana: «Vamos, no queremos que haya más
inquisición, ni más vinculaciones»... pongo por
caso... O que digan: «En lugar de mil conventos, que
haya tan sólo la mitad, con lo cual basta y sobra»,
o «no me da la gana de que haya diezmos»...
-Eso sí que estaría bueno -dijo
Marijuán-. Pero si todos los españoles van a hacer
eso, y cada uno empieza a gritar por su lado
diciendo lo que quiere, se armará tal laberinto que
no podrán entenderse.
-Vaya unos zotes -añadió
Santorcaz-. Pero venid acá: ¿no veis que hay en
Sevilla una Junta que es la que dispone? ¿No veis
que hay otra en Granada, otra en Córdoba y otra en
Málaga, etc.? Pues en lugar de todas esas Juntas
pequeñas que gobiernan en cada pueblo, ¿no puede
haber una muy grande que se reúna en Madrid y
acuerde lo que se ha de hacer?
Miráronse los oyentes unos a
otros, y los monosílabos de aquiescencia y aun de
admiración corrieron de boca en boca, demostrando la
prontitud con que aquellas juveniles inteligencias
desplegaban sus alas, aún entumecidas y vacilantes,
para intentar describir los primeros círculos en el
espacio del pensamiento.
-Estas conversaciones me
enamoran -dijo el condesito de Rumblar-. Me estaría
toda la noche oyendo a este hombre, sin cansarme.
Ya, ya voy aprendiendo muchas cosas que no sabía.
Así aquella fantasía encerrada
en el capullo de una educación mezquina, agujeraba
con entusiasmo su encierro, porque había vislumbrado
fuera alguna cosa que tenía la fascinación de lo
nuevo. Así aquel germen de pasión y de inteligencia,
guardado en un huevo, se reconocía con vida, se
reconocía con fuerza, y empezaba a dar picotazos en
su cárcel, anhelando respirar fuera de ella otros
aires, y calentarse con calores más enérgicos. Así
aquella ceguera abría sus párpados, gozándose en la
desconocida luz.
La conversación terminó en el
punto en que la he dejado, porque la noche estaba
muy avanzada y casi todos empezaron a rendirse al
sueño, excepto el mayorazguito, cuyo despabilamiento
era casi febril a causa del organismo de su
imaginación. Largo tiempo continuaron él y Santorcaz
hablando en diálogo animadísimo, y como si
discutieran planes y expusieran proyectos de gran
trascendencia para los dos. Yo me aparté del grupo,
fingiendo retirarme a dormir; pero con ánimo de
satisfacer una imperiosa exigencia de mi alma, que a
voces me pedía soledad y meditación. Todos los
ruidos habían cesado en el campamento: las guitarras
y castañuelas, así como las cajas y las cornetas,
estaban mudas, porque el ejército dormía. Lejos del
grupo de mis amigos, écheme sobre el suelo,
aguardando la aurora, sin poder ni querer cerrar los
ojos; y allí me puse a meditar sobre lo que desde mi
salida de Madrid había visto y oído. ¡Cuántas
personas nuevas para mí había encontrado en aquella
breve jornada de mi vida! ¡Con cuánto afán,
meditando a solas y mirándolas al lado, preguntaba a
aquellos caminantes si tenían alguna noticia de lo
que me reservaba el destino! De todas aquellas
personas, ninguna estaba tan enérgicamente fija en
mi pensamiento como Santorcaz, hombre para mí
incomprensible y sospechoso, y que empezaba a
inspirarme secreta antipatía, sin que acertara a
explicarme por qué.
19
Al siguiente día hicimos un
movimiento por la orilla izquierda, río arriba,
hasta un punto mucho más alto que Mengíbar. Nada
entendíamos; pero Santorcaz, o por petulancia o
porque realmente había penetrado la intención de
Reding, nos dijo:
-Nuestro general sabe lo que se
hace, y es hombre que conoce la filosofía de las
marchas.
Haciendo alto a orillas del
Guadalimas, parte del ejército se entretuvo en
marchas incomprensibles, y empleando en esto más de
un día, nos encontramos de nuevo sobre Mengíbar al
anochecer del 18, punto al cual había llegado horas
antes la división del marqués de Coupigny. Reunidos
ambos ejércitos, no hubo allí más parada que la
precisa para recoger las provisiones de que
estábamos tan escasos, y ya muy de noche emprendimos
el camino de Bailén. Éramos catorce mil hombres.
Todo anunciaba que íbamos a tener un encuentro
formal con el ejército francés.
Según nuestras noticias, Dupont
continuaba en Andújar, reforzado por la división de
Vedel. ¿Habían trabado acción con nuestro tercer
cuerpo y el de reserva que, pasando el río por
Marmolejo, estaban situados en la orilla derecha?
Nosotros creíamos que sí, a menos que Castaños no
aguardase para atacar enérgicamente a que la primera
y segunda división cayeran sobre la espalda del
ejército de Dupont, bajando desde Bailén. ¿Era este
el objeto que nos guiaba en nuestra marcha?
Parecíanos que sí.
Mientras llegaba el momento del
drama, lejos de nosotros y en los flancos del
ejército imperial, mil dramáticas peripecias debían
precipitar la catástrofe, irritando paulatinamente
al enemigo. Los cuerpos y columnas de guerrilleros,
mandados por D. Juan de la Cruz, el conde de
Valdecañas y el clérigo Argote, se habían
desparramado como enjambre mortífero por los pueblos
y caseríos que dominaban el cuartel general francés
en las primeras estribaciones de la sierra al Norte
de Andújar. De tal modo perseguían aquellos
ardorosos paisanos a los franceses y con tanta
rapidez se dispersaban para evitar ser atacados, que
a los invasores les era de todo punto imposible
estar tranquilos un solo momento. El poderoso
gigante sacudía de una manotada aquellos moscones
venenosos; pero estos volvían a zumbar en derredor
suyo, le molestaban con sus terribles picaduras y
huían incólumes, sin temer la espada ni el cañón,
pues estas armas no se han hecho para mosquitos.
No podían apartarse los
franceses de su cuartel general como no fuera en
grandes destacamentos: frecuentemente iban mil
hombres a llenar en la fuente próxima unas cuantas
alcarrazas de agua. Si por acaso salían a merodear
pelotones de poca fuerza, eran despachados por los
guerrilleros en menos que se reza un credo. Antes
que consentir que se apoderasen de una panera, la
quemaban: las fuentes eran enturbiadas con lodo y
estiércol, para que no pudieran beber: los molinos
desmontados y enterradas sus piedras para que no
molieran un solo grano. ¡Ay de aquel francés que se
rezagara en las marchas de su destacamento! ¡Sentíase
de improviso asido por mil coléricas manos, sentíase
arrastrado por las mujeres, pellizcado por los
chicos y acuchillado por los hombres, hasta que su
existencia se apagaba con horrible choque en la fría
profundidad de un pozo! El invasor no encontraba
asilo en ninguna parte, y forzosamente encerrado en
los límites del cuartel general, veía conjurados
contra sí hombres y naturaleza. Por esto, rabioso y
desesperado, anhelaba batirse en función campal,
seguro de su destreza y costumbre de guerrear; y
lamentando la estupefacción del general en jefe,
exclamaba: «Demos una batalla, y aunque muera la
mitad del ejército, la otra mitad conquistará un
charco en que beber y un puñado de trigo seco que
llevar a la boca».
Habían dejado los franceses en
Montoro un destacamento de setenta hombres, para
custodiar un molino donde fabricaban con dificultad
harina malísima. El alcalde de aquella villa, donde
no había quedado ni una sola arma de fuego, se
atreve, sin embargo, a dar cuenta de los setenta
franceses, para lo cual era preciso despachar
primero a los veinticinco que a todas horas estaban
de guardia en el puente. Reúne, pues, algunos
paisanos decididos, y usando la arma blanca, ataca
con furia a la guardia; los veinticinco son
exterminados; apodérase de sus fusiles la valiente
cuadrilla, sorprende el resto del destacamento en la
casa donde se albergaba, hace prisioneros a soldados
y jefes, y les manda a la isla de León. El parte en
que se notificó este suceso a la Junta Suprema decía
que todo se hizo con las varas de los harrieros
(conservola ortografía del original); pero esto ha
de ser una hipérbole andaluza.
Sintiéndose llamado a más
grandes acciones, don José de La Torre (que así se
nombraba aquel alcaldito), sale al encuentro de un
convoy que venía de Córdoba, y de los cincuenta y
nueve franceses que custodiaban este, los cincuenta
quedan tendidos en el camino, y los nueve restantes
corren a contar a Dupont lo que ha pasado. Entonces
Dupont envía mil hombres a Montoro con encargo de
que incendien el pueblo y lleven vivo o muerto al
alcalde. Arde Montoro, y La Torre, conducido vivo,
va a ser pasado por las armas: pero un general
francés, a quien poco antes había dado hospitalidad,
intercede por él; es puesto en libertad, y aquel
petit caporal de las guerrillas marcha a Sevilla
y recibe de la Junta los galones de capitán de
ejército.
Pues bien; lo que pasaba en
Montoro, ocurría en todos los pueblos de la
carretera de Andalucía desde Córdoba hasta Santa
Elena. El gigante que incendiaba lugares y
destrozaba ejércitos no podía dar un paso sin
encontrar un avispero, y frenético con aquel
zumbido, envenenado por los aguijones, maldecía la
hora de la invasión. El águila, devorada por los
insectos, graznaba a orillas del Guadalquivir con
hambre y calentura, afilando sus garras en el tronco
de los olivos, con el ansia de que llegara pronto la
ocasión de destrozar alguna cosa.
20
Al entrar en Bailén, ya muy
avanzada la noche, nos sorprendió mucho el no ver
ninguna fuerza francesa a la entrada del pueblo para
disputarnos el paso. ¿A dónde habían ido los
franceses? ¿Qué les pasaba, cuando ni por precaución
dejaron allí un par de batallones para guardar punto
tan importante? Pronto salimos de dudas, porque de
boca de los habitantes de Bailén, que salieron en
masa a recibirnos, supimos que la división Vedel
había pasado por allí en dirección a la Carolina.
-Nosotros les hacíamos a Vds.
en Linares -dijo D. Paco, que también salió a
nuestro encuentro, rebosando de júbilo-. ¡Oh!, señor
conde, niño mío... ¿Está por ventura herido Vuestra
Excelencia? Vamos un rato a casa, donde la señora
marquesa y las niñas están rezando por el buen éxito
de la guerra. ¿No darán un descanso a las tropas?
Nuestro general había
determinado salir en seguida para Andújar; pero como
ocupábamos todo el pueblo, pudimos llegarnos a la
casa de nuestro amo en cuya sala baja se nos dio un
tente-tieso muy confortante.
-Es un milagro que podamos
daros estos cuantos panes y estas onzas de chocolate
crudo -nos dijo don Paco al ofrecernos aquellos
artículos-. Los franceses no han dejado nada. ¡Qué
horroroso saqueo! Y gracias que quedamos con vida.
¡Ay!, la señora condesa salió a recibirlos con una
serenidad que me espantó. Yo temblaba y tuve que
esconderme en el oratorio, porque delante de ellos
hubiera perdido la dignidad de mi carácter. ¿Qué
modo de saquear?... En una palabra, la paja de los
caballos, las gallinas del corral, los huevos, hasta
unos tomates que tenía yo guardaditos en mi
escritorio para hacer un gazpachito... todo, todo se
lo llevaron. El pueblo está muerto de miseria, y yo
sé de mucha gente que echó la harina en los
muladares para que ellos no se la llevaran. ¿No lo
creéis? ¿Pues y el Sr. Salvador, que sacó al campo
los doscientos pellejos de aceite y ciento de vino
que tenía en su cueva, y destapándolos dejó correr
aquel precioso caldo hasta que todo se lo chupó la
tierra? Otros hicieron una grande hoguera con los
carros y la paja. Las alhajas de las imágenes y la
plata de las iglesias están todas enterradas, porque
esto parece que es lo que más les abre el ojo a esos
señores. Así estaban ellos de rabiosos, cuando
vieron que no sacaban de aquí gran cosa. El día 16,
después de haber pasado un gran miedo, gozamos lo
indecible cuando les vimos llegar de la barca de
Mengíbar, derrotados y con su general muerto. ¡Cómo
corrían por esas calles, y qué gritos daban, y qué
cosas tan atroces e indecentes echaron por aquellas
bocazas! ¡Así se vengaban los muy perros! ¿Pues qué
creéis? Dieron muerte a muchas personas que no les
hacían daño, lo cual creo yo que no se vio en
ninguna de las guerras de Alejandro. Pero también se
les molió de firme. Unos cuantos pasaron por la
calle de enfrente echando bravatas y detuviéronse en
la puerta de la posada de Gil, donde tenían
encendido el horno para cocer la loza. ¡Ay! Mis
francesitos se ponen a decir no sé qué insolencias
obscenas a la mujer de Gil, cuando salen los mozos,
me los agarran y con morriones y todo... plaf... al
horno... Pero ahí viene la señora condesa, que
estaba en el oratorio con las niñas.
En efecto, vimos desfilar
gravemente, cubierta de negro manto, a la señora de
la casa, seguida de los dos tiernos pimpollitos de
sus hijas, las cuales arrojáronse llorando en los
brazos de su hermano. Doña María abrazó a su hijo
sin perder ni por un instante su solemne y estirado
empaque, y luego saludonos a todos con mucho afecto,
nombrándonos uno por uno. Cuantos componían la
cuadrilla estaban presentes, menos Santorcaz, el
cual desde nuestra llegada había pedido con mucha
prisa a D. Paco recado de escribir, y puéstose a
trazar unas cartas en el despacho de este.
La marquesa, después de
saludarnos, tomó asiento y dirigió a D. Diego estas
palabras dignas de la historia:
-Hijo mío: sé todo lo que pasó
en la acción del 16, y nadie me ha dicho que
hicieras algo notable. ¿Has tenido miedo?
-¡Miedo! -exclamó el muchacho
riendo-. No señora. He cumplido con mi deber en las
filas, y nada más hasta ahora; pero su merced no se
impaciente, porque aunque no soy más que soldado
espero lucirme.
-¡Nada más que soldado! -dijo
la condesa-. Tú no eres soldado, aunque así parezca.
Cualquiera que sea el puesto que se ocupe, cada cual
debe obrar conforme a su nombre y a la posición que
tiene en el mundo. ¿Qué se diría de ti, de mí, de
esta casa, de tu difunto padre, si en estas guerras
no hicieras algo superior a lo que corresponde a un
simple soldado?
-Señora -repuso el mozo con un
desenfado que sorprendió a su familia-, yo haré lo
que pueda, y según lo que haga, así seré más o menos
que los demás. Y ya que hablo de esto, señora madre,
yo quiero seguir en el ejército, yo quiero que su
merced pida al Rey, ¿qué digo al Rey?, a la Junta,
una bandolera.
-Tú no estás destinado a ser
militar sino en esta ocasión suprema, en que la
patria necesita de todos sus hijos desde el más alto
al más bajo.
-Pero, señora madre, no soy
nada y quiero ser algo -insistió el muchacho,
mostrando una energía que nadie hasta entonces le
había conocido.
-¡Que no eres nada! -exclamó la
madre con sorpresa primero, después con cólera, y
mirándonos a todoscomo para preguntarnos si su hijo
se había vuelto loco durante la campaña.
-Yo no soy nada, no soy más que
un papamoscas -repuso el chico-. ¿De qué me valen
esos papeluchos viejos y esos escudos de armas, si
todos se ríen de mí desde que abro la boca, porque
no digo más que necedades?
La marquesa se puso encendida
como la grana, y sin decir palabra, miró a D. Paco,
el cual confuso, absorto, aterrado por lo que
acababa de oír, revolvía sus espantados ojos de un
lado para otro.
-Este joven -dijo al fin el
ayo-, parece que ha perdido el juicio. Señora,
cuando vuelva de cumplir sus deberes de caballero en
los campos de batalla, le haremos que se penetre
bien de las máximas contenidas en la historia de
Alejandro el Grande.
Doña María, cuya dignidad no
podía consentir que semejante asunto se tratara
delante de personas extrañas, hizo callar a D. Paco,
y también impuso silencio a su hijo con gesto
aterrador. Asunción y Presentación, después de
registrar los bolsillos de su hermano, examinaban
las polainas, el sombrero y la charpa, por ver,
según dijeron, si aquellas prendas estaban
agujeradas por alguna bala de cañón.
Pero el D. Diego, sintiendo sin
duda en su cabeza un hervidero de palabras, que
atropelladamente se le ocurrían conforme a la
repentina fecundidad de su entender, no pudo estar
callado mucho tiempo, y hablópara poner en mayores
cuidados a la señora de Rumblar. Estábamos, como he
dicho, en una sala baja, donde la condesa había
hecho traer para nuestro regalo un par de zaques,
milagrosamente salvados de la rapacidad francesa. D.
Diego, luego que tal vio, volviose a nosotros que
permanecíamos respetuosamente detenidos en la
puerta, y con gesto de campechana confianza, nos
dijo:
-Ea, muchachos, entrad todos
aquí. ¿Por qué estáis en la puerta? Vaya, poneos los
sombreros, que aquí todos somos iguales, todos somos
compañeros de armas, y lo mismo puede matarme a mí
una bala que a vosotros. Ea, bebamos juntos. ¿Tenéis
vergüenza, porque soy noble y mayorazgo, y vosotros
unos pobres hambrones? Fuera necedades; que hoy o
mañana las Juntas quitarán todas esas antiguallas, y
entonces cada cual valdrá según lo que tenga y lo
que sepa.
D. Paco se puso verde al oír
tales despropósitos, y llevándose la mano al
corazón, miró a la condesa con semblante dolorido y
contristado, como para manifestarla en la sola
elocuencia de una mirada que él no había enseñado
tales cosas al joven discípulo. Doña María encerraba
su enojo en lo más hondo del pecho, y aunque harto
se le conocían la inquietud y la ira en el furtivo
centellear de sus negros ojos, nada dijo que
comprometiera su dignidad, y deseando que su hijo
variase de conversación, le preguntó si había hecho
en Córdoba las visitas a la señora marquesa de Leiva
y su sobrina.
-Sí señora -contestó el rapaz-.
Las vi; la señora condesa me dio muchos dulces, y la
marquesa me preguntó si sabía ayudar a misa. Una y
otra me dijeron que la joven con quien está
concertado mi matrimonio, se obstina en no salir del
convento, asegurando que antes quería casarse con
Jesucristo que conmigo. ¡Qué ranciedades, señora
madre! -añadió con nuevo arrebato-. Yo quiero seguir
en el ejército, yo quiero ir a Madrid para tratar a
la gente que sabe, y a los filósofos, y leer la
Enciclopedia, y ver las sociedades secretas, si las
hay para entonces, y aprender lo que no sé, pues D.
Paco no me ha enseñado más que esa sandez de Por
el barandal del cielo.
El ayo volvió a mirar
compungidamente a la condesa, pintando en sus
húmedos ojos la persuasión de que no había instruido
al mayorazgo en tales iniquidades, y doña María
reprendió a su hijo con majestad verdaderamente
regia, diciéndole con pausa y aplomo estas amargas
palabras:
-Hijo mío, recordarás que te
entregué una espada que fue de tus abuelos. Honra da
al que la ciñe, esa arma antigua; pero también ella
la recibe de las manos de su poseedor, si este es
persona que sabe adquirirla en los campos de
batalla. ¿Deshonrarás tú esa espada que llevó el
tatarabuelo de tu padre en el sitio de Maestrich,
cuando medio mundo se llamaba España?
-¡La espada! -exclamó el chico
con sorpresa-. Ya no me acordaba de la dichosa
espada. Si ya no la tengo.
-¿Que no la tienes? -preguntó
doña María con estupefacción.
-No señora. Si no sirve para
nada. Cuando dimos el primer ataque en Mengíbar, yo
saqué mi espada, y a los primeros golpes que di en
unas yerbas observé que no cortaba.
-¡Que no cortaba!
