Henry Norman Bethune nació en
Gravenhurst (Ontario, Canadá) el día 3
de Marzo de 1890 en el seno de una
acomodada familia canadiense de origen
escocés. Estudió en el colegio de Owen Sound donde se graduó en
1907. Se matriculó en la Universidad de Toronto (1909), pero
interrumpió sus estudios de biología (1911) para dedicarse a impartir clases
de inglés como
voluntario en el Frontier College al que asistían trabajadores inmigrantes mineros
y madereros alojados en los campamentos
situados al norte de esa región.
1
2
3
1.- Norman
Bethune (a caballo) con su familia. 2.- Norman. Detalle
de la foto anterior. 3.- Norman con su madre, su hermana Janet y su
hermano Malcolm.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial
(1914) volvió a dejar sus estudios de medicina para alistarse como
camillero en la Royal Canadian Army Medical Corps, siendo herido por
metralla en
el frente de Ypres (Bélgica). Una vez recuperado vuelve a su país
natal donde terminará su carrera, obteniendo el título de médico en
1916. Casi de forma inmediata se alista como cirujano (con el grado
de teniente) en la Royal Navy (1917), ejerciendo en el hospital de
Chatham, localizado al sur de Londres. En Europa formó parte del
Servicio de Ambulancias del Cuerpo Expedicionario Canadiense (1915).
Esta experiencia en las unidades móviles sanitarias será decisiva en
el desarrollo de su práctica de la medicina.
123
1.- N. Bethune en 1905 2.-
En la época del voluntariado en
el Frontier College 3.- Bethune con su toga de
Doctor
Terminada la contienda, permanece en la
capital inglesa ejerciendo en el Great Ormond Street Hospital,
especializado en patologías infantiles. Posteriormente se traslada a
Edimburgo en cuyo Royal College of Surgeons obtiene reconocimientos
de especialización profesional. En el año 1923 contrae matrimonio
con Frances Cambell Penney, pero el matrimonio apenas durará unos
años, debido
a la fuerte diferencia de sus caracteres.
1
2
3
1.- Bethune
durante la PGM 2.- Norman con el uniforme de
la Royal Navy. 3.- Norman y su esposa Frances Cambell
Como consecuencia de su esfuerzo en
el trabajo (creció con el miedo a terminar su vida como un ser
mediocre) y el contacto con sus pacientes, en el año 1926 contrajo
la tuberculosis, recibiendo los cuidados necesarios en el sanatorio Calydor (Gravenhurst).
Posteriormente se sometió a un severo tratamiento en el hospital Trudeau (Lago Saranac, Nueva York) ya que se temía por su
vida. Creyéndose próximo a la muerte, solicitó el divorcio a su
esposa para volver a su país de origen.
Durante su convalecencia se interesó por
las enfermedades pulmonares, consiguiendo especializarse en
neuro-psico-inmunología. Él mismo se sometió a sus propios
descubrimientos, llegando a pedir a sus colegas que le practicaran
una arriesgada intervención quirúrgica, a la que éstos se negaron.
No obstante, y tras mucha insistencia, accedieron consiguiéndose su
total recuperación. Inmediatamente volvió a ponerse en contacto con
su ex-esposa, solicitándola de nuevo en matrimonio (1929); la pareja
terminará divorciándose definitivamente en 1933.
Superada su enfermedad Henry Norman se
traslada a Montreal (1928) ejerciendo durante cinco años en el Royal
Victoria Hospital como primer ayudante del doctor Edward Archibald,
renombrado especialista en patologías pulmonares. Su manera de
entender la práctica de la medicina provocó enconados
enfrentamientos con sus colegas, viéndose obligado a trasladarse,
como director del Servicio de Cirugía Torácica, al hospital del
Sagrado Corazón en Cartierville (1933). Durante su permanencia en
este centro sanitario fue elegido en dos ocasiones para formar parte
del Comité Ejecutivo de la Asociación Americana de Cirugía Torácica. En el periodo de tiempo que estuvo en el
Royal Victoria Hospital escribió varios artículos especializados y
desarrolló técnicas quirúrgicas personales para las que llegó a
crear su propio instrumental.
En su profesión llegó a ser un médico de
notables logros y públicos reconocimientos, si bien era cuestionado
por su forma de entender la medicina, integrada en el contexto
social en el que se ejercía. Preocupado y comprometido
con las causas populares, durante la época de depresión económica en
su país, llegó a proponer al gobierno canadiense la creación de una red
asistencial sanitaria gratuita para los más
desfavorecidos. Esta idea pionera de un sistema público de salud
permitiría que los parias tuvieran derecho a medicinas y
tratamiento sin necesidad de pagar por ello. De esta forma, la salud
individual y colectiva de la población adoptaba el rango de derecho
constitucional para todas las clases sociales. Practicando su propia teoría
y predicando con el ejemplo
fundó una clínica bajo esas condiciones, así como una escuela en la que se
impartía enseñanza a los hijos de los trabajadores. Su iniciativa no
fue bien comprendida y apenas contó con apoyos, por lo que tuvo que
desistir ante la falta de recursos económicos.