-No señora. Era una hoja
mellada, llena de garabatos, letreros, sapos por
aquí, culebras por allí, y cubierta de moho desde la
punta a la empuñadura. ¿Para qué me servía? Como no
tenía filo, la cambié por un sable nuevo que me dio
un sargento.
-¡Y diste la espada, la
espada!... -exclamó la condesa levantándose de su
asiento.
La señora estaba sublime en su
indignación. Parecía la imagen de la historia
levantándose de su sepulcro a pedir cuentas a la
generación contemporánea.
-Sí señora; se la di al
sargento -añadió el mozo sacando de la vaina un
sable nuevo, reluciente y de agudísimo filo-. Si
aquello no servía para nada. Muy bonita, eso sí,
toda llena de dibujos de plata y oro; pero, señora
madre, si no cortaba... si estaba llena de orín...
Vea Vd. este sable: no tiene letrero ni cabecitas,
ni garrapatos: pero corta que es un gusto.
Observamos que la condesa dio
un paso hacia su hijo; que su semblante hermosamente
venerable se contrajo, desfigurado por la ira; que
extendió sus brazos; que comenzó a balbucir con
locución atropellada, cual si su indignada lengua no
acertara a encontrar una palabra bastante dura,
bastante enérgica para tal situación; la vimos
después llevarse ambas manos a la cabeza,
retroceder, vacilar, apoyarse en el hombro de D.
Paco, y por último, reponerse, dominarse, erguirse,
serenarse, mirar a su hijo con desdén, señalar a la
calle, donde de improviso empezaba a oírse fuerte
redoblar de tambores, y decir:
-El ejército se va. Marcha,
corre. Cuando se acabe la guerra te ajustaremos
cuentas. Si eres valiente y vuelves vivo, a
palmetazos te enseñaré quién eres. Pero si eres
cobarde, no vuelvas acá.
Salimos a toda prisa, y
montando en nuestras cabalgaduras, ocupamos las
filas. Al punto se nos unió Santorcaz. D. Paco no
quiso salir a despedirnos, porque estaba traspasado
de dolor, al ver -según dijo después- cómo en una
semana se torciera al soplo de las malas compañías
el derecho arbolito criado con tanto esmero en el
apacible huerto de sus lecciones.
Las dos muchachas salieron a
las ventanas, y nos despedían agitando los mismos
pañuelos con que secaban sus lágrimas. Ninguna de
las dos, ni la destinada al matrimonio, que era, por
lo tanto, ignorante, ni la consagrada al claustro,
que era ya medio doctora, habían entendido la
conversación de que he hecho mérito. Las pobrecillas
veían desaparecer un mundo y nacer otro nuevo sin
darse cuenta de ello.
21
Era la
madrugada cuando las columnas de
vanguardia comenzaron a salir de
Bailén. Mi regimiento debía salir de
los últimos, y mientras se puso en
movimiento la artillería y los
cuerpos de a pie, estuvimos más de
media hora formados a la salida del
pueblo y a mano derecha del camino,
esperando la orden de marcha. Íbamos
a Andújar, resueltos a tomar la
ofensiva contra el ejército francés,
que al mismo tiempo debía ser
atacado por Castaños, del lado de
Marmolejo. ¿Y la división de Vedel,
cuyos movimientos eran la clave de
aquel problema estratégico? La
división de Vedel estaba en Andújar
el día 16, cuando ocurrió la acción
de Mengíbar, que antes he descrito.
Al saber Dupont la derrota de Ligier-Belair,
y la muerte de Gobert, dispuso que
Vedel marchase sobre Bailén, con
intención de seguirle él al día
siguiente. Mientras este avanzaba a
Andújar, Ligier-Belair, al vernos
retirar y pasar el río, creyó que
las tropas de Reding, unidas con las
de Coupigny, intentaban extenderse
cautelosamente por la orilla
izquierda, río arriba, tomando el
camino de Linares a Guarromán, para
ocupar luego la Carolina y cortar el
paso de la sierra. Persuadido de
esto, y sin hacer averiguaciones,
emprendió la marcha hacia el Norte,
creyendo anticiparse a lo que creía
un rasgo de ingenio estratégico del
general Reding. Llega Vedel a Bailén
creyendo encontrarnos, y los
franceses que quedaron allí le
dicen: «Quia, los insurgentes
han repasado el río y van por
Linares a ocupar el paso de la
sierra; pero el general Ligier-Belair,
que ha comprendido el juego, ha
marchado en seguida a ocupar a la
Carolina, de modo que cuando lleguen
los españoles, creyendo haber hecho
un movimiento de primer orden, se lo
encontrarán allí». Vedel oye esto y
dice: «Han ido a cortar el paso de
la sierra para impedirnos la
retirada y matarnos aquí de hambre y
sed. Pues corramos a la Carolina.
Vamos; en marcha». Manda un emisario
a Dupont, diciéndole: «Señor general
en jefe, los insurgentes han
ido a cortar el paso de la sierra.
Corro a la Carolina: venga Vd. tras
mí, y acabaremos con ellos».
Esto pasaba en
los días 17 y 18. En tanto los
insurgentes, replegados a la
orilla izquierda, como he dicho,
fingíamos un movimiento hacia
Linares; pero en cuanto cerró la
noche, los insurgentes
caminamos a marchas forzadas hacia
Bailén. Por eso en este pueblo nos
decían: «Por aquí pasó Vedel esta
mañana en dirección a la Carolina,
para impedirles a Vds. que cortaran
el paso de la sierra. ¿No ibais
hacia Linares?».
No; nosotros
íbamos a Andújar a atacar a Dupont.
En virtud de los torpísimos
movimientos de los generales
franceses, una gran parte de la
fuerza imperial corría hacia la
sierra, buscando un fantasma. Los
insurgentes que ellos creían en
marcha hacia la Carolina, estaban en
Bailén, en marcha para Andújar. He
aquí la verdadera y exacta situación
de las divisiones españolas y
francesas en la noche del 18 al 19
de Julio.
Íbamos a luchar
con Dupont, sólo con Dupont. Pero ¿y
si Vedel, conociendo a tiempo su
error, retrocedía velozmente para
caer de improviso sobre nuestra
espalda durante el combate? Esta
funesta probabilidad estaba
compensada con el hecho seguro de
que el ejército francés de Andújar
tendría que defenderse al mismo
tiempo de nosotros y de la reserva
que le amenazaba del lado de
Poniente. De todos modos, nuestra
posición era arriesgada; por lo
cual, deseando Reding cerciorarse de
la verdadera distancia a que se
hallaba Vedel, camino arriba había
despachado desde Mengíbar al
teniente de ingenieros D. José
Jiménez con encargo de averiguarlo.
Este valiente oficial, cuyo nombre
no está en la historia, se disfrazó
de arriero, y en una fatigosa
jornada supo desempeñar muy bien su
comisión, volviendo por la noche a
decir que Vedel había pasado ya más
allá de la Carolina.
Así andaban las
cosas cuando nos preparábamos a
salir de Bailén al amanecer del 19.
Pero no lo habíamos previsto todo;
no habíamos previsto que Dupont, muy
receloso de aquella ilusoria
ocupación de la sierra por los
insurgentes, había levantado su
campo en la misma noche, y
silenciosamente, sofocando los
ruidos de su tropa, abandonaba la
funesta y para ellos maldita ciudad
de Andújar.
Era cerca de la
madrugada cuando nuestros jefes
disponían las columnas para la
marcha. Si al comienzo de aquella
misma noche, que ya se iba a
extinguir, una mirada humana hubiera
podido escudriñar desde la altura de
los cielos lo que pasaba en aquella
larga faja de sementeras y olivares
que se extiende a la vera de los
montes, entre estos y el
Guadalquivir, habría visto que del
oscuro caserío de Andújar se
destacaba cautelosamente,
escurriéndose por detrás de las
casas una hilera de hombres y
caballos; que esta hilera se iba
alargando por la carretera en
interminable procesión, y
serpenteaba con lento paso y sin
ruido y sin luces; habría visto cómo
se iba extendiendo aquella raya
negra, destacándose a ratos sobre la
tierra blanquecina, a ratos
confundiéndose con los oscuros
olivos, sin dejar de seguir paso a
paso como si no quisiera ser vista y
anhelara apagar en el polvo el ruido
de las cureñas; habría visto que
iban delante unos tres mil hombres
de infantería, después un escuadrón
de caballos, después seis cañones,
después un número inmenso de carros,
tantos, tantos carros, que ocupaban
dos leguas; detrás de los carros
nuevos grupos de infantería y muchos
generales; después otros seis
cañones, dos regimientos de
coraceros, luego cuatro cañones, y
al fin otro grupo de jefes, seguidos
de quinientos hombres de a pie. Esta
raya no se detenía en parte alguna,
y avanzaba despacio y con
precaución, custodiando sus dos
leguas de convoy. Los hombres que la
formaban, mudos y cabizbajos,
presagiando sin duda funestos
acontecimientos, dirían para sí:
«Llegaremos a la Carolina, donde ya
ha de estar Vedel, y batiendo a los
insurgentes, nos abriremos
paso por desfiladeros para abandonar
esta tierra maldita, a la cual el
Emperador ha tenido la mala
ocurrencia de mandarnos... ¡Oh!
¡Cuándo os veremos tierras de la
Turenne, del Poitou, de la Charente,
de los Vosgos, del Artois, del
Limosin!...».
22
Mientras aguardábamos la
salida, nuestras lenguas no estaban ociosas, y
aunque Marijuán me entretenía por un lado con sus
donaires y chuscadas, por el otro era de tanto
interés un diálogo entablado entre Santorcaz y D.
Diego, que a las palabras de estos dirigí toda mi
atención. No puedo menos de copiar lo íntegro y tal
cual lo oí, por si mis lectores quieren meditar un
poco sobre el mismo tema.
-Lo que me indicó Vd. hace poco
-decía Santorcaz-, acerca de que esa linda joven que
se le destina para esposa no quiere salir del
convento, debe tenerle sin cuidado. Esas son
gazmoñerías de las muchachas españolas que,
engañadas por su fantasía, se creen enamoradas de
Jesucristo, cuando lo que sienten es verdadera
pasión por un ideal mundano.
-Y si no quiere salir, que no
salga -respondió el joven-. Si yo no la he visto, si
yo no comprendo por qué razón he podido pensar en
ella una sola vez.
-¿Pero la quiere Vd.?
-Confesaré a Vd. lo que me
pasa. Cuando mi madre me llamó un día, y después de
darme dos palmetazos porque tenía las manos
manchadas de tinta, me dijo que había determinado
casarme, sentí mucha alegría, y al volver a mi
cuarto rompí todas las planas de escritura, diciendo
a D. Paco que yo era un hombre y no me daba la gana
de obedecerle. A todas horas pensaba en mi mujercita
y en las delicias del matrimonio. Mi madre escribía
cartas y más cartas para concertar mi boda, y cuando
yo le preguntaba con la mayor curiosidad: «Señora
madre, ¿cómo va eso?» me respondía: «Anda a
estudiar, mocoso. Ahora con la novelería del
casamiento no coges un libro en la mano». Por fin mi
mamá, a fuerza de cartas lo arregló todo. Cuando fui
a Córdoba creí que me la enseñarían; pero aquellas
señoras dijéronme que la discreta joven no quería
salir del convento; y por último, me dieron el
medallón que Vd. tiene guardado. Después la sobrina
me regaló unos dulces y su tía un pito para que
fuera pitando por las calles, y en mi segunda y
tercera visita pasó lo mismo, excepto que no me
dieron más pitos. Cuando vi el retrato me gustó
tanto la muchacha, que por la calle le iba dando
besos, y por la noche lo acosté conmigo en mi cama.
Estoy prendado de ella; mejor dicho, lo estuve estos
días atrás, porque ya, habiendo discurrido sobre la
necedad de prendarme de un retrato, me río de mí
mismo y digo: «¡Si de carne y hueso encontraré
tantas, a qué volverme loco por una pintura!».
-Pues no, Sr. D. Diego -dijo
Santorcaz-. Puesto que la señora condesa le escogió
a Vd. esa esposa, sin duda es un gran partido, y Vd.
debe insistir en casarse con ella.
-¿Sí? Pues vaya Vd. a sacarla
del convento -añadió Rumblar-. Vamos, que según me
dijeron, no hay quien le hable de otro esposo que
Jesucristo.
-Ya lo he dicho: esas son
gazmoñerías de las españolas, por lo general mujeres
nerviosas, muy extremadas en sus pasiones, y
dispuestas siempre a confundir en un mismo
sentimiento la voluptuosidad y el misticismo.
Cuidado con las monjitas de quince años, que
reniegan del siglo y juran que han de morir de
viejas en el claustro. Yo conocí una joven y linda
novicia que tampoco quería tener más esposo que
Jesucristo, y que se ponía furiosa cuando la
hablaban de salir del convento, hasta que un viernes
santo vio a cierto joven al través de la verja del
coro. A los quince días la hermosa novicia abrió por
la noche una de las rejas del convento, y se arrojó
a la calle, donde le esperaba su amante y hoy feliz
esposo.
-¡Oh! ¡Bonitísimo suceso!
-exclamó con entusiasmo D. Diego-. ¡Cuánto daría
porque a mí me pasase uno semejante!
-¿Ella le ha visto a Vd.?
-No.
-Pues en cuanto le vea, apuesto
a que la muchacha se apresura a salir por la puerta,
sin exponerse a los peligros de arrojarse por la
ventana. Pero ahora que me ocurre, Sr. D. Diego, si
Vd. en vez de ser un muchacho apocadito, educado a
la antigua y sencillo como un fraile motilón, fuera
un hombre atrevido, arrojado... pues... como somos
todos aquellos que no hemos recibido la educación de
Grandes de España; si Vd. echara de una vez fuera el
cascarón de huevo en que le ha empollado la ciencia
de D. Paco y los mimos de sus hermanitas, ahora
podríamos lanzarnos a una aventura deliciosa.
-¿Cuál, amigo Santorcaz?
-Mire Vd. Después de la batalla
y cuando volvamos a Córdoba, sacar a esa muchacha
del convento.
-¿Cómo?
-Demonio, ¿cómo se hacen las
cosas? ¡Si viera usted! Eso es muy divertido. ¿Ve
Vd. este rasguño que tengo en la mano derecha? Me lo
hice saltando las tapias de un convento. Son cinco
los que he escalado, por trapicheos con otras tantas
novicias y monjas. ¡Ay, Sr. D. Diego de mi alma! El
recuerdo de estas y otras cosillas es lo que le
alegra a uno, cuando se siente ya en las puertas de
la triste vejez.
-Hombre, eso me parece muy
bonito -dijo don Diego saltando sobre la silla-.
Pues yo quiero hacer lo mismo, yo quiero rasguñarme
saltando tapias de convento. Con que diga Vd. ¿qué
hacemos? ¿Nos entramos de rondón en el convento y
cogiendo a la muchacha me la llevo a mi casa? Sí: y
habrá que pegarle un par de sablazos a alguien, y
romper puertas y apagar luces. Hombre, ¡magnífico!
¡Si dije que usted es el hombre de las grandes
ideas! ¡Qué cosas tan nuevas y tan preciosas me
dice! Estoy entusiasmado, y me parece que antes de
venir al ejército era yo un zoquete. Cabalmente
recuerdo que he pensado alguna vez en eso que Vd. me
dice ahora... sí... allá... cuando iba a misa con mi
madre al convento de dominicas.
-Estas cosas, D. Diego, son la
vida -añadió Santorcaz-; son la juventud y la
alegría.
-¡Soberbia idea! ¿Conque vamos
a buscar a esa muchachuela, mi futura esposa? ¡Qué
preciosa ocurrencia! Verá ella si yo soy hombre que
se deja burlar por niñerías de novicia. Nada, nada,
mi esposa tiene que ser quiera o no quiera. Pero
oiga Vd., ¿y si nos descubren los alguaciles y nos
llevan presos?
-Por eso hay que andar con
cuidado; pero en ese mismo cuidado, en las
precauciones que es preciso tomar consiste el mayor
gusto de la empresa. Si no hubiera obstáculos y
peligros, no valía la pena de intentarla.
-Efectivamente. A mí me gustan
los peligros, señor D. Luís. A mí me gusta todo
aquello que no se sabe a dónde va a parar. Siga Vd.
hablándome del mismo asunto. ¿Qué precauciones
tomaremos?
-¡Oh! Cuando llegue el caso...
Yo soy muy corrido en esas cosas. Ya no estoy para
fiestas, es verdad, y por cuenta mía no intentaría
aventuras de esta especie; pero son tan grandes las
disposiciones que descubro en Vd. para ser hombre a
la moderna, para ser hombre de ideas atrevidas y
para echar a un lado las ranciedades y rutinas de
España, que volveré a las andadas y entre los dos
haremos alguna cosa.
-Pero hombre, ¿cuándo se dará
esa batalla, cuándo volveremos a Córdoba, para
enseñarle yo a mi señorita cómo se portan los
caballeros de ideas modernas, que han recibido un
desaire de las novias de Jesucristo? Pero diga Vd.
Santorcaz, si perdemos la batalla, si nos matan...
-Todavía no se ha hecho la bala
que me ha de matar. Y Vd., ¿qué presentimientos
tiene?
-Creo que tampoco he de morir
por ahora. ¡Ay! Si viera Vd., tengo un fuego dentro
de la cabeza; me hierven aquí tantos pensamientos
nuevos, tantas aventuras, tantos proyectos, que se
me figura he de vivir lo necesario para que sepa el
mundo que existe un D. Diego Afán de Ribera, conde
de Rumblar.
-¡Bueno, magnífico! Lo mismo
era yo cuando niño. Fui después a Francia, donde
aprendí muchísimas cosas que aquí ignoraban hasta
los sabios. Al volver, he encontrado a esta gente un
poco menos atrasada. Parece que hay aquí cierta
disposición a las cosas atrevidas y nuevas. En
Madrid se han fundado varias sociedades secretas...
-¿Para asaltar conventos?
-No, no son sociedades de
enamorados. Si algún día se ocupan de conventos,
será para echar fuera a los frailes y vender luego
los edificios...
-Pues yo no los compraría.
-¿Por qué?
-Porque esas casas son de Dios,
y el que se las quite se condenará.
-¿Qué es eso de condenarse? Me
río de vuestras simplezas. Pues hijo, adelantado
estáis.
-Estemos en paz con Dios -dijo
D. Diego-. Por eso creo que antes de robar del
convento a mi novia, debemos confesar y comulgar,
diciéndole al Señor que nos perdone lo que vamos a
hacer, pues no es más queuna broma para divertirnos,
sin que nos mueva la intención de ofenderle.
Santorcaz rompió a reír
desahogadamente.
-¿Conque Vd. es de los que
encienden una vela a Dios y otra al diablo? Robamos
a la muchacha, ¿sí o no?
-Sí, y mil veces sí. Ese
proyecto me tiene entusiasmado. Y me marcharé con
ella a Madrid; porque yo quiero ir a Madrid. Dicen
que allí suele haber alborotos. ¡Oh! Cuánto deseo
ver un alboroto, un motín, cualquier cosa de esas en
que se grita, se corre, se pega. ¿Ha visto Vd.
alguno?
-Más de mil.
-Eso debe de ser encantador. Me
gustaría a mí verme en un alboroto; me gustaría
gritar con los demás, diciendo: abajo esto o lo
otro. ¡Ay! ¡Cómo me alegraba cuando mi señora madre
reñía a D. Paco, y este a los criados, y los criados
unos con otros! No pudiendo resistir el alborozo que
esto me causara, iba al corral, ponía cañutillos de
pólvora a los gatos, y encerrándolos en un cuarto
con las gallinas, me moría de risa.
Santorcaz, lejos de reír con
esta nueva barrabasada de su discípulo, estaba con
la mirada fija en el horizonte, completamente
abstraído de todo y meditando sin duda sobre graves
asuntos de su propio interés. No sé cuál será la
opinión que el lector forme de las ideas de aquel
hombre; pero no se les habrá ocultado que sus
ingeniosas sugestiones encerraban segundo intento.