PARTE DEL INSTRUMENTAL
IDEADO POR NORMAN BETHUNE
DIBUJO EN
LA LIBRETA DE CAMPO DE NORMAN BETHUNE
Bethune y su Unidad Móvil
de Transfusión Sanguínea (1936).
Con este equipo actuaba en el frente.
Contaba con cinco unidades que podían
atender unas cien transfusiones/día |
"La tuberculosis causa más muertes por
falta de dinero que por falta de resistencia a la
enfermedad: el pobre muere porque no puede pagarse la
vida."
H. N. Bethune |
|
Progresivamente irá interesándose por
las implicaciones de los problemas socioeconómicos de la enfermedad, así como por el de
los estamentos sociales más pobres que las padecían. Eso le llevaría
a serios enfrentamientos con sus compañeros de profesión y a una
forma de vida vinculada al compromiso con movimientos políticos
progresistas. Durante la Gran Depresión (1929) tomó una actitud de crítica
abierta contra el poder, que negaba la asistencia sanitaria a
aquellos que no podían costeársela. Atendió de forma gratuita a los
pobres que se la solicitaban. Formó parte del Grupo de Montreal
en el que se integraban profesionales de la medicina que postulaban
por la socialización de la misma. En el año 1935 se afilió al
partido comunista canadiense, en el que le ofrecieron el cargo de
presidente. Oferta que declinaría por disentir de muchos de sus
planteamientos teóricos y políticos. Ese mismo año viajó hasta la
Unión Soviética para aprender de la experiencia que allí habían
obtenido tras la revolución, en la práctica de la medicina popular.
Sus diferentes viajes por el mundo y sus inquietudes sociales le
harán decir:
"La
democracia se debate entre la vida y la muerte.
Comenzaron en Japón, ahora en España, y después en todas
partes. Si no los detenemos en España, ahora que aún
podemos hacerlo, convertirán al mundo en un matadero. Me
niego a vivir sin rebelarme contra un mundo que
engendra crimen y corrupción. Me niego a cerrar los ojos
por pasividad o negligencia".
H. N. Bethune |
Comprende que en España se decidirá el
futuro de Europa y América para los años venideros. Sabe que este
país se convertirá en un escenario de confrontación y ensayo para
preparar la Segunda Guerra Mundial, que ya resultaba fácilmente
previsible. Bajo esta perspectiva abandona el hospital del Sagrado
Corazón en Montreal y se vincula a las Brigadas Internacionales.
Llega a España el 3 de noviembre de 1936 invitado por la Comisión de
Ayuda a la Democracia con la responsabilidad de coordinar la
ayuda médica enviada desde Canadá a la República. Formará parte del
Batallón Mackenzie-Papineau compuesto por 1448 brigaditas, de los que 721 murieron
luchando contra los sublevados fascistas, convirtiéndose así en el segundo país (Francia será
el primero) en ciudadanos aportados a la causa española. Norman
formará parte de la Unidad Médica de Canadá vinculado al Socorro
Rojo Internacional. El gobierno español le ofreció la dirección de
los servicios médicos, que Bethune no aceptaría. Prefirió prestar
sus servicios en el frente y pidió colaboración para crear el
Servicio Canadiense de Transfusión de Sangre. Para iniciar su
proyecto, Norman contaba con un fondo de 10.000 dólares que desde
Canadá había facilitado el Comité de Ayuda a España.
Bethune con su equipo recién llegado
a España.
En el libro "El bisturí, la espada. La
historia del Dr. Norman Bethune" escrito por Ted Allan y Sydney
Gordon se cuenta como las autoridades republicanas le asignaron un
edificio de quince habitaciones en la calle Príncipe Vergara
(Madrid) situado en uno de los barrios residenciales de la capital.
Según se explica en la obra, un oficial republicano le aclaró a
Bethune la razón por la que habían elegido ese lugar: "Aquí no le
molestarán las bombas. Franco es muy cuidadoso con la propiedad de
los ricos". También se abrieron centros en Barcelona, Valencia y
Linares (Jaén). Desde allí se recogía la sangre y se transportaba al
frente con ambulancias dotadas de pequeños frigoríficos. Superada
esta primera fase, una de las grandes preocupaciones del llamado
"Doctor Sangre" era la respuesta que daría la población a esta
iniciativa. La colaboración ciudadana era fundamental, ya que
resultaba imprescindible la participación de los donantes.
Tanto en los periódicos como en las
emisoras de radio se hicieron campañas para que la población
acudiera a dar sangre. Norman Bethune no estaba muy seguro de
obtener la respuesta deseada y los días previos a la convocatoria no
podía disimular su nerviosismo. La mañana del 13 de diciembre de
1936, fecha fijada para que acudieran los voluntarios, más de dos
mil personas se presentaron en el lugar de la cita, desbordando
todas las expectativas. El sentimiento de solidaridad del pueblo
español impresionó profundamente a Norman Bethune y así lo
manifestará posteriormente en sus escritos sobre la guerra civil
española. Días después de este acontecimiento se llevó a cabo la
primera transfusión de sangre en la Ciudad Universitaria de Madrid.
Inmediatamente esta práctica sanitaria fue aplicada en el frente de
la Sierra de Guadarrama, extendiéndose hacia Guadalajara, Cataluña y
Valencia.
Bethune en el frente del Jarama (Madrid)
y bandera del Batallón Mackenzie-Papineau de los brigadistas
canadienses
A pesar de la manifiesta generosidad de
su actitud, el gobierno de la república española puso muchas
dificultades al desempeño de su obra humanitaria, negándose a
potenciar su tarea en el avance de socializar la sanidad pública.
Consciente de que una de las causas más frecuentes de muerte en el
campo de batalla eran las hemorragias masivas y la pérdida de sangre
en heridas no necesariamente graves, Bethune concibió la idea de
realizar las transfusiones en el mismo campo de batalla. Para esa
misión creó la primera unidad móvil de transfusiones sanguíneas
del mundo, formando un equipo de ambulancias con capacidad de varias
intervenciones en cada una de ellas. Este modelo servirá
posteriormente para la creación de las M.A.S.H. (Móvile Army
Surgical Hospital). Casi de forma artesanal adapta una
furgoneta-ambulancia con generador eléctrico y frigorífico,
autoclaves para la esterilización y compartimentos para el
instrumental necesario.
Una vez más abordó, a título personal,
la organización y financiación del proyecto. Con una furgoneta
Ford en la que podía leerse "Servicio Canadiense de Transfusiones
Sanguíneas" recorrió el frente de Madrid, Barcelona y Valencia. En el mes de febrero de 1937 se trasladó desde Valencia
hasta Málaga para prestar ayuda a las tropas que defendían la ciudad
del avance fascista. Como consecuencia de esa misión fue testigo excepcional de uno de los episodios
más dramáticos y desconocidos de la guerra civil española: la masacre y
asesinato de miles de refugiados en la carretera que une Málaga con
Almería. Durante tres días permanecieron él y sus ayudantes (Hazen
Sise y Thomas Worsley) trasladando heridos hasta la capital
almeriense, sobre todo niños. Según nos dejará escrito, llegó a
transportar en su ambulancia a más de treinta personas por viaje.
El equipo de
transfusiones de Norman Bethune
Norman Bethune y su equipo sanitario
formado por
Hazen
Sise y Thomas Worsley
.
Hazen
Sise y Thomas Worsley
El equipo de transfusiones carga
la nevera con las dosis de sangre para las intervenciones.
La ambulancia del S.C.T.S.
en España.
Bethune con una enfermera en la ambulancia
adaptada para transfusiones sanguíneas. Subiendo a pacientes.
|
Tras la toma de Málaga por los militares
sublevados, aterrorizados por los partes de guerra y las locuciones
radiofónicas que el general Queipo de Llano emitía desde Radio Sevilla, el 7
de febrero de 1937 una numerosa caravana formada por unas ochenta
mil o cien mil personas huyen en la única dirección posible: la
capital de Almería. Formada en su mayoría por heridos, mujeres,
niños y ancianos, son perseguidos por las tropas extranjeras de
Franco compuestas por fuerzas moras y las enviadas por Mussolini. La
aviación alemana también bombardeó sin compasión a la
población civil malagueña. Desde el mar, la
armada fascista jugaba a hacer blanco sobre una columna de seres
humanos que huían aterrorizados. Caminaban formando una dramática
columna que fue masacrada sin el más mínimo atisbo de humanidad hacia
las víctimas.
Fragmentos de algunos discursos de
Queipo de Llano
Queipo de Llano ante los micrófonos de
Radio Sevilla.
"Nuestros valientes Legionarios y
Regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que
significa ser hombre de verdad. Y, a la vez, a sus
mujeres. Esto es totalmente justificado porque estas
comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora
por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no
milicianos maricones. No se van a librar por mucho que
berreen y pataleen.
Mañana vamos a tomar Peñaflor. Vayan las mujeres de los
"rojos" preparando sus mantones de luto.
Estamos decididos a aplicar la ley con firmeza
inexorable: ¡Morón, Utrera, Puente Genil, Castro del
Río, id preparando sepulturas! Yo os autorizo a matar
como a un perro a cualquiera que se atreva a ejercer
coacción ante vosotros; que si lo hiciereis así,
quedaréis exentos de toda responsabilidad.
Al Arahal fue enviada una columna formada por elementos
del Tercio y de Regulares, que han hecho allí una razzia
espantosa."
(...)
"¿Qué haré? Pues imponer un durísimo
castigo para callar a esos idiotas congéneres de Azaña.