El atolondrado rapaz, lanzado a las filas de un
ejército sin tener conocimiento alguno del mundo,
con mucha imaginación, arrebatado temperamento y
ningún criterio; igualmente fascinado por las ideas
buenas y las malas con tal que fueran nuevas, pues
todas echaban súbita raíz en su feraz cerebro,
acogía con júbilo las lecciones del astuto amigo; y
su lenguaje, su nervioso entusiasmo, sus planes
entre abominables e inocentes, todo anunciaba que
don Diego se disponía a cometer en el mundo mil
disparates.
Santorcaz después de permanecer
por algunos minutos indiferente a las preguntas de
su discípulo, reanudó la conversación; pero apenas
comenzada esta, oímos un tiro, en seguida otro y
luego otro y otro.
23
Todos callamos: detuviéronse
las columnas que habían comenzado a marchar, y desde
el primero al último soldado prestamos atención al
tiroteo, que sonaba delante de nosotros a la derecha
del camino y a bastante distancia. Corrieron por las
filas opiniones contradictorias respecto a la causa
del hecho. Yo me alzaba sobre los estribos
procurando distinguir algo; pero además de ser la
noche oscurísima, las descargas eran tan lejanas,
que no se alcanzaba a ver el fogonazo.
-Nuestras columnas avanzadas
-dijo Santorcaz-, habrán encontrado algún
destacamento francés, que viene a reconocer el
camino.
-Ha cesado el fuego -dije yo-.
¿Echamos a andar? Parece que dan orden de marcha.
-O yo estoy lelo, o la
artillería de la vanguardia ha salido del camino.
Oyose otra vez el tiroteo, más
vivo aún y más cercano; y en la vanguardia se
operaron varios movimientos, cuyas oscilaciones
llegaron hasta nosotros. Sin duda pasaba algo grave,
puesto que el ejército todo se estremeció desde su
cabeza hasta su cola. Un largo rato permanecimos en
la mayor ansiedad, pidiéndonos unos a otros noticias
de lo que ocurría; pero en nuestro regimiento no se
sabía nada: todos los generales corrieron hacia la
izquierda del camino, y los jefes de los batallones
aguardaban órdenes decisivas del estado mayor. Por
último, un oficial que volvía a escape en dirección
a la retaguardia, nos sacó de dudas, confirmando lo
que en todo el ejército no era más que halagüeña
sospecha. ¡Los franceses, los franceses venían a
nuestro encuentro! Teníamos enfrente a Dupont con
todo su ejército, cuyas avanzadas principiaban a
escaramucear con las nuestras. Cuando nosotros nos
preparábamos a salir para buscarle en Andújar,
llegaba él a Bailén de paso para la Carolina, donde
creía encontrarnos. De improviso unos cuantos tiros
les sorprenden a ellos tanto como a nosotros:
detienen el paso; extendemos nosotros la vista con
ansiedad y recelo en la oscura noche; todos ponemos
atento el oído, y al fin nos reconocemos, sin
vernos, porque el corazón a unos y otros nos dice:
«Ahí están».
Cuando no quedó duda de que
teníamos enfrente al enemigo, el ejército se sintió
al pronto electrizado por cierto religioso
entusiasmo. Algunos vivas y mueras sonaron en las
filas, pero al poco rato todo calló. Los ejércitos
tienen momentos de entusiasmo y momentos de
meditación: nosotros meditábamos.
Sin embargo, no tardó en
producirse fuertísimo ruido. Los generales empezaron
a señalar posiciones. Todas las tropas que aún
permanecían en las calles del pueblo, salieron más
que de prisa, y la caballería fue sacada de la
carretera por el lado derecho. Corrimos un rato por
terreno de ligera pendiente; bajamos después,
volvimos a subir, y al fin se nos mandó hacer alto.
Nada se veía, ni el terreno ni el enemigo:
únicamente distinguíamos desde nuestra posición los
movimientos de la artillería española, que avanzaba
por la carretera con bastante presteza. Entonces
sentimos camino abajo, y como a distancia de tres
cuartos de legua, un nuevo tiroteo que cesó al poco
rato, reproduciéndose después a mayor distancia. Las
avanzadas francesas retrocedían, y Dupont tomaba
posiciones.
-¿Qué hora es? -nos
preguntábamos unos a otros, anhelando que un rayo de
sol alumbrase el terreno en que íbamos a combatir.
No veíamos nada, a no ser vagas
formas del suelo a lo lejos; y las manchas de olivos
nos parecían gigantes, y las lomas de los cerros el
perfil de un gigantesco convoy. Un accidente noté
que prestaba extraña tristeza a la situación: era el
canto de los gallos que se oía a lo lejos,
anunciando la aurora. Nunca he escuchado un sonido
que tan profundamente me conmoviera como aquella voz
de los vigilantes del hogar, desgañitándose por
llamar al hombre a la guerra.
Nuevamente se nos hizo cambiar
de posición, llevándonos más adelante a espaldas de
una batería, y flanqueados por una columna de tropa
de línea. Gran parte de la caballería fue trasladada
al lado izquierdo; pero a mí con el regimiento de
Farnesio me tocó permanecer en el ala derecha.
De repente una granada visitó
con estruendo nuestro campo, reventando hacia la
izquierda por donde estaban los generales. Era como
un saludo de cortesanía entre dos guerreros que se
van a matar, un tanteo de fuerzas, una bravata
echada al aire para explorar el ánimo del contrario.
Nuestra artillería, poco amiga de fanfarronadas,
calló. Sin embargo, los franceses, ansiando tomar la
ofensiva, con ánimo de aterrarnos, acometieron a una
columna de la vanguardia que se destacaba para
ocupar una altura, y la lóbrega noche se iluminó con
relampagueo horroroso, que interrumpiéndose luego,
volvió a encenderse al poco rato en la misma
dirección.
Por último, aquellas tinieblas
en que se habían cruzado los resplandores de los
primeros tiros, comenzaron a disiparse; vislumbramos
las recortaduras de los cerros lejanos, de aquel
suave e inmóvil oleaje de tierra, semejante a un mar
de fango, petrificado en el apogeo de sus
tempestades; principiamos a distinguir el ondular de
la carretera, blanqueada por su propio polvo, y las
masas negras del ejército, diseminado en columnas y
en líneas; empezamos a ver la azulada masa de los
olivares en el fondo y a mano derecha; y a la
izquierda las colinas que iban descendiendo hacia el
río. Una débil y blanquecina claridad azuló el cielo
antes negro. Volviendo atrás nuestros ojos, vimos la
irradiación de la aurora, un resplandecimiento que
surgía detrás de las montañas; y mirándonos después
unos a otros, nos vimos, nos reconocimos, observamos
claramente a los de la segunda fila, a los de la
tercera, a los de más allá, y nos encontramos con
las mismas caras del día anterior. La claridad
aumentaba por grados, distinguíamos los rastrojos,
las yerbas agostadas, y después las bayonetas de la
infantería, las bocas de los cañones, y allá a lo
lejos las masas enemigas, moviéndose sin cesar de
derecha a izquierda. Volvieron a cantar los gallos.
La luz, única cosa que faltaba para dar la batalla,
había llegado, y con la presencia del gran testigo,
todo era completo.
Ya se podía conocer
perfectamente el campo. Prestad atención, y sabréis
cómo era. El centro de la fuerza española ocupaba la
carretera con la espalda hacia Bailén, de allí poco
distante: a la derecha del camino por nuestra parte
se alzaban unas pequeñas lomas, que a lo lejos
subían lentamente hasta confundirse con los primeros
estribos de la sierra: a la izquierda también había
un cerro; pero este cerro caía después en la margen
del río Guadiel, casi seco en verano, y que emboca
en el Guadalquivir cerca de Espelúy. Ocupaba el
centro a un lado y otro del camino una poderosa
batería de cañones, apoyada por considerables
fuerzas de infantería: a la izquierda estaba
Coupigny con los regimientos de Bujalance,
Ciudad-Real, Trujillo, Cuenca, Zapadores y la
caballería de España; y a la derecha estábamos
además de la caballería de Farnesio, los tercios de
Tejas, los suizos, los walones, el regimiento de
Órdenes, el de Jaén, Irlanda y voluntarios de
Utrera. Mandábanos el brigadier D. Pedro Grimarest.
Los franceses ocupaban la carretera por la dirección
de Andújar, y tenían su principal punto de apoyo en
un espeso olivar situado frente a nuestra derecha, y
que por consiguiente servía de resguardo a su ala
izquierda. Asimismo ocupaban los cerros del lado
opuesto con numerosa infantería y un regimiento de
coraceros, y a su espalda tenían el arroyo de
Herrumblar, también seco en verano, que habían
pasado. Tal era la situación de los dos ejércitos,
cuando la primera luz nos permitió vernos las caras.
Creo que entrambos nos encontramos respectivamente
muy feos.
-¿Qué le parece a Vd. esta
aventura, Sr. D. Diego? -dijo Santorcaz.
-Estoy entusiasmado -repuso el
mozuelo-, y deseo que nos manden cargar sobre las
filas francesas. ¡Y mi señora madre empeñada en que
conservara aquella espada vieja sin filo ni
punta!...
-¿Está usía sereno? -le
preguntó Marijuán.
-Tan sereno que no me cambiaría
por el emperador Napoleón -repuso el conde-. Yo sé
que no me puede pasar nada, porque llevo el
escapulario de la Virgen de Araceli que me dieron
mis hermanitas, con lo cual dicho se está que me
puedo poner delante de un cañón. ¿Y Vd., Sr. de
Santorcaz, está sereno?
-¿Yo? -repuso D. Luís con
cierta tristeza-. Ya sabe Vd. que he estado en
Hollabrünn, en Austerlitz y en Jena.
-Pues entonces...
-Por lo mismo que he estado en
tan terribles acciones de guerra, tengo miedo.
-¡Miedo! Pues fuera de la fila.
Aquí no se quiere gente medrosa.
-Todos los soldados aguerridos
-dijo Santorcaz-, tienen miedo al empezar la
batalla, por lo mismo que saben lo que es.
Oído esto, casi todos los
bisoños que poco antes reíamos a carcajada tendida,
saludándonos con bravatas y dicharachos, conforme a
la guerrera exaltación de que estábammos poseídos,
callamos, mirándonos unos a otros, para cerciorarse
cada cual de que no era él solo quien tenía miedo.
-¿Sabéis lo que dijo mi señora
madre que hiciera al comenzar la batalla? -indicó
Rumblar-. Pues me dijo que rezara un Ave-María con
toda devoción. Ha llegado el momento. Dios te
salve, María..., etc.
El mayorazguito continuó en voz
baja el Ave-María que había empezado en alta voz, y
todos los que estaban en la fila le imitaron, como
si aquello en vez de escuadrón fuera un coro de
religioso rezo; y lo más extraño fue que Santorcaz,
poniéndose pálido, cerrando los ojos, y quitándose
el sombrero con humilde gesto, dijo también Santa
María...
Aún resonaba en el aire aquella
fervorosa invocación, cuando un estruendo formidable
retumbó en las avanzadas de ambos ejércitos. Las
columnas francesas del ala derecha se desplegaron en
línea y rompieron el fuego contra nuestra izquierda.
24
He empleado mucho tiempo en
describir la posición de los ejércitos, la
configuración del terreno y el principio del ataque;
pero no necesito advertir que todo esto pasó en
menos tiempo del empleado por mi tarda pluma en
contarlo. Nuestras fuerzas no estaban
convenientemente distribuidas cuando tuvo lugar la
primera embestida de los imperiales. Verificada
esta, no pueden Vds. figurarse qué precipitados
movimientos hubo en el centro del ejército español.
Las de retaguardia, que aún llenaban la carretera,
corrían velozmente a sostener la izquierda: los
cañones ocupaban su puesto; todo era atropellarse y
correr, de tal modo, que por un instante pareció que
el primer ataque de los franceses había producido
confusión y pánico en las filas de Coupigny. En
tanto, los de la derecha permanecíamos quietos, y
los de a caballo que ocupábamos parte de la altura,
podíamos ver perfectamente los movimientos del
combate, que en lugar más bajo y a bastante
distancia se había acabado de trabar.
Tras las primeras descargas de
las líneas francesas, estas se replegaron, y
avanzando la artillería disparó varios tiros a bala
rasa. Ellos ponían en ejecución su táctica propia,
consistente en atacar con mucha energía sobre el
punto que juzgaban más débil, para desconcertar al
enemigo desde los primeros momentos. Algo de esto
lograron al principio; pero nosotros teníamos una
excelente artillería, y disparando también con bala
rasa las seis piezas puestas en la carretera y a sus
flancos, el centro francés se resintió al instante,
y para reforzarle, tuvo que replegar su ala derecha,
produciendo esto un pequeño avance de la división de
Coupigny. Entretanto, todos teníamos fija la vista
en el otro extremo de la línea y hacia la carretera,
y olvidábamos la espesura del olivar que estaba
delante. De pronto, las columnas ocultas entre los
árboles salieron y se desplegaron, arrojando un
diluvio de balas sobre el frente del ala derecha.
Desde entonces, el fuego, corriéndose de un extremo
a otro, se hizo general en el frente de ambos
ejércitos. La caballería, brazo de los momentos
terribles, no funcionaba aún y permanecía detrás,
quieta y relinchante, conteniéndose con sus propias
riendas.
Pero a pesar de generalizarse
la lucha, en aquel primer período de la batalla todo
el interés continuaba, como he dicho, en el ala
izquierda. Atacada por los franceses con una
valentía pasmosa, nuestros batallones de línea
retrocedieron un momento. Casi parecía que iban a
abandonar su posición al enemigo; pero bien pronto
se repusieron tomando la ofensiva al amparo de dos
bocas de fuego y de la caballería de España, que
cargó a los franceses por el flanco. Vacilaron un
tanto los imperiales de aquella ala, y gran parte de
las fuerzas que habían salido del olivar se
transportaron al otro lado. Su artillería hizo
grandes estragos en nuestra gente; mas con tanta
intrepidez se lanzó esta sobre las lomas que ocupaba
el enemigo entre el camino y el río Guadiel; con
tanta bravura y desprecio de la vida afrontaron los
soldados de línea la mortífera bala rasa y las
cargas de la caballería del general Privé, que
llegaron a dominar tan fuerte posición.
Antes que esto se verificara
ocurrieron mil lances de esos que ponen a cada
minuto en duda el éxito de una batalla. Se clareaban
nuestras líneas, especialmente las formadas con
voluntarios; volvían a verse compactas y
formidables, avanzando como una muralla de carne;
oscilaban después y parecían resbalar por la
pendiente cuando las patas delanteras de los
caballos de los coraceros principiaban a martillar
sobre los pechos de nuestros soldados; luego estos
rechazaban a los animales con sus haces de
bayonetas; caían para levantarse con frenético ardor
o no levantarse nunca, hasta que, por último, el ala
francesa se puso en dispersión, replegándose hacia
la carretera.
Mientras esto pasaba, los de la
derecha se sostenían a la defensiva, y el centro
cañoneaba para mantener en respeto al enemigo,
porque casi gran parte de la fuerza había acudido a
la izquierda; pero una vez que se oyeron los gritos
de júbilo de los soldados de esta, posesionados de
la altura, antes en poder de los franceses, y cuando
se vio a estos aglomerarse sobre su centro, diose
orden de avance a las seis piezas del nuestro, y por
un instante el pánico y desorden del enemigo fueron
extraordinarios. Para concertarse de nuevo y formar
otra vez sus columnas tuvieron que retroceder al
otro lado del puente del Herrumblar. Viéndoles en
mal estado, se trató de lanzar toda la caballería en
su persecución; pero varias de sus piezas,
desmontadas por nuestras balas, obstruían el camino,
también entorpecido con los espaldones que habían
empezado a formar.
El sol esparcía ya sus rayos
por el horizonte. Nuestros cuerpos proyectaban en la
tierra y hacia adelante larguísimas sombras negras.
Cada animal, con su jinete, dibujaba en el suelo una
caricatura de hombre y caballo, escueta, enjuta,
disparatada, y todo el suelo estaba lleno de
aquellas absurdas legiones de sombras que harían
reír a un chico de escuela.
Ustedes se reirán de verme
ocupado en tan triviales observaciones; pero así
era, y no tengo por qué ocultarlo. En aquel momento
estábamos en una pequeña tregua, aunque la cosa no
pareciera muy próxima a concluir. Hasta entonces
sólo habíamos sido atacados por una parte de las
fuerzas enemigas, pues la división de Barbou, algo
rezagada, no estaba aúnen el campo francés.
Entretanto, y mientras se tomaban disposiciones para
rechazar un segundo ataque, que no sabíamos si sería
por la derecha o por el centro, retiraban los
españoles sus heridos, que no eran pocos, mas no
ciertamente en mi división, la cual estuviera hasta
entonces a la defensiva, tiroteándose ambos frentes
a alguna distancia. Mi regimiento permanecía aún
intacto y reservado para alguna ocasión solemne.
Los franceses no tardaron en
intentar la adquisición del puente perdido. Su
primer ataque fue débil, pero el segundo
violentísimo. Oíd cómo fue el primero. La infantería
española, desplegándose en guerrillas a un lado y a
otro del camino, les azotaba con espeso tiroteo.
Lanzaron ellos sus caballos por el puente; pero con
tan poca fortuna, que tras de una pequeña ventaja
obtenida por el empuje de aquella poderosa fuerza,
tuvieron que retirarse, porque pasada la sorpresa,
nuestros infantes les acribillaron a bayonetazos,
dejando un sinnúmero de jinetes en el suelo y otros
precipitados por sobre los pretiles al lecho del
arroyo. No tuvimos tan buena suerte en el segundo
ataque, porque renunciando ellos a poner en
movimiento la caballería en lugar angosto, atacaron
a la bayoneta con tanta fiereza, que nuestros
regimientos de línea, y aun los valientes walones y
suizos, retrocedieron aterrados. Yo oí contar en la
tarde de aquel mismo día a un soldado de los
tiradores de Utrera, presente en aquel lance, que
los franceses, en su mayor parte militares viejos,
cargaron a la bayoneta con una furia sublime, que
producía en los nuestros, además del desastre
físico, una gran inferioridad moral. Me dijo que se
espantaron, que en un momento viéronse pequeños,
mientras que los franceses se agrandaban,
presentándose como una falange de millones de
hombres; que los vivas al Emperador y los gritos de
cólera eran tan furiosamente pronunciados, que
parecían matar también por el solo efecto del
sonido; y que, por último, sintiendo los de acá
desfallecer su entusiasmo y al mismo tiempo un
repentino e invencible cariño a la vida, abandonaron
aquel puente mezquino, ardientemente disputado por
dos Naciones, y que al fin quedó por Francia.
El efecto moral de esta pérdida
fue muy notable entre nosotros. Advirtiose
claramente en todo el ejército como un
estremecimiento de desasosiego, como una inquietud
que, partiendo de aquel gran corazón compuesto de
diez y ocho mil corazones, se transmitía a la
temblorosa bayoneta, asida por la indecisa mano.
Entonces pude observar cómo se individualiza un
ejército, cómo se hace de tantos uno solo,
resumiendo de un modo milagroso los sentimientos lo
mismo que se resume la fuerza; pude observar cómo
aquella gran masa recibe y transmite las impresiones
del combate con la presteza y uniformidad de un solo
sistema nervioso; cómo todos los movimientos del
organismo físico, desde la mano del general en jefe
hasta la pezuña del último caballo, obedecen a la
alegría de un momento, a la pena de otro momento, a
las angustiosas alternativas que en el discurso de
cuantas horas consiente y dispone Dios, espectador
no indiferente de estas barbaridades de los hombres.
La pérdida del puente sobre el
Herrumblar, que al amanecer se había ganado, hizo
que el ala derecha retrocediera buscando mejor
posición. Casi todas las posiciones se variaron. Los
generales conocían la inminencia de un ataque
terrible, los soldados viejos la preveían, los
bisoños la sospechábamos, y nuestros caballos,
reculando y estrechándose unos contra otros, olían
en el espacio, digámoslo así, la proximidad de una
gran carnicería.
Eran las seis de la mañana y el
calor principiaba a hacerse sentir con mucha fuerza.
Comenzamos a sentir en las espaldas aquel fuego que
más tarde había de hacernos el efecto de tener por
médula espinal una barra de metal fundido. No
habíamos probado cosa alguna desde la noche
anterior, y una parte del ejército, ni aun en la
noche anterior había comido nada. Pero este malestar
era insignificante comparado con otro que desde la
mañana principió a atormentarnos, la sed, que todo
lo destruye; alma y cuerpo, infundiendo una rabia
inútil para la guerra, porque no se sacia matando.
Es verdad que desde Bailén
salían en bandadas multitud de mujeres con cántaros
de agua para refrescarnos; pero de este socorro
apenas podía participar una pequeña parte de la
tropa, porque los que estaban en el frente no tenían
tiempo para ello. Algunas veces aquellas valerosas
mujeres se exponían al fuego, penetrando en los
sitios de mayor peligro, y llevaban sus alcarrazas a
los artilleros del centro. En los puntos de mayor
peligro, y donde era preciso estar con el arma en el
puño constantemente, nos disputábamos un chorro de
agua con atropellada brutalidad: rompíanse los
cántaros al choque de veinte manos que los querían
coger, caía el agua al suelo, y la tierra, más
sedienta aún que los hombres, se la chupaba en un
segundo.
25
¿Por qué sitio pensaban
atacarnos los franceses? Conociendo que el centro
era inexpugnable por entonces; siendo el principal
objeto de Dupont abrirse camino hacia Bailén, y
considerando que era peligroso intentarlo por el ala
izquierda, no sólo porque allí la posición de los
españoles era excelente, sino porque les ofrecía un
gran peligro la cuenca del Guadiel, determinaron
atacar nuestra ala derecha, esperando abrir en ella
un boquete que les diera paso. Su artillería no
cesaba de arrojar bala rasa, protegiendo la
formación de las poderosas columnas que bien pronto
debían hostilizarnos. Al punto se reforzó el ala
derecha, se desplegaron en línea varios batallones y
sin esperar el ataque marcharon hacia el enemigo,
amparados por dos piezas de artillería. El primer
momento nos fue favorable. Pero el olivar vomitó
gente y más gente sobre nuestra infantería. Por un
instante confundidas ambas líneas en densa nube de
polvo y humo, no se podía saber cuál llevaba
ventaja. Caían los nuestros sobre los imperiales, y
la metralla enemiga les hacía retroceder; avanzaban
ellos y adquiríamos a nuestra vez momentánea
inferioridad.
Por largo tiempo duró este
combate, tanto más cruel, cuanto era más
proporcionado el empuje de una y otra parte, hasta
que al fin observamos síntomas de confusión en
nuestras filas; vimos que se quebraban aquellas
compactas líneas, que retrocedían sin orden, que
chocaban unos con otros los grupos de soldados. La
división se conmovió toda, y dos batallones de
reserva avanzaron para restablecer el orden.
Gritaban los jefes hasta perder la voz, y todos se
ponían a la cabeza de las columnas, conteniendo a
los que flaqueaban y excitando con ardorosas
palabras a los más valientes. Los tercios de Tejas y
el regimiento de Órdenes se lanzaron al frente,
mientras se restablecía el concierto en los cuerpos
que hasta entonces habían sostenido el fuego. Sobre
todo, el regimiento de Órdenes, uno de los más
valientes del ejército, se arrojó sobre el enemigo
con una impavidez que a todos nos dejó conmovidos de
entusiasmo. Su coronel D. Francisco de Paula Soler,
parecía dar fuego a todos los fusiles con la
arrebatadora llama de sus ojos, con el gesto de su
mano derecha empuñando la espada que parecía un
rayo, con sus gritos que sobresalían entre el
granizado tiroteo, sublimando a los soldados.
La metralla y la fusilería
enemiga se recrudecieron de tal modo, que casi toda
la primera fila del valiente regimiento de Órdenes
cayó, cual si una gigantesca hoz la segara. Pero
sobre los cuerpos palpitantes de la primera fila
pasó la segunda, continuando el fuego. Como si los
tiros franceses persiguieran con inteligente saña
las charreteras, el regimiento vio desaparecer a
muchos de sus oficiales.
Reforzáronse también los
imperiales, y desplegando nueva línea con gente de
reserva, avanzaron a la bayoneta, pujantes,
aterradores, irresistibles. ¡Momento de incomparable
horror! Figurábaseme ver a dos monstruos que se
baten mordiéndose con rabia, igualmente fuertes y
que hallan en sus heridas, en vez de cansancio y
muerte, nueva cólera para seguir luchando. Cuando
las bayonetas se cruzaban, el campo ocupado por
nuestra infantería se clareó a trozos; sentimos el
crujido de poderosas cureñas rebotando en el suelo
de hoyo en hoyo al arrastre de las mulas castigadas
sin piedad; los cañones de a 12 enfilaron el eje de
sus ánimas hacia las líneas enemigas; los botes de
metralla penetraron en el bronce, se atacaron con
prontitud febril, y un diluvio de puntas de hierro,
hendiendo horizontalmente el aire, contuvo la marcha
del frente francés. A un disparo se sucedía otro: la
infantería, rehecha, flanqueaba los cañones, y para
completar el acto de desesperación, un grito resonó
en nuestro regimiento. Todos los caballos
patalearon, expresando en su ignoto lenguaje que
comprendían la sublimidad del momento; apretamos con
fuerte puño los sables, y medimos la tierra que se
extendía delante de nosotros. La caballería iba a
cargar.
Vimos que a todo escape se nos
acercó un general, seguido de gran número de
oficiales. Era el marqués de Coupigny, alto, fuerte,
rubio, colorado de suyo, y en aquella ocasión
encendido, como si toda su cara despidiera fuego.
Era Coupigny hombre de pocas palabras; pero suplía
su escasez oratoria con la llama de su mirar, que
era por sí una proclama. Nosotros pusimos atención
esperando que nos dijera alguna cosa; pero el
general dispuso con un gesto la dirección del
movimiento, y después nos miró. No necesitamos más.
«¡Viva España! ¡Viva el Rey
Fernando! ¡Mueran los franceses!» exclamamos todos,
y el escuadrón sepuso en movimiento. Estábamos
formados en columna, y nos desplegamos en batalla
sobre los costados, bajando a buen paso, pero sin
precipitación, de la altura donde habíamos estado.
Maniobramos luego para tener a nuestro frente el
flanco enemigo; las tropas que por allí atacaban
dicho flanco doblaron por cuartas para darnos paso
por los claros; el jefe gritó: «A la carga»; picamos
espuela, y ciegamente caímos sobre el enemigo como
repentina avalancha. Yo, lo mismo que Santorcaz, el
mayorazgo y los demás de la partida, íbamos en la
segunda fila. Penetraron impetuosamente los de la
primera, acuchillando sin piedad; los caballos
bramaban de furor, sintiéndose heridos a fuego y a
hierro. Algunos caían, dejando morir a sus jinetes,
y otros se arrojaban con más fuerza destrozando
cuanto hallaban bajo sus poderosas manos. Los de la
primera fila hicieron gran destrozo; pero a los de
la segunda nos costó más trabajo, porque avanzando
demasiado los delanteros, quedamos envueltos por la
infantería, lo cual atenuaba un poco nuestra
superioridad. Sin embargo, destrozábamos pechos y
cráneos sin piedad.
Yo vi a Rumblar, ciego de ira,
luchando cuerpo a cuerpo con un francés; vi a
Santorcaz dando pruebas de tener un puño formidable
para el manejo del sable; uselo yo mismo con toda la
destreza que me era posible, y lo mismo yo que mis
amigos y otros muchos jinetes de mi fila nos
internamos locamente por el grueso de la infantería
contraria. Otro escuadrón daba nueva carga por el
mismo flanco, lo cual, observado por nosotros, nos
reanimó. No íbamos mal; pero los franceses eran
muchos, estaban muy hechos a tales embestidas y
sabían defenderse bien de la pesadumbre de los
caballos, así como de los sablazos.
Sin embargo, no retrocedían
delante de nosotros. Ya se sabe que siendo el objeto
de la caballería producir un gran sacudimiento y
pavor en las filas enemigas por la violencia del
primer choque, cuando este no da aquellos resultados
y se empeñan combates parciales entre los caballos y
una numerosa infantería, los primeros corren gran
riesgo de desaparecer, brutales masas devoradas en
aquel hervidero de agilidad y de destreza. Aunque en
la carga les hicimos gran daño, no les pusimos en
dispersión: los combates parciales se entablaron
pronto, y fue preciso que la caballería de España, a
escape traída del ala izquierda; nos reforzase, para
no ser envueltos y perdidos sin remedio. Hubo un
momento en que me vi próximo a la muerte. A mi lado
no había más que dos o tres jinetes, que se hallaban
en trance tan apurado como yo: nos miramos, y
comprendiendo que era preciso hacer un supremo
esfuerzo, arremetimos a sablazos con bastante
fortuna. Con esto y el pronto auxilio de la carga
hecha en el mismo instante por la caballería de
España, salimos del apuro. Revolviendo atrás, hundí
las espuelas, y mi caballo de un salto se puso en la
nueva fila. No vi a mi lado más cara conocida que la
de Marijuán. El conde y Santorcaz habían
desaparecido.
En el mismo instante mi caballo
flaqueó de sus cuartos traseros. Intenté hacerle
avanzar, clavándole impíamente las espuelas: el
noble animal, comprendiendo sin duda la inmensidad
de su deber y tratando de sobreponerle a la agudeza
de su dolor, dio algunos botes; pero cayó al fin
escarbando la tierra con furia. El desgraciado había
recibido una violenta herida en el vientre, y falto
de palabra para expresar su padecimiento, bramaba,
aspirando con ansia el aire inflamado, sacudía el
cuello, parecía dar a entender que hallando un
charco de agua en que remojar la lengua sus dolores
serían menos vivos, y al fin se abandonó a su
suerte, tendiéndose sobre el campo, indiferente al
ruido del cañón y al toque de degüello.
26
Hallándome desmontado, me
dirigí a buscar un puesto entre las escoltas de la
artillería o en el servicio de municiones que se
hacía precipitadamente por los tambores entre los
carros y las piezas. Al dar los primeros pasos,
advertí el extraordinario decaimiento de mis fuerzas
físicas; no podía tenerme en pie, y el ardor de mi
sangre llegado a su último extremo, me paralizaba
cual si estuviese enfermo. No es propio decir que
hacía calor, porque esta frase común al verano de
todos los países europeos es inexpresiva para
indicar la espantosa inflamación de aquella
atmósfera de Andalucía en el día infernal que
presenció la batalla de Bailén. El efecto que hacía
en nuestros cuerpos era el de una llamarada que los
azotaba por todos lados: la cara se nos abrasaba
como cuando nos asomamos a un horno encendido, y
deshechos en sudor, nuestros cuerpos hervían,
descomponiéndose la economía entera, desde el
instante en que fuertes excitaciones del espíritu
dejaban de sostenerla.
Cuando me encontré a pie y a
alguna distancia del combate, que seguía con ventaja
para los españoles, empecé a sentir vivamente y de
un modo irresistible el aguijón candente de la sed
que horadaba mi lengua, y la corriente de fuego que
envolvía mi cuerpo. Esto me daba tal desesperación,
que de prolongarse mucho hubiérame impelido a beber
la sangre de mis propias venas. Por ninguna parte
alcanzaba a ver la gente del pueblo que antes
trajera cántaros con agua, y al buscar con ansiosa
inspiración en el seco aire una partícula de agua,
bebía y respiraba oleadas de polvo abrasador.
Por un rato perdí la exaltación
guerrera y el furor patriótico que antes me
dominaban, para no pensar más que en la probabilidad
de beber, previendo las delicias de un sorbo de
agua, y anhelando apagar aquellas ascuas pegajosas
que revolvía en mi boca. Con este deseo caminé largo
trecho ante las filas de retaguardia del centro: los
soldados de los regimientos que allí se rehacían
para salir de nuevo al frente, clamaban también
pidiendo agua. Vimos con alegría que desde el pueblo
venían corriendo algunos soldados con cubos; pero al
punto se nos dijo que aquella agua no era para
nosotros; era para otros sedientos, cuyas bocas
necesitaban refrescarse antes que las nuestras, si
el combate había de tener buen éxito; era para los
cañones.
La resistencia enérgica de las
dos piezas del ala derecha, combinadas con las seis
de la batería central, y el auxilio de la caballería
atacando por el flanco la línea enemiga, hizo que
esta fuese rechazada, a pesar de su frente compacto
e incomparable bravura. Los franceses se retiraron,
dejándose perseguir y desposicionar por la
infantería y caballos de nuestra derecha. Harto se
conocía este resultado en los gritos de alegría, en
aquel concierto de injurias con que el vencedor
confirma la catástrofe del vencido, cuando este
vuelve la espalda. El sitio donde yo estaba se vio
despejado por el avance de nuestras tropas, y en
casi todos los jefes que allí había observé tal
expresión de gozo que sin duda consideraban
asegurada la victoria. ¡Oh momento feliz! Ya se
podía pensar en beber. ¿Pero dónde?
Después del avance de nuestras
tropas, que no ocuparon enteramente las posiciones
francesas por ofrecer esto algún peligro, los
soldados del regimiento de Órdenes divisaron una
noria, en el momento en que los franceses que
durante la acción la habían ocupado se hallaban en
el caso de abandonarla. Vieron todos aquel lugar
como un santuario cuya conquista era el supremo
galardón de la victoria, y se arrojaron sobre los
defensores del agua escasa y corrompida que
arrojaban unos cuantos arcaduces en un estanquillo.
Los enemigos, que no querían desprenderse de aquel
tesoro, le defendían con la rabia del sediento.
Apenas disparados los primeros tiros, otros muchos
franceses, extenuados de fatiga, y encontrándose ya
sin fuerzas para combatir si no les caía del cielo o
les brotaba de la tierra una gota de agua, acudieron
a beber, y viéndola tan reciamente disputada, se
unieron a los defensores.
Yo oí decir: «¡Allí hay agua,
allí se están disputando la noria!» y no necesité
más. Lanceme y conmigo se lanzaron otros en aquella
dirección; tomé del suelo un fusil que aún apretaba
en sus manos un soldado muerto, y corrí con los
demás a todo escape en dirección a la noria.
Penetramos en un campo a medio segar, a trechos
cubierto de altos trigos secos, atrechos en
rastrojo. La lucha en la noria se hacía en
guerrillas; acerqueme a la que me pareció más floja,
y desprecié la vida lleno mi espíritu del frenético
afán de conquistar un buche de agua. Aquel imperio
compuesto de dos mal engranadas ruedas de madera,
por las cuales se escurría un miserable lagrimeo de
agua turbia, era para nosotros el imperio del mundo.
La hidrofagia, que a veces amilana, a ratos también
convierte al hombre en fiera, llevándole con sublime
ardor a desangrarse por no quemarse.
Los franceses defendían su vaso
de agua, y nosotros se lo disputábamos; pero de
improviso sentimos que se duplicaba el calor a
nuestras espaldas. Mirando atrás, vimos que las
secas espigas ardían como yesca, inflamadas por
algunos cartuchos caídos por allí, y sus terribles
llamaradas nos freían de lejos la espalda. «O tomar
la noria o morir», pensamos todos. Nos batíamos
apoyados contra una hoguera, y la hambrienta llama,
al morder con su diente insaciable en aquel pasto,
extendía alguna de sus lenguas de fuego azotándonos
la cara. La desesperación nos hizo redoblar el
esfuerzo porque nos asábamos, literalmente hablando;
y por último, arrojándonos sobre el enemigo
resueltos a morir, la gota de agua quedó por España
al grito de «¡Viva Fernando VII!».
Por un momento dejamos de ser
soldados, dejamos de ser hombres, para no ser sino
animales. Si cuando sumergimos nuestras bocas en el
agua, hubiera venido un solo francés con un látigo,
nos habría azotado a todos, sin que intentáramos
defendernos. Después de emborracharnos en aquel
néctar fangoso, superior al vino de los dioses, nos
reconocimos otra vez en la plenitud de nuestras
facultades. ¡Qué inmensa alegría!, ¡qué rebosamiento
de fuerza y de orgullo!
¿Pero habíamos vencido
definitivamente a los franceses? Cuando se disipó
aquella lobreguez moral con que la horrible sequedad
del cuerpo había envuelto el espíritu, nos vimos en
situación muy difícil. Corriendo hacia la noria nos
habíamos apartado de nuestro campo, y adviértase que
si el ejército francés fue rechazado con grandes
pérdidas, conservaba aún sus posiciones. ¿Iba a
emprenderse nuevo ataque, haciendo el último
esfuerzo de la desesperación? Creíamos que sí, y
señales de esto notamos en el campo enemigo que
teníamos tan cerca. Al punto corrimos desbandamente
hacia el nuestro, que estaba algo lejos, y saltando
por junto a los trigos incendiados, abandonamos la
noria, por temor a que fuerzas más numerosas que las
nuestras nos hicieran prisioneros.
Verdad que los franceses, no
dando ya ninguna importancia a las acciones
parciales, se ocupaban en organizar el resto y lo
mejor de su fuerza para dar un golpe de mano, última
estocada del gigante que se sentía morir. Corrimos,
pues, hacia nuestro campo. Ya cerca de él, pasó
rápidamente por delante de mí un caballo sin jinete,
arrogante, vanaglorioso, con la crin al aire, entero
y sin heridas, algo azorado y aturdido. Era un
animal de pura casta cordobesa, lo mismo que el mío.
Le seguí, y apoderándome de sus bridas, cuando
volvía me monté en él: después de ser por un rato
soldado de a pie, tornaba a ser jinete. Busqué con
la vista el escuadrón más próximo, y vi que a
retaguardia del centro se formaba en columna con
distancias el de España. Entré en las primeras
filas, a punto que dijeron junto a mí:
-Los generales franceses van a
hacer el último esfuerzo. Dicen que hay unas tropas
que todavía no han entrado en fuego, y son las
mejores que Napoleón ha traído a España.
Efectivamente, el centro se
preparaba a una defensa valerosa, y guarnecía sus
baterías, distribuía los regimientos a un lado y
otro, agrupando a retaguardia fuerzas considerables
de caballería a retaguardia. Cuando esto pasaba,
sentí un vivo clamor de la naturaleza dentro de mí,
sentí hambre, pero ¡qué hambre!... Francamente, y
sin ruborizarme, digo que tenía más ganas de comer
que de batirme. ¿Y qué? ¿Este miserable hijo de
España no había hecho ya bastante por su Rey y por
su patria, para permitir llevarse a la boca un
pedazo de pan?
Haciendo estas reflexiones,
registré primero la grupera de mi cabalgadura
allegadiza, donde no había más que alguna ropa
blanca, y después las pistoleras, donde encontré un
mendrugo. ¡Hallazgo incomparable!No satisfecho, sin
embargo, con tan poca ración, llevé mis
exploraciones hasta lo más profundo de aquellos
sacos de cuero, y mis dedos sintieron el contacto de
unos papeles. Saquelos, y vi un pequeño envoltorio y
tres cartas, la una cerrada y las otras dos
abiertas, todas con sobrescrito. Leí el primer sobre
que se me vino a la mano, y decía así: «Al Sr. D.
Luis de Santorcaz, en Madrid, calle de...».
Había montado en el caballo de
Santorcaz.
27
Olvidándome al instante de
todo, no pensé mas que en examinar bien lo que tenía
en las manos. El sobrescrito de la primera carta que
saqué y que estaba abierta, era de letra femenina,
que reconocí al momento. El de la carta cerrada, que
sin duda no estaba ya en la estafeta por detención
involuntaria, era de hombre, y decía: «Señora
condesa de... (aquí el título de Amaranta) en
Córdoba, calle de la Espartería». El tercer
sobre, también de carta abierta, era de letra de
hombre y dirigido a Santorcaz. Desenvolví en seguida
el envoltorio de papeles, que guardaba un bulto como
del tamaño de un duro, y al ver lo que contenía, una
luz vivísima inundó mi alma y sentí dolorosa punzada
en el corazón. Era el retrato de Inés.