Por ello faculto a todos los ciudadanos a que, cuando se
tropiecen a uno de esos sujetos, lo callen de un tiro. O
me lo traigan a mí, que yo se lo pegaré".
(...)
"Ya conocerán mi sistema: Por cada uno de
orden que caiga, yo mataré a diez extremistas por lo
menos, y a los dirigentes que huyan, no crean que se
librarán con ello: les sacaré de debajo de la tierra si
hace falta, y si están muertos los volveré a matar"
(...)
“A los tres cuartos
de hora, un parte de
nuestra aviación me
comunicaba que
grandes masas huían
a todo correr hacia
Motril. Para
acompañarles en su
huida y hacerles
correr más aprisa,
enviamos a nuestra
aviación, que los
bombardeó”
|
Norman Bethune no olvidará jamás este episodio. Quedó tan fuertemente impresionado por lo que presenció esos días, que a lo largo de toda su vida no dejará de repetir que "Llevaba el dolor de España en su corazón". No pudo llegar desde Valencia hasta Málaga como se había propuesto, porque en dirección contraria a la que iba se encontró con una multitud dantesca de fugitivos reflejando en sus rostros el hambre, el cansancio y la muerte. Escribirá una crónica de aquellos sucesos bajo el título "El crimen de la carretera de Málaga-Almería" que se ilustrará con las fotos que hicieron él y su ayudante Hazen Sise.
"España es una herida en
mi corazón. Una herida que nunca cicatrizará. El dolor
permanecerá siempre conmigo, recordándome siempre
las cosas que he visto."
H. N. Bethune
|
En junio de 1937 regresó a Canadá,
cuando su gobierno adoptó la política de "no intervención",
retirando las unidades brigadistas. Sin embargo, se dedicó a
publicitar y dar conferencias sobre los crímenes que había
presenciado durante su estancia en España, recaudando fondos y
voluntarios para luchar contra el fascismo de Franco. Un año después
se marchará a China en ayuda a las tropas de Mao Tse-tung tras la
invasión japonesa (Segunda Guerra Chino-japonesa). En el año 1939,
atendiendo a uno de sus pacientes en una operación de urgencia, se
produjo una herida en un dedo que le produjo una infección
generalizada, muriendo de sepsis el 12 de noviembre de ese
mismo año.
Durante su estancia en España escribió
algunas poesías. Esta fue publicada en Canadá en julio de 1937.
Y esta noche misma luna pálida,
Que monta en voz tan baja, clara y alta,
El espejo de nuestra pálida y turbada mirada
Eleva a un cielo frío de Canadá.
Por encima de las tropas españolas destrozado
Ayer por la noche se levantó bajo y salvaje y rojo,
Reflexionando en su escudo iluminado
La sangre salpicadas rostros de los muertos.
Para ese disco pálido elevamos nuestros puños apretados,
Y a los muertos sin nombre renovar nuestros votos,
"Compañeras y compañeros,
que lucharon por la libertad y el mundo futuro,
Que murió por nosotros, le recuerdo.
Cuando terminó la guerra, gran parte de
la burguesía política de la República en el exilio ignoraba su
nombre. El Partido Comunista de España apenas habló de él,
seguramente por estar Norman más cerca del misticismo anarquista en
su defensa de los parias, que de la rígida ortodoxia del partido.
Sin embargo, en China recibió el reconocimiento durante su estancia
allí. Tras su muerte, el presidente Mao Tse-tung publicó un
ensayo ("En memoria de Norman Bethune") alabando su entrega a la
causa de los pobres. Fue lectura obligatoria en la formación de los
jóvenes revolucionarios. Hospitales y escuelas llevan su nombre. Fue
enterrado con honores en el Cementerio de Mártires
Revolucionarios. En la España de la democracia, apenas cuenta con
algunos artículos en publicaciones especializadas y una calle con
nombre compartido en Málaga: Paseo de los Canadienses. En Almayate
(Málaga) un centro de Cruz Roja también lleva su nombre.
Una curiosa fotografía de Norman
Bethune fumando.
Fragmento
del libro de Norman Bethune
"EL CRIMEN DE LA
CARRETERA DE MÁLAGA - ALMERÍA"
La
carretera estaba llena de niños que vagban solos, pues
sus padres habían muerto en el camino.
"La evacuación
masiva de la población civil de Málaga comenzó el
domingo día 7. Un contingente de 25.000 tropas alemanas,
italianas y moras entraron en la ciudad el lunes día 8
por la mañana; tanques, submarinos, barcos de guerra,
aviones, todos a la vez, para aplastar a las defensas de
la ciudad mantenidas por un pequeño y heroico grupo de
tropas españolas sin experiencia militar, tanques, ni
aviones que los defendieran. Los así llamados
"nacionalistas" entraron en lo que prácticamente era una
ciudad desierta, del mismo modo que habían hecho en cada
pueblo y ciudad asediada en España.