Aquella aparición en el campo
de batalla, en medio del zumbido de los cañones y
del choque de las armas; la inesperada presencia
ante mí de aquella cara celestial, fielmente
reproducida por un gran artista; la sonrisa
iluminada que creí observar sobre la placa, cuando
fijé en ella mis ojos; aquella repentina visita,
pues no era otra cosa, de mi fiel amiga, cuando yo
hacía tan vivos esfuerzos para hacerme digno de
ella, me regocijaron de un modo inexplicable. Para
iluminar los rasgos y colores de aquel retrato que
sonreía, valía la pena de que saliese el sol, de que
existiese el mundo, de que la serie del tiempo
trajera aquel día, aunque deslustrado por los
horrores de una batalla.
Estreché aquella Inés de dos
pulgadas contra mi corazón y la guardé en mi pecho,
resuelto a no darla, aunque la materialidad del
pedazo de cobre pintado no me pertenecía... Pero era
preciso leer aquellos papeles que podían esclarecer
alguna de mis dudas. Detúvome al principio la
vergüenza de leer cartas ajenas, lo cual es cosa
fea; pero consideré que Santorcaz habría muerto,
fundándome en la dispersión de su caballo
abandonado, y además, como la curiosidad me empezaba
a picar, a escocer, a quemar de un modo muy vivo, me
decidí a leer la carta abierta, porque el deseo de
hacerlo era más fuerte que todas las
consideraciones.
Yo estaba completamente
absorbido por aquel asunto de interés íntimo: yo no
atendía a la batalla; yo no hacía caso de los
cañonazos; yo no me fijaba en los gritos; yo no
apartaba la cabeza del papel, aunque sentía correr
por junto a mis oídos el estrepitoso aliento de la
lucha. En aquel instante, entre los veinte mil
hombres que formando dos grandes conjuntos, se
disputaban unas cuantas varas de terreno, yo era
quizás el único que merecía el nombre de individuo.
Átomo disgregado momentáneamente de la masa, se
ocupaba de sus propias batallas.
La carta abierta, que llevaba
la firma de Amaranta, decía así, después de las
fórmulas de encabezamiento:
«¿Eres un malvado o un
desgraciado? En verdad no sé qué creer, pues de tu
conducta todo puede deducirse. Después de una
ausencia de muchos años, durante los cuales nadie ha
logrado traerte al buen camino, ahora vuelves a
España sin más objeto que hostigarme con
pretensiones absurdas a que mi dignidad no me
permite acceder. Harto he hecho por ti, y ahora
mismo cuando me has manifestado tu situación, te he
propuesto un medio decoroso de remediarla. ¿Qué más
puedo hacer? Pero no te satisface lo que en la
actualidad y siempre bastaría a calmar la ambición
de un hombre menos degradado que tú; te rebelas
contra mis beneficios, y aspiras a más, amenazándome
sin miramiento alguno. A todo esto contesto
diciéndote que desprecio tus amenazas, y que no las
temo. No, no es posible que por la amenaza consiga
nadie de mí lo que me impelen a negar mi dignidad,
mi categoría, mi familia y mi nombre. Nunca creí que
aspiraras a tanto, y siempre pensé que te
conceptuarías muy feliz con lo que otras veces has
alcanzado de mí, y hoy te ofrezco, haciendo un
verdadero sacrificio, porque el estado del Reino ha
disminuido nuestras rentas...».
Al llegar aquí el golpe de un
peso que cayó chocando con mi rodilla, me hizo
levantar la vista de la carta. El soldado que
formaba junto a mí, herido mortalmente por una bala
perdida, había rodado al suelo. En aquel intervalo
vi hacia enfrente, envueltas en espeso humo las
columnas francesas que venían a atacar el centro.
Pero mi ánimo no estaba para fijar la atención en
aquello. Pude notar que la caballería avanzaba un
poco, que después retrocedía y oscilaba de flanco;
pero dejándome llevar por el caballo, con los ojos
fijos en el papel que sostenía a la altura de las
riendas, no puse ni un desperdicio de voluntad en
aquellos movimientos de la máquina en que estaba
engranado. La carta continuaba así:
«...En vano para conmoverme
finges gran interés por aquel ser desgraciado que
vino al mundo como testimonio vivo de la funesta
alucinación y del fatal error de su madre. ¿A qué
ese sentimiento tardío? ¿A qué acusarme de su
abandono? No, esa niña no existe; te han engañado
los que te han dicho que yo la he recogido. Mal
podría recogerla cuando ya es un hecho evidente que
Dios se la llevó de este mundo. ¿A qué conduce el
amenazarme con ella, haciéndola instrumento de tus
malas artes para conmigo? No pienses en esto. Por
última vez te aconsejo que desistas de tus locas
pretensiones, y te presentes ante mí con bandera de
paz. ¿Eres un malvado o un desgraciado? Yo sería muy
feliz si me probaras lo segundo, porque uno de mis
mayores tormentos consiste en suponer tan
profundamente corrompido el corazón que hace años
sólo existía para amarme...».
Con esto y la firma de Amaranta
terminaba la epístola, cuya lectura, absorbiendo mi
atención, me distraía de la batalla. El fragor de
esta zumbaba en mis oídos como el rumor del mar, a
quien generalmente no se hace caso alguno desde
tierra. ¿Es tal vuestra impertinencia que queréis
obligarme a contaros lo que allí pasaba? Pues oíd.
Cuando la tropa francesa de línea retrocedió por
tercera vez, extenuada de hambre, de sed y de
cansancio; cuando los soldados que no habían sido
heridos se arrojaban al suelo maldiciendo la guerra,
negándose a batirse e insultando a los oficiales que
les llevaran a tan terrible situación, el general en
jefe reunió la plana mayor, y expuesto en breve
consejo el estado de las cosas, se decidió intentar
un último ataque con los marinos de la guardia
imperial, aún intactos, poniéndose a la cabeza todos
los generales.
Por eso, cuando leída la carta
alcé los ojos, vi delante de las primeras filas de
caballería algunas masas de tropa escoltando los
seis cañones de la carretera, cuyo fuego certero y
terrible había sido el nudo gordiano de la batalla.
Servidos siempre con destreza y al fin con
exaltación, aquellos seis cañones eran durante unos
minutos la pieza de dos cuartos arrojada por España
y Francia, por la usurpación y la nacionalidad en un
corrillo de veinte mil soldados. ¿Cara o cruz? ¿Las
tomarían los franceses? ¿Se dejarían quitar los
españoles aquellos seis cañones? ¿Quién podría más,
nuestros valientes y hábiles oficiales de
artillería, o los quinientos marinos?
Yo vi a estos avanzar por la
carretera, y entre el denso humo distinguimos un
hombre puesto al frente del valiente batallón y
blandiendo con furia la espada; un hombre de alta
estatura, con el rostro desfigurado por la costra de
polvo que amasaban los sudores de la angustia; de
uniforme lujoso y destrozado en la garganta y seno
como si se lo hubiera hecho pedazos con las uñas
para dar desahogo al oprimido pecho. Aquella imagen
de la desesperación, que tan pronto señalaba la boca
de los cañones como el cielo, indicando a sus
soldados un alto ideal al conducirles a la muerte,
era el desgraciado general Dupont que había venido a
Andalucía, seguro de alcanzar el bastón de mariscal
de Francia. El paseo triunfal de que habló al partir
de Toledo había tenido aquel tropiezo.
Los repetidos disparos de
metralla no detenían a los franceses. Brillaban los
dorados uniformes de los generales puestos al
frente, y tras ellos la hilera de marinos, todos
vestidos de azul y con grandes gorras de pelo,
avanzaba sin vacilación. De rato en rato, como si
una manotada gigantesca arrebatase la mitad de la
fila, así desaparecían hombres y hombres. Pero en
cada claro asomaba otro soldado azul, y el frente de
columna se rehacía al instante, acercándose
imponente y aterrador. Acelerábase su marcha al
hallarse cerca; iban a caer como legión de
invencibles demonios sobre las piezas para clavarlas
y degollar sin piedad a los artilleros.
Los que asistían a aquel
espectáculo, sin ser actores de él, estaban mudos de
estupor, con el alma y la vida en suspenso, cual si
aguardaran el resultado del encuentro para dejar de
existir o seguir existiendo. Sin embargo esto,
¿creerán mis lectores que algo ocupaba mi espíritu
más de lleno que la última peripecia? Pues sí: yo
tenía en mi mano la carta cerrada, y la curiosidad
por leerla no era curiosidad, era una sed moral más
terrible que la sed física que poco antes me había
atormentado. Incapaz de resistirla, sintiendo que
todo se eclipsaba ante la inmensidad del interés
despertado en mí por los asuntos de dos o res
personas que no habían de decidir la suerte del
mundo, tomé la carta, la abrí sin reparar en lo
vituperable de esta acción, y al punto la devoré con
los ojos, leyendo lo siguiente:
«Señora condesa: Vuestra carta
me anuncia que nada puedo esperar de vos por los
honrados medios que os he propuesto. Lo comprendo
todo, y si en la última que me dirigisteis, dictada
sin duda por vuestro propio corazón, mostrabais
bastante generosidad, en esta reconozco las ideas de
vuestra tía la señora marquesa, que otro tiempo os
dijo que antes quería veros muerta que casada con un
hombre inferior a vuestra clase. Preguntáis que si
soy un malvado o un desgraciado: y contesto que ya
que os alcanza la responsabilidad de lo segundo, a
vos también os tocará sin duda la triste gloria de
lo primero. Esta será la última que os escriba el
que en algún tiempo no hubiera cambiado por todas
las delicias del Paraíso el gozo de leer una letra
de vuestra mano. Quizás por mucho tiempo no oigáis
hablar de mí; quizás disfrutéis la inefable
satisfacción de creer que he muerto; pero en la
oscuridad y lejos de vos, yo me ocuparé de lo que me
pertenece. ¿Quién es el culpable, vos o yo? Cuando
supe en Madrid que habíais recogido a nuestra hija
después de largo abandono, os prometí legitimarla
por subsiguiente matrimonio, como correspondía a
personas honradas. Primero me contestasteis indecisa
y luego furiosa, rechazando una proposición que
calificabais de absurda e irreverente, y llamándome
jacobino, francmasón, calavera, perdido, tramposo,
con otras injurias que quisiera oír en tan linda
boca. Yo acepto el bofetón de vuestro orgullo. Lo
que no me explico es la desfachatez con que negáis
haber recogido a vuestra hija. ¿Y decís que esto no
me importa? Ya veréis si me importa o no. Yo sé que
la habéis recogido; yo sé que está en un convento;
yo sé que su boda con el conde de Rumblar está
concertada; yo sé que para llevarla a cabo se han
tenido en cuenta poderosos intereses de ambas
familias, que la hacen imprescindible; yo sé que
para llevar a efecto la legitimación, se ha
consumado una superchería poco digna de personas
como...».
Una inmensa conmoción, un
estrépito indescriptible me obligaron a apartar la
atención de la carta. Los marinos llegaban a la boca
de los cañones, y un combate terrible, en que
parecíamos llevar lo mejor, se había trabado. Esto
era sin duda sublime; esto sacaba de quicio y
conmovía el alma en su fundamento; pero ¿no había
algo más en el mundo? Inés, su madre, su padre, su
porvenir, su casamiento, y yo con mi desmedido y
leal amor: yo, preguntándome si podría subir hasta
ella, o si era preciso hacerla descender hasta mí...
¡Oh!, esta sí que era batalla; esta sí que era
lucha, señores. Su campo estaba dentro de mí, y sus
fuerzas terribles chocaban dentro del espacio
silencioso de mi pensamiento. ¿Cómo no atender a
ella más que a otra alguna? El corazón, tirano
indiscutible, agrandando inconmensurablemente las
proporciones de mi batalla, la había hecho mayor que
aquella de que tal vez dependían los destinos del
mundo.
Yo vi los marinos próximos ya,
muy próximos a nuestros cañones; sentí gritos de
júbilo y de victoria pronunciados en española
lengua, y aunque todo esto me conmovía mucho, la
carta no concluida me quemaba la mano. Decid que yo
era un estúpido egoísta; pero señores, ¿y la carta,
y aquel casamiento imprescindible, y aquella
superchería misteriosa?... ¿Se ganaba la
batalla? Creo que sí, y la faz de Europa iba a
variar sin duda. ¿Pero qué me importaba el
desconcierto del Imperio, el júbilo de Inglaterra,
el estupor de Rusia, los preparativos de la
coalición, el descrédito del grande ejército?
¿Hemos de sobreponer el interés
de los conjuntos lanzados a bárbaras guerras, al
interés del inocente individuo que lucha a solas por
el bien y por el amor? ¿Hemos de sobreponer el
interés de la guerra, que destruye, al del amor que
crea y aumenta y embellece lo creado? Reíos de mí;
pero al mismo tiempo pensad en el modo de probarme
que un corazón ocupa menos espacio en la totalidad
del universo que los quinientos diez millones de
kilómetros cuadrados de la pelota de tierra en que
habitamos.
Si es egoísmo, confieso mi
egoísmo, y declaro a la faz de mi auditorio que en
el punto en que se eclipsaba la estrella que por
diez años había iluminado la Europa, volví a fijar
los ojos en la carta para continuar leyendo. Si no
quieren Vds. enterarse de ello, no se enteren; pero
es mi deber decir que la carta concluía así:
«...una superchería poco digna
de personas como vos. Segura estáis y con razón de
que nada puedo contra vos. En efecto, yo sé que si
algo intentara sería vencido. Pobre, sin recursos,
sin valimiento, ¿qué podría contra la justicia que
sólo defiende a los poderosos? Pero mi hija me
pertenece, y si hoy no está en mi poder, os aseguro
que lo estará mañana. Entretanto guardaos vuestro
dinero».
No decía más. Pero cuando acabé
de leerla, ¡qué nueva y terrible fase tomaba la
refriega entre los marinos y nuestros soldados!
¡Santo Dios! ¿La batalla se perdería? Los franceses,
destrozados en el primer ataque, lo repetían sacando
el último resto de bravura de sus corazones
resecados por el calor, y volvían a la carga
resueltos a dejarse hacer trizas en la boca de los
cañones, o tomarlos. Nuestros soldados sacaban
fuerzas de su espíritu, porque en el cuerpo ya no
las tenían. Hasta los artilleros empezaban a
desfallecer, y heridos casi todos los primeros de
derecha e izquierda, atacaban los segundos, daban
fuego los terceros, y el servicio de municiones era
hecho por paisanos. Los franceses medio resucitados
con la valentía de los marinos, pudieron habilitar
dos piezas y desde lejos tomando por punto en blanco
la masa de nuestra caballería, disparaban bastantes
tiros. Su larga trayectoria, pasando por encima de
la batería española, hería las primeras filas de mi
regimiento. Este se encabritó como si fuera un solo
caballo; chocamos unos con otros, y el espectáculo
de dos compañeros muertos sin combatir nos llenó de
terror. Al mismo tiempo oímos decir que escaseaban
las municiones de cañón. ¡Terrible palabra! Si
nuestros cañones llegaban a carecer de pólvora, si
en sus almas de bronce se extinguía aquella
indignación artificial, cuyo resoplido conmueve y
trastorna el aire, estremece el suelo y arrasa
cuanto encuentra por delante, bien pronto serían
tomados por los valientes marinos, y les aguardaba
el morir inutilizados por el denigrante clavo,
fruslería que destruye un gigante, alfiler que mata
a Aquiles.
Esta consideración ponía los
pelos de punta. ¿Sucumbiría España? ¿No le reservaba
Dios la gloria de dar el primer golpe en el pedestal
del tirano de Europa?... No, no es posible asistir
indiferente al espectáculo de tan supremo esfuerzo,
oh patria; pero te confieso que yo rabiaba por
conocer el autor de aquella tercera carta que tenía
en mi mano, y cuando sin desatender a tu admirable
heroísmo, miré la firma y vi el nombre de Román,
segundo mayordomo de mi inolvidable ama; cuando
consideré que aquel papel contendría revelaciones
importantes, me dominó de tal modo la curiosidad,
que por un instante desapareciste de mi espíritu, ¡oh
sublime rincón de tierra, destinado más de una vez a
ser equilibrio del mundo! Adiós España, adiós
Napoleón, adiós guerra, adiós batalla de Bailén.
Como borra la esponja del escolar el problema
escrito con tiza en la pizarra, para entregarse al
juego, así se borró todo en mí para no ver más que
lo siguiente:
«Sr. D. Luís de Santorcaz: Voy
a deciros puntualmente lo ocurrido. Todo está
resuelto, y por ahora os dan con la puerta en los
hocicos. La señora marquesa de Leiva, al recoger a
la señorita Inés, pensó en el modo de legitimarla.
Advierto a Vd. que desde que la trataron, ambas la
quieren mucho, y se desviven por decidirla a que
salga del convento. Cuando la señora condesa recibió
la carta de Vd. en que le proponía la legitimación
por subsiguiente matrimonio, mostrola a su tía, y
ésta furiosa y fuera de sí preguntó si quería
deshonrarse para siempre siendo esposa de semejante
perdido. Lloró un poco la condesa, lo cual es
indicio de que aún le queda algo de aquel amor; y
por último, después de muchas reconvenciones,
convinieron las dos en no admitirle a Vd. en su
familia por ningún caso. Ya sabe Vd. que según
consta en la fundación de este gran mayorazgo, uno
de los principales de España, no habiendo herederos
directos, pasa a los de segundo grado en línea
recta, por lo cual ahora correspondería al
primogénito del conde Rumblar. La actual condesa de
Rumblar, enterada de la aparición de una heredera,
anunció a mi ama que entablaría un pleito, y vea Vd.
aquí el motivo de que en casa se haya trabajado
tanto por la legitimación. Por fin, las dos familias
acordaron evitar la ruina de un pleito y se han
puesto de acuerdo sobre esta base: casar a la
señorita Inés con D. Diego de Rumblar, previa
legitimación de aquella, por lo que llaman
autorización del Rey, con lo cual, ambos derechos se
funden en uno solo, evitando cuestiones. En cuanto
al punto más difícil, la señora marquesa lo ha
resuelto al fin de un modo ingenioso y seguro. La
niña ha entrado al fin con pie derecho en la
familia. No pudiendo legitimar la madre, porque a
ello se oponen las leyes; no pudiendo aceptarse la
fórmula del subsiguiente matrimonio, ni conviniendo
tampoco la adopción, por no dar esto derecho a la
herencia del mayorazgo, se acordó lo que voy a decir
a Vd., y que sin duda le llenará de admiración. Este
sesgo del asunto tiene para la familia la ventaja de
que mi señora la condesa no pasará ningún bochorno.
La señorita Inés ha sido reconocida por aquel...».
Un violento golpe arrebató el
papel de mis manos. Encabritose mi caballo, y al
avanzar siguiendo el escuadrón, sentí la estrepitosa
risa de un soldado que decía: «Aquí no se viene a
leer cartas». Corrimos fuera de la carretera, y
todos mis compañeros proferían exclamaciones de
frenética alegría. Vi los cañones inmóviles y
delante una espesa cortina de humo, que al disiparse
permitía distinguir los restos del batallón de
marinos. En el frente francés flotaba una bandera
blanca, avanzando hacia nuestro frente. La batalla
había concluido.
Nuestros soldados se abrazaban
con delirio. Confundíanse los diversos regimientos,
y los paisanos advenedizos con la tropa. La gente
del vecino pueblo de Bailén acudía con cántaros y
botijos de agua. Agrupábanse hombres y mujeres junto
a los heridos para recogerlos. Los caballos
recorrían orgullosos la carretera, y los generales
confundidos con la gente de tropa, demostraban su
alegría con tanta llaneza como esta. Los gritos de
¡viva España!, ¡viva Fernando VII! parecían un
concierto que llenaba el espacio como antes el ruido
del cañón; y el mundo todo se estremecía con el
júbilo de nuestra victoria y con el desastre de los
franceses, primera vacilación del orgulloso Imperio.