Así que imagínense
a 150.000 hombres, mujeres y niños disponiéndose a
marcharse en búsqueda de seguridad hacia una ciudad
situada o más de 100 millas a pie. Hay una única
carretera que pueden tomar. No hay ninguna otra manera
de escapar.
Esta carretera,
limítrofe por un lado, con las altas montañas de Sierra
Nevada, y por el otro, con el mar está construida sobre
la ladera de unos acantilados y sube y baja a más de 500
pies por encima del nivel del mar. La ciudad que deben
alcanzar es Almería, y está a más de doscientos
kilómetros más allá. Un joven fuerte y sano puede
caminar a pie unos 40 o 50 kilómetros diarios. El viaje
a que estas mujeres, ancianos y niños debían enfrentarse
les llevará a 5 días y 5 noches de camino, al menos.
Mapa del Andalucía. En
rojo, el avance de las tropas fascistas sobre Málaga. En
azul, la carretera a Almería
No encontrarán
alimentos en los pueblos, ni trenes, ni autobuses para
transportarlos. Ellos debían caminar y a medida que iban
andando se tambaleaban y tropezaban con los pies llenos
de rajas y de heridas de ir por el pedernal y el
ardiente asfalto de la carretera, los fascistas los
bombardeaban desde el aire y les disparaban desde los
barcos de guerra.
“Lo que quiero
contaros es lo que yo mismo vi en esta marcha forzada,
la más grande, la más horrible evacuación de una ciudad
que hayan visto nuestros tiempos. Habíamos llegado a
Almería el miércoles 10, a las cinco de la mañana.
Traíamos de Barcelona un camión con sangre preparada
para transfusiones con destino a los heridos de Málaga.
En Almería supimos la noticia de la caída de Málaga y
nos aconsejaron que siguiésemos nuestro camino, porque
se tenía por seguro que Motril había caído también.
Los refugiados huían
con sus pocas pertenencias. La carretera, entre le mar y
la montaña, era una trampa mortal.
Entonces
resolvimos ir a ver en qué condiciones se estaba
llevando a cabo la evacuación de heridos. Salimos por el
camino de Málaga, a eso de las seis de la tarde, y a
unos cuantos kilómetros nos encontramos con los que
encabezaban la desventurada procesión. Venían primero
los más fuertes, los que habrían podido transportar sus
cosas en burros, mulas y caballos. Luego, el espectáculo
se hacía más lastimoso. Miles de niños (contamos cinco
mil menores de diez años), y por lo menos mil de entre
ellos descalzos y cubiertos apenas con harapos. Las
madres los llevaban echados al hombro o tiraban de ellos
por la mano. Pasó un hombre con sus dos pequeños a la
espalda, niños de uno y dos años, y cargando además con
cacerolas y trastos, y recuerdos queridos de su hogar.
Había mujeres que no podían dar un paso más: la sangre
de las úlceras de sus piernas hinchadas teñían de rojo
sus alpargatas blancas. Muchos viejos abandonaban toda
esperanza y, tumbados en la cuneta del camino, esperaban
la muerte.
|
|
El temor ante la llegada del violento
"tercio" moro inicia el éxodo.
|
Exhaustos y desesperados, esperaban la
muerte en las cunetas
|
El equipo de Norman Bethune fue
testigo de la masacre fascista.
Nuestro coche se
abría paso a duras penas. Los refugiados pasaban al lado
del camión, como si no lo vieran. Seguían
caminando cansinamente, con los ojos entornados hacia el
suelo como síntoma inconsciente de extenuación. Las
mujeres avanzaban lentas con sus vestidos oscuros.
Tenían la cara y los ojos congestionados por el polvo y
el sol de cuatro días, y levantaban hacia nosotros, en
sus brazos cansados, los cuerpecitos de sus hijos. Los
niños llevaban solamente su pantalón y las niñas su
vestido ancho, medio desnudos todos bajo el sol. Niños
con los bracitos y las piernas enredados en trapos
ensangrentados: niños sin zapatos, con los pies
hinchados; niños que lloraban desesperados de dolor, de
hambre, de cansancio cuatro días perseguidos por los
aviones de los bárbaros fascistas, y cuatro noches de
caminar en grupo compacto hombres, mujeres, niños,
mulas, burros y cabras, tratando de mantenerse juntas
las familias, llamándose por el nombre propio,
buscándose en las sombras.
Según N. Bethune, más de cinco mil
niños desarrapados y hambrientos iban en la caravana.
Al principio eran grupos dispersos. Después aparecían a
intervalos más frecuentes, y por último una hilera
continua, unos pisando los talones a los otros. Parecían
haber nacido del suelo. Una fila interminable a lo largo
del camino con el sol encima y el mar debajo. Entre el
murmullo del mar y el eco de los montes el único ruido
era el de las sandalias de esparto arrastradas sobre las
piedras, el silbido de la respiración cansina y el
lamento que salía de los labios agrietados. Eran de
todas las edades, pero sus caras estaban dibujadas con
los mismos rasgos de agotamiento. Una mujer sujetando su
vientre, sus ojos abiertos, aterrorizados. Pasaban al
lado de nuestro camión sin expresión. Sise detuvo el
camión. Yo salí y me paré en medio de la carretera. No
tenían fuerzas para seguir, pero temían detenerse.
Decían que los fascistas venían detrás de ellos.
¿Málaga? Sí, Málaga había caído.
La mayoría de los
refugiados eran heridos, ancianos, mujeres y niños.
Volví al camión.
Yo pensaba en Málaga. En algún lugar habría nuevas
defensas. Al final del camino habría lucha, heridos
moribundos que necesitarían la sangre que habíamos
traído desde Madrid. Aceleramos la marcha. La carretera
se inclinaba y la línea de refugiados se hacía más
ancha. Llegamos a una curva en dirección al interior,
una pequeña subida, y de repente una bajada hacia una
llanura. Sise sorprendido, pisó el freno bruscamente.
Una muchedumbre de personas y animales ocupaba todo el
ancho de la carretera. La llanura se extendía tan lejos
como la vista podía alcanzar, y por ella serpenteaba una
hilera de treinta kilómetros de seres humanos, como un
gusano gigantesco con innumerables pies que levantaba
una nube de polvo que se extendía hasta más allá del
horizonte a lo largo de la árida llanura y se elevaba
hasta las montañas. La carretera ya no se veía en ningún
sitio.
Al principio, las
gentes de los cortijos ayudaban a los refugiados. Luego,
ante el temor, se unieron a ellos.
Estaba desbordada
por los refugiados. Comenzamos a descender lentamente.
Sise tocaba la bocina sin parar. Ellos no prestaban
atención. Simplemente fluían a los lados del coche con
la vista baja golpeándose contra los costados y después
ocupando de nuevo todo el ancho de la carretera. Una
rápida mirada a lo largo del camino le producía a uno un
fuerte escalofrío: kilómetros de gente, y en medio miles
de niños ¡Venían de Málaga, andando durante cinco días y
cinco noches !
Entre el mar y la montaña, la
carretera de Málaga-Almería fue una trampa mortal.
Después la masa de
gente caminante cambió casi imperceptiblemente, como un
manantial que de pronto se torna lodo. Juré en voz baja:
¡Militares! Al principio unos pocos, pero un kilómetro
más allá venían a cientos. A miles. Sus uniformes
estaban rotos; sus armas inservibles; las caras, con
barbas de días; los ojos, hundidos por la derrota. Eran
refugiados como el resto, en silencio, tristes, huyendo.
Teníamos que
maniobrar entre los carros rotos y los camiones
abandonados. Los burros moribundos habían sido arrojados
a las playas, donde la gente yacía también, con la
lengua inflamada en sus bocas secas. Paramos un momento
y fuimos engullidos por una multitud de súplicas, de
manos intentando alcanzar el camión, gente pidiendo agua
y transporte.
Les dimos nuestras cantimploras y seguimos avanzando.
Pronto se hizo la noche. A nuestro lado oíamos el paso
apretado de los refugiados. Sin luces era imposible
conducir, y al fin nos detuvimos. Un grupo de militares
se acercó a nosotros. –Los fascistas avanzan deprisa
hacia el este- nos dijeron. La siguiente ciudad era
Motril, y ya debía estar en manos enemigas. No había
frente. No había resistencia. Toda la región costera
estaba cayendo en manos de las tropas extranjeras de
Franco.
Resolvimos regresar para dedicarnos a transportar a los
más desvalidos. Descargamos el equipo y las existencias
de sangre, para hacer sitio y mandar el material con la
primera ambulancia que pasase, después abrimos las
puertas traseras. Se podía ver la excitación en los
rostros de los refugiados. Todos esperaban, pero sin
saber si tendrían posibilidades. Una multitud de padres
y madres se apretó alrededor del coche. Decidimos
transportar a las familias que tuviesen más niños, y a
los niños sin padres, que eran incontables. Llevábamos a
treinta o cuarenta personas en cada viaje durante tres
días sucesivos a Almería, al Hospital del Socorro Rojo
Internacional, donde recibían cuidados médicos, comida y
ropa.
Bethune vació la
ambulancia para transportar refugiados. A pesar de la ayuda,los más
débiles morían de agotamiento.
"Llévense a este"'; "miren este
niño'; "este está herido". Los niños envueltos de brazos
y piernas con harapos ensangrentados, sin zapatos, con
los pies hinchados aumentados de dos veces su tamaño,
lloraban desconsoladamente de dolor, hambre y
agotamiento. Doscientos kilómetros de miseria.
Imagínense, cuatro días y cuatro noches, escondiéndose
de día entre las colinas ya que los bárbaros fascistas
los perseguían con aviones, caminaban de noche agrupadas
en un sólido torrente, hombres, mujeres, niños, mulos,
burros, cabras gritando los nombres de sus familiares
desaparecidos, perdidos entre la multitud.