En tanto yo recorría el campamento, miraba al suelo,
miraba las manos de todos, las cureñas de los
cañones, los charcos de sangre, los mil rincones del
suelo, junto al cuerpo de un herido y bajo la cabeza
del caballo moribundo. Marijuán se llegó a mí con
los brazos abiertos y gritó:
-Les vencimos, Gabriel. ¡Viva
España y los españoles, y la Virgen del Pilar a
quien se debe todo! Pero ¿qué buscas, que así miras
al suelo?
-Busco un papel que se me ha
perdido -le contesté.
28
-Déjate de papeles -me dijo
Marijuán- ¡Qué demonios de marinos! ¿Viste cómo
atacaban?
-La hacen hija legítima por
autorización real.
-¿Qué estás diciendo? Ya no
queda duda que hemos vencido a Napoleón, y como este
ha vencido a todo el mundo, resulta que nosotros
hemos vencido al mundo entero. ¿Pero chico, no te
vuelves loco? Mira cómo alzan los brazos gritando,
aquellos generales que vienen por el llano.
¡Benditas penas, benditos golpes, bendito calor y
bendita sed, puesto que al fin hemos salido
vencedores! ¡Viva España!
-De esa manera -le dije yo,
preocupado con mis guerras -entra a disfrutar el
mayorazgo, casándose con D. Diego, para evitar un
litigio que arruinaría a las dos familias.
-¿Qué hablas ahí, muchacho?
-exclamó con sorpresa- Ya sabes que los franceses se
van a entregar todos. ¡Qué vergüenza! ¡Que vuelva
Napoleón a meterse con los españoles! Chico; nos
vamos a comer el mundo, y digo que la Junta de
Sevilla es una remilgada si no nos manda conquistar
a París. ¡Viva España!
-Y nuestro amo, ¿dónde está?
-pregunté intranquilo-. ¿Qué ha sido del señorito de
Rumblar?
-¡Creo que ha muerto! -me
contestó lacónicamente Marijuán, picando espuelas y
alejándose de mí.
Tan estupenda noticia dio nueva
dirección a mis alborotados pensamientos. El aspecto
de la refriega interior que me sacudía el alma
cambió de improviso y por completo. Todo vino abajo,
todo se puso de otro color, y el mundo fue distinto
a mis ojos. Ignoro si en aquel momento sentí la
muerte de mi amo, o si por el contrario, desbordado
el corruptor egoísmo en mi alma, acepté con regocijo
la desaparición de quien interponiéndose entre mi
ideal y yo, alteraba a mis ojos el equilibrio del
universo, más que Napoleón el de Europa... En medio
del delirio de aquella gran victoria, una de las más
trascendentales que han ocurrido en el mundo, yo
permanecía mudo, y mi caballo me transportaba de un
lado para otro según su albedrío. En mi derredor la
efervescencia de aquella patriótica alegría, de
aquel entusiasmo febril causaba estrepitoso oleaje.
Allí la persona humana había desaparecido
fundiéndose en el hermoso conjunto de la sociedad o
la Nación, que era sin duda la que conmovía la
tierra con sus gritos de gozo. El único que se
conservaba aislado, y podía llamarse hombre, era el
egoísta Gabriel, grano de arena no conglomerado con
la montaña, y que rodaba solo haciendo por su propia
cuenta las revoluciones establecidas por la armonía
del mundo.
-Es preciso averiguar si
realmente ha muerto Rumblar... ¿Entrará al fin Inés
en la familia de su madre? ¿La perderé para siempre?
¿Debo reírme de mi necia y ridícula aspiración? ¿Un
hombre como yo puede subir a tanta altura? ¿La
misteriosa oscuridad de los tiempos venideros
ocultará alguna cosa que destruya este nivel
espantoso? ¿Puedo esperar, o resignarme desde ahora,
bendiciendo la mano de la Providencia que me arroja
en el polvo de donde nunca debí intentar salir?
Estas preguntas me hacía,
cuando un acontecimiento no previsto vino a alterar
repentinamente la situación de las cosas fuera de
mí. El ejército corría a ocupar sus posiciones; la
corneta y el tambor convocaban a todos los soldados,
y gran número de gentes del pueblo, hombres y
mujeres, corrían hacia las calles de Bailén.
Nuestros destacamentos habían divisado las columnas
avanzadas del general Vedel que venía de Guarromán
en auxilio de Dupont, y ya a poca distancia, un
cañonazo nos anunció la presencia de un nuevo
enemigo. ¡Ay!, ¡si Vedel hubiese llegado un momento
antes, poniéndonos entre dos fuegos! Pero Dios,
protector en aquel día de la España oprimida y
saqueada, permitió que Vedel llegase cuando estaba
convenida ya la tregua, y se había principiado a
negociar la capitulación.
Al instante mandó Reding un
oficio al general francés dándole cuenta de lo
ocurrido, y los enemigos se detuvieron más allá de
una ermita que llaman de San Cristóbal, situada a
mano izquierda del camino real, yendo de Bailén a
Guarromán. Al poco rato vimos un oficial francés que
llegó al pueblo con un oficio para Reding y otro
para Dupont, y como en el cuartel general de este se
estaban ya negociando las bases de la capitulación,
nos consideramos seguros de ser atacados por la
parte alta del camino, a causa de que la acordada
suspensión de armas debía afectar a todas las
fuerzas que componían el ejército imperial de
Andalucía.
A pesar de esta confianza,
varios regimientos, entre ellos el de Irlanda y el
famosísimo de Órdenes Militares que tanto se había
distinguido en la batalla, ocuparon el camino frente
a las tropas de Vedel, las cuales iban llegando por
momentos y tomaban posiciones. Mi regimiento fue
colocado en la entrada oriental del pueblo. Sería
poco más de la una cuando los franceses de Vedel,
sin aguardar a que les contestara Dupont, rompieron
el fuego contra Irlanda, sorprendiéndoles con
fuerzas considerables. Gran efervescencia y algazara
y tumulto en nuestras filas. Todos querían ir no a
combatir con los franceses, sino a pasarlos a
cuchillo, por violar las leyes de la guerra. Pero
nosotros teníamos, para sojuzgar a los traidores,
rehenes preciosos, cuales eran los restos del
ejército de Dupont, que estaban en nuestro poder,
como una víctima maniatada y con la cabeza sobre el
tajo. Durante la confusión que siguió al ataque,
algunas tropas acudieron a cercar el campo francés
vencido, y otras corrieron en auxilio de los
regimientos de Irlanda y Órdenes, puestos en gran
compromiso.
A pesar de la inferioridad de
número y de posición de nuestras tropas, todo
anunciaba que se iba a trabar un combate tan
encarnizado como el primero, y los valerosos
paisanos lo mismo que los soldados de línea ardían
en generoso anhelo de morir si era preciso por
rematar con una tarde épica la gloriosa mañana.
Pero la Providencia, como he
dicho, estaba de nuestra parte. Casi juntamente con
los primeros tiros de la embestida de Vedel, sonaron
cañonazos lejanos, que al principio no supimos a qué
dirección referir.
-¿Qué es eso? ¿Hacen fuego por
el Herrumblar o es la gente de Mengíbar?
-preguntaban allí.
-Es la división de D. Manuel de
la Peña, que viene por la Casa del Rey -contestó uno
que a todo escape venía del primer campo de batalla.
La tercera división, enviada al
amanecer desde Andújar por Castaños en seguimiento
de Dupont, había llegado, y se anunciaba al enemigo
con disparos de pólvora seca. Aterrado con este
nuevo refuerzo, que aniquilaría los restos del
ejército, si Vedel no se sometía al armisticio,
Dupont dio enérgicas órdenes para que cesara el
fuego de la división recién venida de Guarromán, y
el fuego cesó. Con esto, los nueve mil hombres de
Vedel se sometieron de antemano al pacto que
ajustaba su general en jefe.
Seguimos, sin embargo, sobre
las armas, y las entradas de la villa continuaron
custodiadas por numerosas fuerzas, que se relevaban
para proporcionarnos algún descanso. Cuando me tocó
dejar la guardia, dirigime a una de las muchas casas
del pueblo en que curaban heridos, para que me
pusieran algo en la mano izquierda, donde había
recibido una contusión que aunque ligera, me escocía
bastante. Regresaba luego a pie en busca de mi
puesto, cuando, sintiendo una mano en mi hombro,
miré y tuve el gusto de encontrarme cara a cara con
D. Paco, el maestro y ayo de D. Diego.
-¿Qué ha sido del niño?, ¿dónde
está? No ha venido por casa -me dijo con tono
angustiado y poniéndose pálido.
-Sr. D. Paco -le contesté-,
francamente, no sé dónde está el señor conde, aunque
me parece que debe de estar vivo.
-¡Qué miedo, qué pavor! ¡La
santa Virgen de Araceli, la de Fuensanta, la del
Pilar y la del Tremedal todas juntas nos favorezcan!
Las piernas me tiemblan, Gabriel, y si mi señor y
discípulo no parece, yo no me atrevo a decírselo a
la señora.
-Ya parecerá; yo le vi poco
antes de concluir la batalla. Andará por cualquier
lado -dije para calmar su inquietud.
-Es raro que estando sano y
salvo no viniese a casa, o mandara un recado. ¿En
dónde hay caballería?
-En San Cristóbal, en donde
estaba la batería, en la noria, en los altos de la
derecha, en los del Gaudiel, hacia el Herrumblar, en
muchas partes. Ya andará el Sr. D. Diego por ahí.
-Dios lo quiera. Voy, corro a
buscarlo. ¿Dime tú... ya no harán fuego, eh? ¿Habrá
peligro en andar por aquí? Si quisieras acompañarme.
¡Diantre con el niño, y si supiera él qué buenas
noticias le traigo cómo se apresuraría a venir a mi
encuentro!
-¿Qué noticias, Sr. D.
Francisco? ¿Se pueden saber? -pregunté disponiéndome
a acompañar al ayo por el campo de batalla.
-¡Noticias estupendas y que le
harán saltar de gozo! Esta mañana recibió la señora
un propio de la marquesa de Leiva, anunciando que su
Excelencia, con la condesa, con la señorita Inés y
el señor marqués, salen de Córdoba para Madrid, a
donde los llama un negocio de mucho interés para las
dos familias.
-El camino no está para viajes,
Sr. D. Paco.
-Vienen por Mengíbar, y
anuncian que de esta noche a mañana llegarán a casa,
donde piensan detenerse algunos días, no sólo para
tomar descanso, sino para que ambas familias se
conozcan y traten, pues son ramas que van a
injertarse, formando un solo árbol frondoso que eche
profundas raíces en el suelo de la Nación y dé
sombra a numerosa e ilustre prole.
-Sí -dije-, ya sé que el
señorito se casa...
-¡Ay! ¡Dónde estará ese Juan
enreda de D. Diego!... Sí, se casa. He visto el
retrato de la señorita Inés, que es un portento de
hermosura. Pues sí: la niña no quería salir del
convento, aunque se lo predicaran frailes teatinos;
pero yo no sé; algo pasó allá a principios del mes,
o sin duda la joven al ver el retrato de D. Diego,
sintió la flecha del dios ceguezuelo en su corazón.
Lo cierto es que ha pedido salir del convento, con
gran regocijo de sus parientes, y ahora marchan
todos a Madrid para las diligencias de la
legitimación, porque ya sabes tú que...
-Sí, había entendido que esa
joven era hija de la señora condesa.
-¡Calla, deslenguado procaz!
¡Qué has dicho! La señora condesa, prima de mi
señora, había de tener semejantes tapujos. No hay
tal cosa, chiquillo desvergonzado. La señorita Inés
es hija de una dama extranjera, que ya no existe y
que floreció hace quince años en la corte, dando que
hablar por sus amores con un célebre caballero de
esta ilustre familia. ¿Sabes quién es el padre de
doña Inés? Pues no es otro que ese espejo de los
diplomáticos, ese discretísimo hermano de la señora
marquesa de Leiva, el cual ha reconocido a la
muchacha por hija suya, y ahora se apresura a
legitimarla por autorización real para que entre en
posesión del mayorazgo cuando Dios se sirva llamar a
su seno a la señora marquesa de Leiva.
-¡Qué bien lo han compuesto
todo! -exclamé sin poder contener la expresión de mi
asombro.
-¿Cómo compuesto? Mi señora me
ha participado esta mañana lo que acabo de decir.
¡Ah! Ese sin par diplomático, que tanta fama tiene
en todas las cortes de Europa, ha dado una prueba de
caballerosidad, poniendo su nombre a ese fruto de
sus iracundas fogosidades juveniles, abandonado
hasta hoy, y que en lo sucesivo descollará cual
arbusto lozano en el pensil de la sociedad
española... Pero ese D. Diego... ¿En dónde está D.
Diego? Hablemos al general en jefe... preguntemos a
esos soldados... Diga Vd., héroe de este día, que se
anotará en los fastos de la historia con piedra
blanca, albo notanda lapillo; oiga Vd., ¿ha
visto Vd. por casualidad a D. Diego?
Y así iba preguntando a todos,
sin que nadie le diese razón.
29
Vino la noche. Los franceses,
muertos de fatiga y de hambre en su campamento,
aguardaban con anhelo a que la capitulación
estuviese firmada. Los que menos paciencia tenían
eran los suizos afiliados en el ejército imperial, y
así que oscureció empezaron a pasarse a nuestro
campo. Un historiador francés, queriendo atenuar el
desastre de los suyos, ha escrito que la defección
ocurrió durante la batalla; pero esto es falso. Lo
peor es que otro historiador, no francés sino
español, lo ha repetido con lamentable ligereza,
faltando así a su patria y a la verdad, que es
superior a todo.
La capitulación iba
despaciosamente, porque los parlamentarios se habían
juntado en Andújar, residencia del general en jefe,
y en Bailén no teníamos noticia de lo que allí
pasaba. Temiendo que los enemigos intentaran
escaparse, nuestros generales tomaron acertadas
precauciones, y la artillería ocupó, mecha
encendida, los puestos convenientes. Al mismo tiempo
millares de paisanos, discurriendo por cerros y
alturas, hostigaban de tal modo a los franceses en
todas partes, que no les era posible moverse. Esta
vigilancia permitía descansar a una parte del
ejército; y especialmente los heridos, aunque sólo
lo fueran muy levemente como yo, teníamos libertad
para estar en el pueblo, donde nos ocupábamos en
reunir víveres y llevarlos a los del campamento, así
como en acomodar a los heridos graves en las
principales casas.
Salía yo de Bailén con un cesto
de víveres para unos jefes de artillería cuando
tropecé con Santorcaz, que volvía seguido de algunos
voluntarios de Utrera y licenciados de Málaga.
-¡Oh, Sr. de Santorcaz!
-exclamé con la mayor sorpresa-. ¿Está Vd. vivo? Yo
le hacía en el otro barrio.
-No, muchacho, vivo estoy -me
respondió-. Dios quiere que todavía el que está
dentro de esta camisa dé mucho que hacer en el
mundo.
-¿Pero tampoco está Vd. herido?
-Aquí tengo un par de rasguños;
pero esto no es nada para un hombre como yo. Ya
sabes que me han hecho sargento. No vine aquí para
ganar charreteras; pero puesto que me las dan, las
tomo.
-Grandes hazañas habrá hecho el
Sr. D. Luís.
-Poca cosa. Caí del caballo, y
a pie defendime rabiosamente contra tres o cuatro
franceses. Reventé a uno, descalabré a otro, y me
volví a nuestro campo con un águila que entregué al
marqués de Coupigny. Al recoger de mis manos la
bandera, el general, después de preguntarme si era
licenciado de presidio, me dijo: «Es Vd. sargento».
¿Ves? Me han puesto al frente de este pelotón de
buenos muchachos; ¿quieres venirte con nosotros?
Diciendo esto señaló a los
esclarecidos varones que le seguían, los cuales, o
yo me engaño mucho o eran la flor y nata de Ibros,
Sierra de Cazorla y Despeñaperros, todos gente de
ligerísimas piernas y manos. Dile las gracias por el
ofrecimiento, y seguí mi camino.
-¡Ah! ¿Qué sabe Vd. de D.
Diego? -le pregunté volviendo atrás.
-Pues qué -dijo retrocediendo-,
¿no se sabe dónde está D. Diego? ¿Ha muerto? ¿Se ha
extraviado? Es preciso averiguarlo. Y di, ¿tú has
visto por casualidad mi caballo? ¿Sabes si alguien
lo recogió?
-No sé nada de tal caballo
-repuse alejándome.
Ya avanzada la noche regresé a
Bailén, donde me causó sorpresa ver una triste
procesión compuesta de tres mujeres vestidas de
negro, a las cuales seguían hasta media docena de
hombres, llevando por delante dos criados con sendos
farolillos para alumbrar el camino. Acerqueme y
reconocí a doña María, con sus dos hijas, las tres
cubiertas con negros mantones y muy afligidas y
llorosas. Digo mal, porque si las dos muchachas se
deshacían en lágrimas, la señora condesa conservaba
seco el rostro, aunque visiblemente alterado, la
mirada fija y valerosa y el andar muy firme. Al
instante me presenté a ella, saludándola con el
mayor respeto y ofreciéndola mi ayuda si, como
parecía, iban en busca de D. Diego.
-¿Conque no parece el niño?
¿Cuándo le perdiste de vista durante la batalla? -me
preguntó.
-Señora, desde la gran carga
que dimos sobre el ala izquierda de los franceses
dejé de ver a D. Diego.
-Yo creí que estuviera entre
los heridos; pero no está. ¿Todos los muertos han
sido recogidos del campo de batalla?
-Sí señora; sólo quedan los
desconocidos, los paisanos que no estaban afiliados
a ningún regimiento.
-Vamos a ver -dijo con un
aplome, con una firmeza que me asombraron, pues no
suponía tanto valor en el alma de una mujer.
-Yo acompañaré a usía con mucho
gusto.
-¿Y qué tal se ha portado mi
hijo? -me preguntó cuando marchábamos juntos.
-Señora, se ha portado como un
héroe; se ha portado como quien es.
-¿Los jefes advirtieron su
valor? ¿Elogiaron su bizarría, recordando el linaje
de mi hijo?
-Sí señora, los jefes estaban
con la boca abierta presenciando las hazañas de D.
Diego -repuse por halagar el amor propio de la noble
señora, cuyo dolor se atenuaría sabiendo que su
vástago había honrado el nombre de Rumblar.
-¿Y amabais vosotros a mi hijo?
-¡Oh!, sí señora. D. Diego es
tan bueno... y nos trata como si fuéramos todos
iguales.
-¡Como si todos fuerais
iguales! -exclamó doña María con ligeras muestras de
enfado.
-No... vamos al decir...
-indiqué corrigiendo mi lapsus-. D. Diego es
un caballero y nosotros unos badulaques... quiero
decir que nos trataba sin tiranía... ¡Pobre D.
Diego! Pero le hemos de encontrar, señora. D. Diego
está sano y salvo. Me lo dice el corazón.
-Tú eres un buen muchacho.
Ayúdanos a buscar a mi hijo y te recompensaré. Si
parece, yo te prometo que serás su paje cuando se
case.
-¡Ah, gracias señora!, muchas
gracias -contesté con viveza.
-Eres modesto. ¿Crees que no
mereces este honor? Aunque no lo merezcas yo te lo
concedo.
Llegamos a un punto en que se
distinguía un cuerpo tendido boca abajo sobre el
suelo. Nos estremecimos todos, y Asunción y
Presentación se abrazaron llorando a gritos. La
curiosidad luchó un instante en nosotros con el
temor, pues deseábamos acercamos al cadáver por ver
si era D. Diego, y temíamos llegar a él por si acaso
era. Doña María fue la primera que dio un paso y la
seguimos todos. Aquel cadáver solitario de un hombre
muerto por la patria, no había encontrado todavía ni
un pariente, ni un amigo, ni un camarada que se
cuidase de él. No era D. Diego.