¿Cómo podíamos
elegir entre llevarnos a un niño muriéndose de
disentería o entre una madre que nos contemplaba
silenciosamente con los ojos hundidos llevando contra su
pecho a un niño nacido en la carretera hacía dos días?.
Ella había parado de caminar durante diez horas
solamente. Aquí había una mujer de sesenta años incapaz
de seguir arrastrándose para dar un paso más, sus
gigantescas piernas hinchadas con úlceras y varices
sangrando dentro de sus rotas sandalias de trapo. Muchas
ancianas abandonaban simplemente esta lucha, se tendían
a los lados de la carretera y esperaban la muerte.
La marinería del
"Canarias" se jactó
de practicar el tiro "al rojo" con los refugiados
Decidimos vaciar
la ambulancia de todo su valioso contenido para crear
espacio libre, y llevarnos primero a los niños y a las
madres, pero luego la separación entre padre e hijo,
marido y mujer se hizo demasiado cruel para poder
soportarla. Acabamos por llevarnos a las familias con
mayor número de hijos pequeños, y a los niños solitarios
de los que había centenares, sin padres.
Así estuvimos
cuatro días y cuatro noches yendo y viniendo, trabajando
esforzadamente para evacuar a la población que quedaba
de toda una ciudad. Sise estuvo al volante durante
cuarenta y ocho horas mientras yo me quedaba en la
carretera preparando el siguiente grupo. Nuestras caras
estaban ya partidas por falta de sueño. Perdimos la
noción del tiempo. Vivíamos con el dolor de los que se
quedaban atrás. Trabajábamos sabiendo que cada viaje
podía ser el último y con el miedo de que los últimos
evacuados fueran aniquilados por los fascistas. En cada
viaje a Almería Sise se detenía para pedir ayuda de
camiones, carros o cualquier otro medio para acelerar la
evacuación. En la ciudad no quedaba ya nada que se
moviera sobre ruedas.
Más de 150.000 personas
huyeron hacia Almería. Junto al cadáver de un niño, una madre intenta
alimentar a su hijo moribundo.
En el Hospital del
Socorro Rojo de Almería, los refugiados recibían
atención médica, alimento y ropa. Al incansable esfuerzo
de Hazen Sise y Thomas Worseley se debe la salvación de
muchas vidas. Iban y venían alternando, día y noche,
durmiendo a campo abierto entre los turnos, sin más
alimento que naranjas y pan seco. Durante el día
trabajamos entre nubes de polvo, bajo el sol que quemaba
la piel, con los ojos enrojecidos y con las tripas
haciendo ruido. De noche, el frío era insoportable y
deseábamos el calor de nuevo. Un profundo silencio
reinaba entre los refugiados. Yacían hambrientos en los
campos, atenazados, moviéndose solamente para
mordisquear alguna hierba. Sedientos, descansando sobre
las rocas o vagando temblorosos sin rumbo con la mirada
vidriada y perdida por la alucinación. Los muertos
estaban esparcidos entre los enfermos, con los ojos
abiertos al sol.
Los refugiados invadieron Almería, que
triplicó su población. Escena de la película "Bethune"
Entonces, unos
cuantos aviones pasaron sobre nuestras cabezas.
Brillantes aviones plateados: bombarderos italianos y
Heinkels alemanes. Se lanzaron hacia la carretera y,
como una maniobra de tiro rutinaria, sus ametralladoras
trazaban dibujos geométricos entre los refugiados que
huían. De nuevo vi el camión que volvía. Cargamos a
cuantos pudimos. Esta vez subí yo también, llevando a un
niño en mis brazos, que gemía y me miraba con ojos
febriles. Probablemente meningitis. Yo esperaba llegar a
tiempo a Almería.
Me quedé dormido. Cuando desperté vi el camión bajando
lentamente la cuesta del último kilómetro. Decenas de
miles de refugiados surgían de entre las montañas y se
extendían como un abanico. Parecía un enorme enjambre
sobre las colinas, la carretera, las playas. Algunos
caminaban en el agua para llegar antes a la ciudad. A la
entrada de la ciudad el camión avanzaba al mismo paso
que la multitud apretada, centímetro a centímetro. Pero
al fin estábamos en Almería.
Buque "Admirante Cervera"
Su marinería, junto a la del
"Canarias" jugaba a hacer
blanco en los refugiados.
Como si no fuese
bastante haber bombardeado y cañoneado a esa procesión
de campesinos inermes a lo largo de su caminata
interminable, el día 12 de febrero, cuando el pequeño
puerto de Almería estaba atestado de gente refugiada,
cuando la población se había duplicado, cuando aquellas
cincuenta mil personas exangües habían llegado al sitio
que creían un abrigo seguro, los aeroplanos fascistas,
alemanes e italianos, desataron sobre la población
nutrido bombardeo arrojaron diez bombas en el centro
mismo de la ciudad, en la calle principal de Almería,
donde, amontonados en el pavimento, dormían exhaustos
los refugiados.