La condesa después de
examinarlo alzó los ojos al cielo, cruzó las manos y
rezó en voz alta el Padre nuestro, a cuya
oración contestamos todos muy devotamente con El
pan nuestro...
Seguimos andando, y en otro
sitio encontramos algunos cadáveres, que la condesa
con heroísmo sobrenatural examinaba cara a cara
hasta convencerse de que su hijo no estaba allí. Si
nos acontecía llegar en el momento de abrir a alguno
la sepultura, todos echábamos un puñado de tierra en
la fosa del patriota, que bien pronto desaparecía en
la vasta superficie del campo, no quedando huella ni
marca alguna en el suelo, como no queda noticia del
heroísmo individual en la historia.
Nuestras pesquisas por todo el
campamento no dieron resultado alguno. Las dos
hermanitas no podían tenerse en pie, ni cesaban de
rezar en castellano y en latín, recitando con
fervorosa declamación cuantas oraciones sabían.
Tales eran la confusión y anonadamiento de D. Paco,
que más de una vez se cayó al suelo. Sólo doña María
conservaba una entereza heroica y casi bárbara que
hacía creer en la superioridad del temple moral de
algunos linajes sobre el plebeyo vulgo. No en vano
tenía aquella señora por su línea materna la sangre
de Guzmán el Bueno.
Era muy tarde cuando volvimos a
la casa. Mientras reinaba en ella la desolación, ni
una lágrima brotó de los ojos de doña María.
-Si Dios ha querido disponer de
la vida de mi hijo -exclamó sentándose en el clásico
sillón de cuero-, concédame al menos el consuelo de
saber que ha muerto con honor.
-D. Diego ha de parecer, señora
-dije yo con movido-. Si hubiera muerto, ¿no
habríamos encontrado su cuerpo?
Esta razón devolvió a D. Paco
su perdida fuerza dialéctica, y habló así:
-¿Pero no hubo también un
pequeño combate por donde estaba Vedel? ¡Quién sabe
si cogerían prisionero al niño!
-Los prisioneros fueron
devueltos esta tarde por orden de Dupont -repuso
doña María.
-¿Y si el niño estaba herido y
lo metieron en el hospital francés?...
-Yo lo he de averiguar, señora
-exclamé-. Mañana mismo pediremos un salvo-conducto
para ir al campo enemigo. Me parece que allí le
encontraremos.
-Ya sabes que te he prometido
una gran recompensa. Si haces lo que dices, y
encuentras a mi hijo y le traes -me dijo la de
Rumblar-, la recompensa será aún mayor. Dios dispone
de todo, y las glorias de la tierra a veces son
trocadas en miseria, en tristeza, en nada por su
mano poderosa. Si mi hijo no parece, ¿qué soy, qué
me queda, qué resta a mi casa y a mi nombre? Dios
habrá decidido que todo perezca y que las grandezas
de ayer sean hoy ruinas, donde nos ocultemos para
llorar. ¿La victoria se había de alcanzar sin
desgracias? Napoleón es vencido en España, y ante la
salvación de nuestro país, ¿qué significa una vida
por noble que sea?, ¿qué una familia, por grande que
sea su lustre?
La enérgica entereza de aquella
mujer de acero me llenó de asombro. Después continuó
así:
-Yo creí que este sería un día
de júbilo en mi casa. Después de la victoria
alcanzada, hubiéramos sido muy felices teniendo aquí
a mi hijo, y recibiendo a la prometida esposa que
con mis primas debe de llegar aquí esta noche... ¿No
ha llegado? Cuide usted, don Paco, de que nada les
falte. ¿Está todo preparado, las camas, la cena, las
habitaciones? Niñas, ¿qué hacéis ahí mano sobre
mano?
Asunción y Presentación
lloraron con más fuerza al oírse nombrar por su
madre. Pareciome que esta también comenzaba a sentir
vacilante su varonil espíritu, y que apagándose la
llama de sus ojos, se desmayaban sus enérgicos
brazos, cayendo con desaliento sobre los del sillón.
Pero sin duda no quería perder su dignidad de gran
señora delante de nosotros, y mandándonos salir a
todos, a sus hijas, a D. Paco, a los criados y a mí,
se quedó sola.
Un rato después sentí ruido de
coches y mulas en la calle; luego una gran algazara
en el patio, y al oíresto, diome un gran vuelco el
corazón. Escondido tras uno de los pilares vi
descender de los coches y subir pausadamente a las
personas que eran esperadas, y al mirar al
diplomático que cargaba en sus brazos a una mujer
para bajarla del carruaje, reconocí a la monjita de
Córdoba.
Yo temía ser visto de Amaranta;
pero como esta y su tía habíanse adelantado y
estaban ya arriba, me aventuré a seguir al
diplomático, que subió detrás de todos con Inés,
sosteniéndola por la cintura. Delante iban los
criados con hachas, detrás yo solo. Inés se envolvía
en un gran manto, chal o cabriolé que tenía
larguísimos flecos en sus orillas. Subíamos
lentamente, ellos delante, yo detrás, y aquellos
menudos hilos de seda pendientes de la espalda y de
la cintura de Inés flotaban delante de mis ojos.
Como quien llega a la puerta del cielo y tira del
cordón de la campanilla para que le abran, así cogí
yo entre mis dedos uno de aquellos cordoncitos rojos
y tiré suavemente. Inés volvió la cabeza y me vio.
30
Una vez arriba, el ayo informó
a los viajeros de lo que ocurría, y pasando adentro
las tres señoras, el diplomático se quedó con D.
Paco en el comedor.
-Aquí estamos consternados, Sr.
D. Felipe -dijo el ayo-. Y si mi amo no parece el
mundo habrá perdido en el fragor de horripilante
batalla a un joven que prometía ser gran filósofo, y
que ya era gran calígrafo.
-¡Demonio de contrariedad!
-dijo el diplomático, sacando su caja de tabaco y
ofreciendo un polvo al ayo, después de tomarlo él-.
Lo siento... a nuestra edad nos gusta tener quien
nos suceda y herede nuestras glorias para
desparramar su luz por los venideros siglos. Vea Vd.
la razón por qué me apresuré a reconocer a mi
querida hija... ¡Ah! Sr. D. Francisco: yo he tenido
una juventud muy borrascosa, como todo el mundo
sabe, y hartas noticias tendrá Vd. de mis aventuras,
pues no había en las cortes de Europa dama alguna,
casada ni soltera, que no se me rindiese. Después de
todo es una desgracia haber nacido con tal fuerza de
atracción en la persona, Sr. D. Francisco; tanto que
todavía... pero dejemos esto. Ahora no me ocupo más
que del bienestar de mi idolatrada niña. Y a fe que
si es cierto que no existe D. Diego, no por eso se
quedará soltera; pues cartas tengo aquí del príncipe
de Lichenstein, del archiduque Carlos Eugenio, del
conde de Schöenbrunn y de otros esclarecidos jóvenes
de sangre real pidiéndomela en matrimonio. Como yo
tengo tantos amigos en las cortes de Europa, y en
España mismo, pues... ya he sabido que las
principales familias acogidas en Bayona o
residentesen Madrid, se disputan la mano de mi hija.
¿La ha visto Vd., Sr. D. Francisco? ¿Ha observado
usted en su cara los rasgos que indican la noble
sangre mía y la de aquella hermosísima, cuanto
desgraciada señora extranjera...? ¡Oh!, me
enternezco, señor D. Francisco... Pero hablemos de
otra cosa, cuénteme Vd. cómo ha sido esa batalla.
¿Conque hemos ganado? ¿Y hay capitulación? De modo
que he llegado a tiempo. ¡Oh! Sr. D. Francisco, temo
que hagan un desatino, si no les asisto con mis
luces, porque los militares son tan legos en esto de
tratados... Yo traigo un proyectillo, mediante el
cual la Rusia ocupará Despeñaperros, España pasará a
guarnecer las orillas del Don y de la Moscowa, y
Prusia...
Cuando me marché, el
diplomático continuaba calentando los cascos al buen
D. Paco, que le ofreció algunos manjares y vino de
Montilla para reparar sus fuerzas. Al salir de la
casa, vi en la puerta de la calle a varios hombres,
no de muy buena facha por cierto, uno de los cuales
llegose a mí, y tomándome por el brazo, me dijo:
-¿Conoces tú a esa gente que
acaba de llegar?
-No, Sr. de Santorcaz -repuse-.
No sé qué gente es esa, ni me importa saberlo.
Apartámonos todos de la casa, y
por el camino me dijo otra vez D. Luis que tendría
mucho gusto en verme en las filas de su compañía.
Al día siguiente, que era el
20, nos ocupamos Marijuán y yo en buscar otra vez a
nuestro amo. Uniósenos D. Paco, y el general español
escribió un oficio a Dupont, rogándole que nos
permitiera hacer indagaciones en el campamento
francés, para ver si se encontraba allí a D. Diego,
herido o muerto. Visitamos el hospital enemigo, y
entre los heridos no había ningún español, lo cual
nos desconsoló sobremanera. Yo no era el que menos
se acongojaba con esta contrariedad, aunque sabía el
casamiento de Inés. ¿Qué significaba aquel generoso
sentimiento mío? ¿Era pura bondad, era puro interés
por la vida del semejante, aunque fuese enemigo, o
era un sentimiento mixto de benevolencia y orgullo,
en virtud del cual yo, convencido de que Inés no
amaba sino a mí, quería proporcionarme el gozo de
ver a D. Diego despreciado por ella? Francamente, yo
no lo sabía, ni lo sé aún.
Cuando recorrimos el campo
francés, pudimos observar la terrible situación de
nuestros enemigos. Los carros de heridos ocupaban
una extensión inmensa, y para sepultar sus tres mil
muertos, habían abierto profundas zanjas donde los
iban arrojando en montón, cubriéndoles luego con la
mortaja común de la tierra. Algunos heridos de
distinción estaban en las Ventas del Rey; pero la
mayor parte, como he dicho, tenían su hospital a lo
largo del camino, y allí los cirujanos no daban paz
a la mano para vendar y amputar, salvando de la
muerte a los que podían. Los soldados sanos sufrían
los horrores del hambre, alimentándose muy mal con
caldos de cebada y un pan de avena, que parecía
tierra amasada.
Todos anhelaban que se firmase
de una vez la capitulación para salir de tan
lastimoso estado; pero la capitulación iba despacio,
porque los generales españoles querían sacar el
mejor partido posible de su triunfo. Según oí decir
aquel día cuando regresamos a Bailén, ya estaba
acordado que se concediese a los franceses el paso
de la sierra para regresar a Madrid, cuando se
interceptó un oficio en que el lugarteniente general
del Reino mandaba a Dupont replegarse a la Mancha.
Comprendieron entonces los españoles que conceder a
los franceses lo mismo que querían, era muy
desairado para nuestras armas, y acordaron
considerarles como prisioneros de guerra,
obligándoles a entregar las armas. Pero aún el día
21 los contratantes del lado francés, generales
Chabert y Marescot, y los del lado español, Castaños
y conde de Tilly, no habían llegado a ponerse de
acuerdo sobre las particularidades de la rendición.
También alcanzamos a ver a lo
largo del camino la interminable fila de carros
donde los imperiales llevaban todo lo cogido en
Córdoba. ¡Funestas riquezas! Dicen algunos
historiadores que si los franceses no hubieran
llevado botín tan numeroso, habrían podido salvarse
retirándose por la sierra; pero que el afán de no
dejar atrás aquellos quinientos carros llenos de
riquezas les puso en el aprieto de rendirse, con la
esperanza de salvar el convoy. Yo no creo que los
franceses hubieran podido escaparse con carros ni
sin carros, porque allí estábamos nosotros para
impedírselo; pero sea lo que quiera, lo cierto es
que Napoleón dijo algún tiempo después a Savary en
Tolosa, hablando de aquel desastre tan funesto al
Imperio:
«Más hubiera querido saber
su muerte que su deshonra. No me explico tan indigna
cobardía sino por el temor de comprometer lo que
había robado».
No nos atrevimos a volver a la
casa con la mala noticia de que el niño no parecía,
y seguimos visitando todos los contornos, para
preguntar a la gente del campo. D. Paco estaba tan
fatigado, que no pudiendo dar un paso más se arrojó
al suelo; pero al fin pudimos reanimarle, y firmes
en nuestra santa empresa, nos dirigimos al
campamento de Vedel, con otro oficio del general
Reding. Mas vino la noche y los centinelas no nos
dejaron pasar, viéndonos por esto obligados a
diferir nuestra expedición para el día siguiente muy
temprano. Ni Marijuán, ni D. Paco ni yo teníamos
esperanza alguna, y considerábamos al mayorazgo
perdido para siempre.
Desde que amaneció corrían
voces de que la capitulación estaba firmada, y más
nos lo hacía creer la circunstancia de que varios
oficiales pasaron frecuentemente de un campo a otro,
trayendo y llevando despachos.
No distábamos mucho de la
ermita de San Cristóbal, cuando advertimos gran
movimiento en el ejército de Vedel. Apretando el
paso hasta que les tuvimos muy cerca, observamos que
camino abajo venía hacia nosotros un joven saltando
y jugando, con aquella volubilidad y ligereza propia
de los chicos al salir de la escuela. Corría a ratos
velozmente, luego se detenía y acercándose a los
matorrales sacaba su sable y la emprendía a
cintarazos con un chaparro o con una pita; luego
parecía bailar, moviendo brazos y piernas al compás
de su propio canto, y también echaba al aire su
sombrero portugués para recogerlo en la punta del
sable.
-¡Qué veo! -exclamó D. Paco con
súbita exaltación-. ¿No es aquel mozalbete el propio
D. Diego, no es mi niño querido, la joya de la casa,
la antorcha de los Rumblares...? Eh... D. Dieguito,
aquí estamos... venid acá.
En efecto, cuando estuvimos
cerca, no nos quedó duda de que el mozuelo bailarín
era D. Diego en persona. Él nos vio y al punto vino
corriendo para abrazarnos a todos con mucha alegría.
-Venid acá, venid a mis brazos,
esperanza del mundo -exclamó D. Paco, loco de
contento-. ¡Si supiera Vd. cómo está mamá! ¡Buen
susto nos hadado el picaroncillo!... ¿Pero qué ha
sido eso, niño? ¿Estaba usía prisionero?
-Me cogieron prisionero junto a
la ermita -dijo D. Diego-. ¿Pero estás vivo,
Gabriel, y tú también, Marijuán? Yo creí que os
habían matado en aquella furiosa carga. ¿Y Santorcaz?...
Pero os contaré lo que me pasó. Después de la carga,
y cuando entró la caballería de España, quedé a
retaguardia del regimiento; se me murió el caballo y
corrí a las filas del regimiento de Irlanda. Cuando
vinimos aquí nos cogieron prisioneros los franceses,
y yo les dije tantas picardías que quisieron
fusilarme.
-¡Qué horror! -exclamó D.
Paco-. Pero veo que es Vd. un héroe, oh mi niño
querido. Creo que la mamá piensa dirigir una
exposición a la Junta para que le den a Vd. la faja
de capitán general.
-Me iban a fusilar -continuó el
rapaz-, cuando un oficial francés tuvo lástima de mí
y me salvó la vida. Después lleváronme a sus tiendas
donde me dieron vino, y...
-Vamos, vamos pronto a casa, y
allí contará Vd. todo -dijo D. Paco-. ¡Qué alegría!
Volemos, señores. ¡Cuando la señora condesa sepa que
le hemos encontrado!... ¡Ah! ¿No sabe Vd. que está
ahí su novia?... ¡Qué guapísima es!... La pobre no
cesa de llorar la ausencia del niño, y si no hubiese
Vd. parecido, creo que la tendríamos que amortajar.
Vamos, vamos al punto.
Corrimos todos a Bailén muy
contentos. Al llegar al pueblo, uno de nosotros
propuso anticiparse para anunciar a doña María la
fausta nueva; pero no permitió D. Paco que nadie
sino él en persona se encargase de tan dulce
comisión, y con sus piernas vacilantes corrió hasta
entrar en la casa diciendo con desaforados gritos:
-¡Ya pareció, ya pareció!
Cuando nosotros llegamos con el
joven, todos salieron a recibirle, excepto Amaranta,
a quien un fuerte dolor de cabeza retenía en su
cuarto. Era de ver cómo los criados, las hermanitas
y la misma doña María, sin poder contener en los
límites de la dignidad su maternal cariño, le
abrazaban y besaban a porfía; y uno le coge, otro le
deja, durante un buen rato le estrujaron sin
compasión. Al fin reuniéndose todos, inclusos los
huéspedes en la sala baja, don Diego fue
solemnemente presentado a su novia. No puedo olvidar
aquella escena que presencié desde la puerta con
otros criados, y voy a referirla.
31
Inés, confusa y
ruborosa, no contestó nada, cuando
el diplomático se fue derecho a ella
llevando de la mano a D. Diego, y le
dijo:
-Hija mía, aquí
tienes al que te destinamos por
esposo: mi sobrino, varón ilustre, a
quien veremos general dentro de poco
como siga la guerra.
-Hijo mío
-añadió doña María-, las altas
prendas de la que va a ser
irremisiblemente tu mujer no
necesitan ser ponderadas en esta
ocasión, porque harto las conocemos
todos. Ahora, con el trato, se
avivará el inmenso cariño que os
profesáis desde hace algunos años,
señal evidente de que Dios tenía
decidida ya vuestra unión en sus
altos designios.
-Bonito es el
retrato -dijo D. Diego con un
desenfado impropio de la situación-;
pero Vd., Inés, lo es más todavía.
¿Y en qué consistía el no querer
salir del maldito convento? Sin duda
las pícaras monjas la retenían a Vd.
por fuerza, esperando que al
profesar les llevara un buen dote.
Pero no, yo juro que estaba decidido
a sacar de allí a mi monjita, y ya
discurría el modo de saltar por las
tapias de la huerta y romper rejas y
celosías para conseguir mi objeto.
Doña María, al
escuchar esto, palideció, y luego
las centellas de la ira brillaron en
sus ojos. Pero con disimulo habló de
otro asunto, procurando que el noble
concurso y discreto senado olvidara
las palabras del incipiente chico.
-Pero cuéntanos
de una vez lo que te ha pasado en el
campamento francés -dijo a D. Diego.
-Pues me
querían fusilar -repuso el mayorazgo
sentándose-. Ya me tenían puesto de
rodillas, cuando un oficial mandó
suspender la ejecución.
-¿Y por qué te
querían asesinar esos cafres?
-Porque les
dije mil perrerías. Después, cuando
me llevaron a la tienda, todos se
reían de mí. Luego me dieron vino,
obligándome a beberlo, y yo mientras
más bebía más charlaba, diciendo
atroces disparates y frases
graciosas, hasta que me quedé como
un cuerpo muerto.
-¿Y no sabes tú
-exclamó doña María sin poder
disimular su indignación-, que las
personas de buena crianza no beben
sino poquito?
-Es verdad;
pero aquel vino tenía un saborcillo
que me gustaba, y los franceses se
reían mucho conmigo. Todos iban a
verme, llamándome le petit
espagnol.
-Lo cual, en la
lengua de las Galias, quiere decir
el pequeño español -dijo D.
Paco.
-Pero no debió
Vd. dejarse emborrachar, joven
-indicó el diplomático-. Juro que si
eso hubiera pasado conmigo, de un
sablazo descalabro a todos los
oficiales de la división de Vedel.
Doña María,
profundamente indignada, silenciosa,
ceñuda, parecía una sibila de Miguel
Ángel.
-Pero si todos
aquellos señores me querían mucho...
-continuó D. Diego-. Por la tarde, y
luego que desperté de aquel largo
sueño, me dijeron que si sabía yo
lidiar un toro. Díjeles que sí, y
poniéndose muy contentos, me
mandaron que diese al punto una
corrida. No quería yo más para
divertirme; así es que, poniendo una
silla en lugar de toro, le capeé, le
puse banderillas y le di muerte con
mi sable, pasándole de parte a
parte. ¡Cuánto se rieron aquellos
condenados! Hasta el general acudió
a verme.
-Veo que has
aprovechado el tiempo en el
campamento francés -dijo la señora
madre con tremenda ironía.
-Si no me
querían dejar venir. Después me
dijeron que les cantara el jaleo, y
lo canté de pie sobre una banqueta.
¡Ave-María purísima! Hasta los
soldados se acercaban a la tienda
para oír. Entre los oficiales había
dos que no me dejaban de la mano, y
me decían que si me pasaba al
ejército francés, me tomarían por
ayudante, llevándome a Francia, a
París, y de París a recorrer toda la
Europa.
-¡Y no les
distes una bofetada! -exclamó doña
María clavando sus dedos en el cuero
del sillón.
-¡Quia! Me eché
a reír y les dije que ya pensaba ir
a Francia con el Sr. de Santorcaz,
que es mi amigo y ha de ser mi ayo y
maestro cuando me case.
Esta vez no fue
doña María la que se estremeció de
sorpresa e indignación; fue la
marquesa de Leiva, quien mudando el
color y con absortos ojos miró
sucesivamente a su prima, a su
sobrino y al ayo.
-Pero ¿qué está
diciendo el niño? -preguntó este
mirando a la condesa-. ¿Quién dice
que es su maestro y su amigo?
-Cualquiera
menos Vd. -contestó insolentemente
el heredero-. ¡Vaya un maestro, que
no sabe enseñar sino mentecatadas y
simplezas!
-¡Jesús! Diego,
repara que estás... -dijo doña María
conteniendo con grandes esfuerzos
los gestos amenazadores, natural
expresión de su ira.
D. Paco se
llevó el pañuelo a los ojos para
enjugar una lágrima. Inés atendía a
todo discretamente y sin hablar.
¡Ah! Mientras allí la juzgaban
indiferente al peligroso diálogo,
¡qué admirables observaciones, qué
exactos juicios haría en aquellos
momentos ante semejante escena! Su
talento y alto criterio dominarían
sobre las pasiones, los errores y
las querellas de la histórica
familia como el sol inmutable sobre
la volteadora tierra.
Asunción y
Presentación, que aguardaban
coyuntura para dar expansión al
comprimido gozo de sus almas,
hubieran querido reír como su
hermano, pero la seriedad de su
madre las tenía mudas de terror.
-Esta
predisposición de Vd. -dijo el
marqués-, a visitar las cortes
europeas me indica que se siente el
niño con inclinaciones a la
diplomacia. Hija mía -añadió
dirigiéndose a Inés-, cada vez
descubro más eminentes cualidades en
el que te destinamos por esposo, y
veo justificado el amor que desde
hace tiempo en silencio le profesas,
y que, en tu castidad y delicadeza,
procuras disimular hasta el último
instante.
-¡Ah!, se me
olvidaba decir -exclamó D. Diego
riendo a carcajadas-, que los
franceses me han enseñado a decir
algunas palabras en su lengua.
Y levantándose
al punto, hizo profundas reverencias
ante Inés, diciéndole:
-Ponchú,
madama. ¿Como la porta bú?
Asunción y
Presentación después de mirarse una
a otra creyeron que había llegado el
momento de reír, y rieron dando
desahogo a sus oprimidos corazones;
pero como doña María no desplegó sus
labios, las dos muchachitas tuvieron
que ponerse serias otra vez.
-¡Oh! ¡Tres
bien! -dijo el diplomático-.
Señor D. Francisco, su alumno de Vd.
demuestra las luces y copiosa
doctrina del eruditísimo maestro.
Hizo D. Paco
una graciosa reverencia, y su rostro
compungido y lloroso se esclareció
con una sonrisa.
Doña María
callaba; pero en su pecho rugía
iracunda y atormentadora la
tempestad. Ella y su prima la de
Leiva se miraban de vez en cuando,
transmitiéndose una a otra el fuego
de sus coléricos sentimientos.
-Otras muchas
palabras sé -continuó el rapaz-;
como Crenom de Dieu, Sacrebleu,
exclamaciones que se dicen cuando
uno está rabioso, en vez de
¡Caracoles! ¡Canastos!
Doña María se
levantó de su asiento... y se volvió
a sentar.
-¡Cómo me
querían aquellos demonios de
franceses!Uno de ellos sabía español
y hablaba a ratos conmigo. Me dijo
que los españoles eran muy valientes
y muy honrados; pero que hacían mal
en defender a Fernando VII, porque
este príncipe es un farsantuelo que
engañó a su padre y ahora está
engañando a la Nación y al
Emperador.
Doña María se
llevó la mano a los ojos.
-Yo le aseguré
que los españoles les echaríamos de
España, y él me contestó que parecía
probable, porque la guerra iba
tomando mal aspecto; pero que esto
sería un mal para nosotros, porque
de venir otra vez Fernando VII,
España seguiría con su mal Gobierno,
y con las muchas cosas perversas,
injustas y anticuadas que hay aquí.
-¡Oh! ¿Y no se
le ocurrió a Vd. la contestación a
tan atrevido y antipatriótico
aserto? -preguntó con énfasis el
diplomático.
-Yo le dije que
aquí íbamos ahora a arreglar todas
esas cosas, y a quitar la santa
Inquisición, y los diezmos, y los
mayorazgos, como me decía el Sr. de
Santorcaz.
Doña María
aferró sus manos a los brazos de la
silla como si quisiera estrujar la
madera entre sus dedos.
-Sobre todo los
mayorazgos -prosiguió Rumblar-.
También le dije al francés que yo
soy mayorazgo y que después de
casado tendré dos vinculaciones.
¡Cómo se reía cuando le dije que era
Grande de España! Todosacudían a
verme y me volvieron a dar de beber,
y me caí otra vez al suelo cantando
que me las pelaba.
¡Ay! Doña María
se llevó las manos a la cabeza, doña
María cerró los ojos, doña María
golpeó el suelo con su pie derecho,
doña María semejaba la imponente
imagen de la tradición aplastando la
hidra revolucionaria.
-Esta mañana me
preguntaron si yo tenía hermanas
guapas. Díjeles que eran muy
bonitas, y luego me dijeron que
vendrían a verlas, y que si se las
quería dar para casarse con ellas,
puesto que también serían
mayorazgas. Yo les contesté que
mayorazgo era el que había nacido
primero.
Y luego
dirigiéndose a sus hermanitas, les
dijo:
-Os
fastidiasteis, chicas, por haber
nacido hembras y después que yo. Una
de Vds. se casará con cualquier
pelele, y la otra se meterá en un
conventito a rezar por nosotros los
pecadores, a no ser que algún día
vea un galán por la reja, y se
enamore, y luego se tire por la
ventana a la calle.
Doña María no
podía resistir más. Iba a estallar
su furibunda cólera; pero aún era
mayor el caudal de su prudencia que
el caudal de su enojo... se contuvo
y cerró otra vez los ojos ya que no
podía cerrar los oídos.
-Después
-siguió el mancebo-, me dijeron si
mis hermanas usaban navaja, si
tocaban la guitarra, si iban a los
toros y si yo era familiar de la
Inquisición.¡Cómo se reían aquellos
condenados! Lo gracioso es que no me
dejaban salir de allí, y a cada rato
me decían so, so, so.
-Un sot
-dijo el diplomático-. Pues sospecho
que os llamaron tonto. ¡Oh iniquidad
de la Nación francesa! ¡Vea Vd., Sr.
D. Paco, lo que es un pueblo
carcomido por el jacobinismo!... ¿Y
no les dio Vd. un par de sablazos?
-Si me querían
mucho. Anoche me tuvieron toda la
noche bailando el bolero y la
cachucha, en medio de un corrillo
donde había más de cuarenta
oficiales.
Asunción y
Presentación seguían esperando con
ansia la ocasión de reír; pero esta
ocasión no llegaba, y consultando el
rostro de su madre, veíanle cada vez
más borrascoso. Así es que las dos
estaban muertas de miedo.
D. Paco,
conociendo que se preparaba un
cataclismo, quiso conjurarlo y dijo
a su discípulo:
-Vamos, basta
de franceses, D. Diego. Hable Vd. de
otra cosa. Si no fuera demasiado
largo, os mandaría que recitarais
aquel capítulo sobre la batalla del
Gránico que os hice aprender de
memoria; mas para que tan escogido
concurso, y especialmente este
fresco azahar de Andalucía, vuestra
prometida; para que todos, en una
palabra, puedan apreciar la buena
pronunciación de Vd. y su cadencioso
oído, échenos cualquiera de esos
romances que sabe... vamos.
Atención, señores.
-El del
Barandal del cielo -dijo
Asunción respirando con alegría.
-El de los
Santos pechos -dijo
Presentación.
-Vamos, no se
haga Vd. de rogar.
-Pues voy a
echarles una canción que me
enseñaron los franceses.
-No, nada de
franceses.
-Si es muy
bonita, aunque a decir verdad, yo no
la entiendo.
Y sin esperar
más, púsose en pie D. Diego, y
accionando como un cómico, con voz
fuerte y exaltado acento, cantó así:
¡Allons enfants de la patrie |
le
jour de gloire est arrivé! |
Contre nous de la tyrannie |
l'etendart sanglant est
levé! |
Asunción y
Presentación reían como locas, y
doña María no dijo nada. Ninguno de
la familia había entendido una
palabra.
-Es bonita la
canción -dijo D. Paco-, pero no la
comprendemos.
Entonces el
diplomático levantose ceremoniosa y
gravemente, y tomando un tono de
hombre severo habló así:
-¿Sabe Vd. lo
que está cantando? Pues está
cantando la Marsellesa, esa canción
impía y sanguinaria, eñores, esa
canción que acompañó al suplicio a
todos los mártires de la revolución,
incluso Luis XVI, mi querido
amigo... porque han de saber Vds.
que Luis XVI y yo teníamos muchas
bromas y nos echábamos el brazo por
el hombro paseándonos por Versalles...
¡La Marsellesa, señores, la
Marsellesa! También acompañó al
cadalso a María Antonieta... ¡y qué
buena era aquella señora! ¡Cuántas
veces la vi marcando pañuelos en una
ventana baja del pequeño Trianon!
¡Cómo me quería!... En fin, este
joven me ha horripilado con la tal
tonadilla... Señora condesa, ¿está
Vd. indispuesta? ¿Y tú, hermana? El
caso no es para menos. Hija mía,
¿estás nerviosa? ¿Te has puesto
mala? ¿Te causa miedo esa canción?
Inés le
contestó que no tenía ni pizca de
miedo. En tanto doña María, no
pudiendo resistir más salió del
cuarto con sus niñas. Desconcertose
al punto aquella ilustre reunión, y
luego no quedó en la sala más que la
familia de Inés con D. Diego. Al
poco rato tuvo lugar una escena
lamentable, y fue que doña María,
ciega de furor, y necesitando
desahogar aquella tormenta de su
espíritu sobre alguien, descargó su
enojo al fin; ¿pero sobre quién,
santo Dios?, ¿sobre quién?, dirán
Vds... Sobre las dos inocentes
muchachas, sobre los dos angelitos
celestiales, Asunción y
Presentación. ¿Y todo por qué?
Porque entusiasmadillas con la
llegada de su hermano, habían dejado
de hacer no sé qué cosa encomendada
a sus tiernas manos.¡Pobres
pimpollitos! La dignidad impedía a
mi señora la condesa castigar al
primogénito delante de la novia y
del suegro, y era forzoso que
pagaran el pato las dos niñas
desheredadas. Yo las vi llorando
como unas Magdalenas y soplándose
las palmas de las manos, escaldadas
por aquel fatídico instrumento de
cinco agujeros que pendía de fatal
espetera en el despacho de D. Paco.
Las pobrecillas estuvieron a moco y
baba todo el día.
32
Este libro va a
concluir, queridísimos lectores, a
quienes adoro y reverencio; va a
concluir, y los notables y jamás
vistos sucesos que me acontecieron
en virtud del proyectado matrimonio
de Inés y del encuentro de aquellas
dos familias en el tortuoso y
difícil camino de mis amores, serán
escritos, por no caber en este
volumen, en otro que pondré a
vuestra disposición lo más pronto
posible. Tened, pues, un adarme de
paciencia, y mientras aquellas
distinguidas personas se preparan
para ponerse en camino hacia Madrid,
a donde con vuestra venia pienso
acompañarlas, atended un poco más.
El mismo día 22
encontré a Santorcaz puesto ya al
frente de su partidilla, la cual,
como he dicho, estaba formada de lo
mejorcito del país. Les digo a Vds.
que tropa más escogida que aquella
no la capitanearon los famosos
caballistas José María y Diego
Corrientes.
-¿Va Vd. ya de
marcha? -le dije.
-Sí;
dispusieron que fuera alguna fuerza
de paisanos a guardar el paso de
Despeñaperros, y yo solicité esta
comisión que me agrada mucho. Allá
voy con mi gente. ¿Quieres venir?
¿Has estado en casa de Rumblar?
-De allá vengo.
-¿Y esa familia
que está ahí es la de la novia de D.
Diego?
-Justamente.
-Creo que van
todos para Madrid.
-Así parece.
-¿No sabes
cuándo?
-Según he oído,
pasado mañana. Esperan saber lo de
la capitulación para llevar la
noticia.
-¿Conque pasado
mañana? Bien... adiós. ¿Quieres
venir en mi partida?
-Gracias;
adiós.
Les vi partir,
y todo el día y toda la noche estuve
pensando en aquella gente.
Yo no vi el
triste desfile de los ocho mil
soldados de Dupont cuando entregaron
sus armas ante el general Castaños,
porque esto tuvo lugar en Andújar. A
pesar de que la primera y segunda
división habían sido las vencedoras
de los franceses, la honra de
presenciar la rendición fue otorgada
a la tercera y a la de reserva, por
una de esas injusticias tan comunes
en nuestra tierra, lo mismo en estos
días de vergüenza que en aquellos de
gloria. Por delante de nosotros
desfilaron las tropas de Vedel, en
número de nueve mil trescientos
hombres, y dejando sus armas en
pabellón, nos entregaron muchas
águilas y cuarenta cañones.
Les mirábamos y
nos parecía imposible que aquellos
fueran los vencedores de todo el
mundo. Después de haber borrado la
geografía del continente para hacer
otra nueva, clavando sus banderas
donde mejor les pareció,
desbaratando imperios, y haciendo
con tronos y reyes un juego de
titiriteros, tropezaban en una
piedra del camino de aquella remota
Andalucía, tierra casi olvidada del
mundo desde la expulsión del
islamismo. Su caída hizo estremecer
de gozosa esperanza a todas las
Naciones oprimidas. Ninguna victoria
francesa resonó en Europa tanto como
aquella derrota, que fue sin disputa
el primer traspiés del Imperio.
Desde entonces caminó mucho, pero
siempre cojeando.
España,
armándose toda y rechazando la
invasión con la espada y la tea, con
la navaja, con las uñas y con los
dientes, iba a probar, como dijo un
francés, que los ejércitos sucumben,
pero que las Naciones son
invencibles.
-¡Cuánto siento
que no esté aquí el Sr. de Santorcaz!
-me dijo Marijuán al ver pasar por
delante de nosotros a aquellos
hermosos soldados, medio muertos de
fatiga y de vergüenza-. ¿Te acuerdas
de las grandes bolas que nos contaba
cuando veníamos por la Mancha y nos
refería las batallas ganadas por
estos contra todo el mundo?
-Lo que nos
contaba Santorcaz -respondí-, era
pura verdad; pero esto que ahora
vemos, amigo Marijuán, también es
verdad.
Y ahora
consideren Vds. lo que pasaba del
otro lado de Sierra-Morena en aquel
mismo mes de Julio. El día 7 había
jurado José en Bayona la
Constitución hecha por unos
españoles vendidos al extranjero. El
día 9 el mismo José traspasaba la
frontera para venir a gobernarnos.
El día 15 ganaba Bessières en los
campos de Rioseco una sangrienta
batalla, y al tener de ella noticia
Napoleón, decía lleno de gozo: «La
batalla de Rioseco pone a mi hermano
en el trono de España, como la de
Villaviciosa puso a Felipe V».
Napoleón partió para París el 21,
creyendo que lo de España no ofrecía
cuidado alguno. El 20, un día
después de nuestra batalla, entró
José en Madrid, y aunque la
recepción glacial que se le hizo le
causara suma aflicción, aún le
parecía que el buen momio de la
corona duraría bastante tiempo.
Pero hacia los
días 25, 26 y 27 se esparce por la
capital un rumor misterioso que
conmueve de alegríaa los españoles y
llena de terror a los franceses;
corre la voz de que los paisanos
andaluces y algunas tropas de línea
han derrotado a Dupont, obligándole
a capitular. Este rumor crece y se
extiende; pero nadie lo quiere
creer, los españoles por parecerles
demasiado lisonjero, y los franceses
por considerarlo demasiado terrible.
El absurdo se propaga y parece
confirmarse; pero la corte de José
se ríe y no da crédito a aquel
cuento de viejas. Cuando no queda
duda de que semejante imposible es
un hecho real, la corte que aún no
había instalado sus bártulos, huye
despavorida; las tropas de Moncey,
que rechazadas de Valencia se habían
replegado a la Mancha, se unen a las
de Madrid, y todos juntos, soldados,
generales y Rey intruso, corren
precipitadamente hacia el Norte,
asolando el país por donde pasan.
Aquel fantasma de reino napoleónico
se disipaba como el humo de un
cañonazo.
Y ahora os he
de hablar de cómo la guerra que
parecía próxima a concluir, se trabó
de nuevo con más fuerzas; os he de
hablar de aquel infeliz y bondadoso
rey José y de su corte, y de su
hermano, y del paso de Somosierra
con la famosa carga de los lanceros
polacos, y del sitio de Madrid, y de
otras muchas curiosísimas cosas;
pero todo se ha de quedar para el
libro siguiente, donde estos
históricos sucesos han de tener
feliz consorcio con los no menos
dramáticos de mi vida, y todo lo
mucho y bueno que ocurrió en el
matrimonio de Inés.
Por ahora
guardaré prudente silencio sobre
estos sucesos, pues decidido estoy a
seguir al pie de la letra la
reservadísima escuela del
diplomático; y así os digo:
«No, no me
obliguéis a hablar, no me obliguéis,
abusando de la dulce amistad, a que
revele estos secretos de que tal vez
depende la suerte del mundo. No me
seduzcáis con ruegos y cariñosas
sugestiones que en vano atacan el
inexpugnable alcázar de mi
discreción».
A pesar de
esto, ¿insistís, importunos amigos?
Nada más os digo por ahora, sino que
la familia de Inés salió para Madrid
hacia fin de mes y en los días en
que el ejército vencedor marchaba
también hacia la capital de España.
Esta circunstancia me permitió ir en
la escolta que por el camino debía
custodiar a tan esclarecida
comitiva; así es que formé con los
diez de a caballo que galopaban a la
zaga de los dos coches. ¡Ay! Por la
portezuela de uno de ellos solía
asomarse durante las paradas una
linda cabeza, cuyos ojos se
recreaban en la marcial apostura del
pequeño escuadrón.
-Estos
valerosos muchachos, hija mía -le
decía su padre-, son los que en los
campos de Bailén echaron por tierra
con belicosa furia al coloso de
Europa. Veo que les miras mucho, lo
cual me prueba tu entusiasmo por las
glorias patrias.
Basta con esto,
señores, y no digo más. En vano me
hacen Vds. señas, excitándome a
hablar; en vano fingen conocer
mentirosos hechos, para que yo les
cuente los verídicos. ¿A qué conduce
el anticipar la relación de lo que
no es de este lugar? A los
impacientes les diré que nada
ocurrió hasta que llegamos al
desfiladero de Despeñaperros. Lo
pasábamos en una noche muy oscura,
cuando de pronto detuviéronse los
coches, oímos gritos, sonó un tiro,
y algunos hombres de muy mal
aspecto, saltando desde los cercanos
matorrales, se arrojaron al camino.
Al instante corrimos sable en mano
hacia ellos... pero basta ya, y
déjenme dormir, pues ni con tenazas
me han de sacar una palabra más.
Octubre-Noviembre de 1873.
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