La sirena dio la
alarma 30 segundos antes de que cayera la primera bomba.
Estos aviones no hacían esfuerzo alguno por alcanzar los
barcos de guerra del Gobierno que estaban en el puerto,
ni por bombardear las barricadas. Estos lanzaron
deliberadamente diez grandes bombas en el centro mismo
de la ciudad, donde en la calle principal, dormían
apiñados sobre la calzada, de tal forma que apenas si
podía pasar algún coche, los exhaustos refugiados.
Después de que
hubiesen pasado los aviones recogí en mis brazos a tres
niños muertos de la calzada, justo enfrente del Comité
Provincial para la Evacuación de refugiados donde habían
estado esperando en una larga cola a que les dieran una
taza de leche y un puñado de pan seco, era el único
alimento que algunos tomaban durante días.
Las calles de Almería se llenaron de
refugiados. Las instituciones republicanas se vieron
desbordadas.
La calle parecía
un matadero, con los muertos y los agonizantes,
alumbrado por las llamas de los edificios que ardían. En
la oscuridad, los quejidos de los niños heridos, los
gritos de las madres agonizantes y las maldiciones de
los hombres, se alzaban en un lamento de masa hasta
hacerse intolerable. Aquella noche fueron ametrallados,
desde los aeroplanos, cincuenta paisanos, y hubo más de
cincuenta heridos. A la luz de los edificios ardiendo se
veían multitudes de gente que surgían de cualquier
sitio, corriendo sin saber hacia dónde, escapando de las
bombas o pasando bajo paredes que se tambaleaban,
cayendo en los enormes hoyos que las bombas habían hecho
en el suelo, agarrándose y gritando mientras
desaparecían.
Uno mismo sentía su
cuerpo tan pesado como el de los muertos, pero vacío y
hueco, y uno sentía su cerebro arder con una intensa luz
de odio. Aquella noche fueron asesinadas cincuenta
personas de entre la población civil y unas 50 personas
mas fueron heridas. Hubo dos soldados muertos.
Ahora bien, ¿cuál
era el crimen que esta indefensa población civil había
cometido para ser asesinados de este modo tan
sangriento? Su único crimen era que habían votado para
elegir un Gobierno de personas encargadas de la más
moderada mitigación de la abrumadora carga de siglos de
codicia capitalista.
No había ruido de
bombas en la dirección del puerto. ¡Los bombarderos no
estaban interesados por el puerto! Iban siguiendo presas
humanas. Iban tras los cien mil que habían conseguido
huir de ellos en Málaga, que habían rehusado vivir bajo
los fascistas, y que estaban ahora acorralados aquí y
que hacían un blanco perfecto.
Durante una semana
habían dejado tranquila Almería. Ahora que la dura
marcha desde Málaga había terminado, ahora que los
refugiados estaban recogidos entre unos cuantos bloques
de ciudad, donde el asesinato en masa requería un mínimo
de bombas, ahora Franco estaba saciando su sed de
venganza. No importaba nada el puerto. Un puerto no
puede pensar, ni desafiar al fascismo, ni sangrar. Sólo
la gente tenía cerebro, corazón, valor. ¡Matadlos,
mutiladlos, mostradles las garras despiadadas del
fascismo!
De pronto el
bombardeo cesó y el rugido de los aviones se perdió en
el cielo. Las llamas iluminaban las caras de los hombres
y mujeres paralizados por el horror. El ataque había
pasado, pero quedaban los muertos y los moribundos. Até
las heridas de la gente con tiras de tela sacadas de sus
propios vestidos. En el centro de la ciudad llegué hasta
un círculo de mujeres y hombres en silencio. Dentro del
círculo había un enorme cráter abierto por una bomba.
Dentro del cráter había tuberías retorcidas, ropas
rasgadas, una masa aplastada de lo que una vez fueran
seres humanos.
¿Qué crimen habían
cometido estos hombres de la ciudad para ser asesinados
de modo tan sangriento? Su único crimen había sido el de
votar por un Gobierno del pueblo; moderado paliativo
contra la carga aplastante de siglos de codicia del
capitalismo. Alguien pregunta por qué no se quedaron en
Málaga a esperar la entrada de los fascistas. Porque
bien sabían lo que había de sucederles. Bien sabían lo
que habría de ser de sus hombres y de sus mujeres,
puesto que ya ha sucedido muchas veces en otras ciudades
capturadas por ellos. Todos los hombres de quince a
sesenta años que no pudiesen probar que se les había
forzado a apoyar al Gobierno legítimo, serían fusilados
sin más trámite
y es el conocimiento de todos estos hechos lo que
concentró a dos tercios de toda la población española en
una cuarta del país y lo que aún sostuvo la República.
Almería acogió solidariamente a los
refugiados.
La Caravana de la Muerte
Dr. Norman Bethune
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